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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

Dame la mano (20 page)

BOOK: Dame la mano
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—Me atacó sin ningún tipo de consideración. No, eso no me dio igual, fue por eso por lo que me largué de allí. Pero yo no la he matado. ¡Dios mío! Esa anciana no era tan importante para mí, como tampoco lo era la opinión que yo le merecía.

Valerie recorrió la habitación con la mirada. Como a todo aquel que visitaba la estancia en la que se alojaba Dave Tanner, le sorprendió el desorden, la suciedad y los claros indicios de la miseria material en la que vivía inmerso. Su manera de hablar, su comportamiento y su actitud daban fe de la buena educación que había recibido, de su alto nivel cultural y de su origen de clase media-alta, cuando menos. Tanner no encajaba en aquella casa, en aquella habitación. De forma casi inevitable, Valerie llegó a la misma conclusión a la que habían llegado tanto Fiona Barnes como Leslie Cramer. ¿La granja que en un futuro no muy lejano heredaría Gwen Beckett era la última esperanza para Dave Tanner? ¿Hasta qué punto se había asustado al ver que Fiona Barnes, con esos mordaces comentarios, con esos dardos envenenados que tal vez había lanzado al tuntún, podía llegar a disuadir a Gwen de su propósito de casarse con Tanner? De algún modo debió de haber sentido la necesidad existencial de acallar a la anciana.

Valerie volvió a cambiar de tema.

—¿Estaba usted al corriente de que su colega, la señora Gardner, tenía empleada a una joven para que cuidara de su hija durante las horas en las que impartía clases?

—Sí. Alguna vez me lo había dicho. —Tanner hablaba entonces muy concentrado, era obvio que tenía que esforzarse para mantener la calma. Valerie tuvo claro que él se había dado cuenta de que estaba intentando cambiar repentinamente de un tema a otro—. Pero no sabía cómo se llamaba. No conocía a la chica.

—¿Sabía dónde vive la señora Gardner?

—No. Apenas teníamos contacto.

—Pero en la secretaría de la escuela podría haber conseguido su dirección sin problemas en cualquier momento, ¿me equivoco?

—Podría. Pero no lo he hecho. No tengo ningún motivo para hacerlo.

Valerie volvió a mirar a su alrededor, esa vez examinando la habitación sin disimulo, para que Tanner se diera cuenta de ello.

—Señor Tanner, creo que no me equivoco si deduzco que su situación económica no es lo que se dice holgada. ¿No tiene más ingresos que los que le proporcionan los cursos de idiomas?

—No.

—Entiendo que con ese dinero tiene suficiente, pues.

—Sí.

Valerie decidió dejarlo ahí. Se puso de pie.

—Eso es todo de momento, señor Tanner. Es probable que tengamos que hacerle más preguntas. ¿Tiene previsto salir de viaje próximamente?

—No.

—Bien. Nos pondremos en contacto con usted.

Valerie y el sargento Reek salieron de la habitación. En el pasillo se toparon con la casera.

—¿Y bien? —preguntó esta casi sin aliento—. ¿Ha cometido algún delito?

—No era más que un interrogatorio rutinario —respondió Valerie—. Oiga, ¿sabría decirnos por casualidad a qué hora llegó el señor Tanner a casa el sábado por la noche?

La señora Willerton admitió, muy a su pesar, que no lo sabía con exactitud.

—Me quedé dormida frente al televisor —explicó—. Cuando me desperté era casi medianoche. No sé es si el señor Tanner ya estaba en casa a esas horas.

A Valerie también le fastidió que no pudiera responderles. Para un agente de policía que está haciendo indagaciones, toparse con una casera tan sumamente chismosa y cargante como la señora Willerton era un golpe de suerte, pues conocía hasta el último detalle acerca de las personas y el entorno con el que se relacionaba. Que la señora Willerton se hubiera quedado dormida justo la noche del sábado, cuando tuvieron lugar los hechos, solo podía interpretarse como una broma de mal gusto del destino.

—¿Recuerda usted el dieciséis de julio de este año? —preguntó Valerie.

La casera se estrujó la memoria.

—¿El dieciséis de julio, dice? ¿El dieciséis de julio…?

—El día en que asesinaron a Amy Mills. Sin duda habrá oído hablar del tema.

La casera puso los ojos como platos de repente.

—¿Es que el señor Tanner tiene algo que ver al respecto? —susurró, horrorizada.

—De momento no tenemos nada que nos lo indique —la tranquilizó Valerie.

—Sin duda quieren saber si esa noche estuvo en casa —dijo la señora Willerton a continuación. Su rostro era de absoluto desconcierto—. No tengo ni idea. ¡Oh, Dios mío, no lo sé!

—No se preocupe. —Valerie le sonrió amablemente—. Hace tres meses de eso. Sería usted un portento si fuera capaz de recordarlo al detalle.

—La llamaré si me viene algo a la memoria —prometió la señora Willerton, y Reek le dio una tarjeta que la mujer aceptó con manos temblorosas.

Valerie no tenía muchas esperanzas al respecto. La señora Willerton era una anciana, llevaba una vida solitaria y aburrida. Probablemente los llamaría para darles más información, pero harían bien en aceptarla con mucho escepticismo. Tal vez no recordara nada, pero acabaría por relatarles sucesos e incidentes adornados en exceso más allá de la verdad. Se le notaban ciertas ansias por despertar la atención, por ganar importancia y conseguir reconocimiento. Desde ese momento, Tanner pasaba a ser su víctima.

Valerie y Reek salieron a la calle. Volvían a disfrutar de un día especialmente radiante. Seguro que haría calor de nuevo.

—¿Y ahora? —preguntó Reek.

Valerie consultó su reloj.

—A la granja de los Beckett —dijo.

3

Ella miraba el teléfono esperando que sonara a pesar de que sabía que eso de estar aguardando una llamada era lo peor que podía hacer. Aguzó el oído para percibir los sonidos de la casa: el leve murmullo del frigorífico en la cocina, el tictac de un reloj, el goteo de un grifo que no acababa de cerrar bien. Alguien andaba por el piso de arriba y de vez en cuando crujía alguna tabla del suelo. Fuera, sobre la bahía, el veranillo de San Martín seguía presente en todo su esplendor, arrojaba su luz sobre las olas y teñía de todos los colores el follaje de los árboles de los Esplanade Gardens. El cielo era más que claro, de un celeste frío. En la radio habían dicho que era una mañana para disfrutar. Que pronto llegarían las lluvias y la niebla.

Leslie intentaba asimilar que su abuela había muerto.

Que jamás volvería a aquel piso.

Que todo lo que la rodeaba, aquellos muebles tan familiares, los cuadros de las paredes, las cortinas, un jersey que Fiona había dejado descuidadamente sobre un sillón no eran más que reliquias, objetos que habían quedado abandonados, bienes terrenales que ya no tenían ningún sentido para la que había sido su propietaria. Resultaba increíble porque todos y cada uno de ellos revelaba la vida de Fiona. Su queso preferido en el frigorífico; las abundantes provisiones de paquetes de cigarrillos; las rosas sobre la mesa, a las que ella misma les había cambiado el agua por última vez. Las botas de agua bajo el perchero, en el que todavía estaba colgado el impermeable. En el baño seguía su cepillo de dientes, su peine, su secador de pelo. Los pocos cosméticos que solía utilizar.

Ninguna de esas cosas la verían regresar.

Tampoco yo la veré regresar, pensó Leslie. Fiona había sido como una madre para ella. Y así la había considerado. Acababa de perder, pues, a su madre.

Cuando el domingo anterior por la noche se había metido en la cama llorando de frío y de soledad, su madre ya estaba muerta o se estaba muriendo.

Y no había muerto en la cama, no había muerto en paz, no había podido despedirse de nadie. La había asesinado un perturbado. La había acechado, le había golpeado el cráneo y la había dejado tirada en el fondo de un barranco.

Era inconcebible. Superaba cualquier cosa que jamás hubiera imaginado. Sabía que se encontraba en estado de shock porque, a pesar de que comprendía con una claridad cristalina lo que había ocurrido, a pesar de haber entendido todas y cada una de las palabras que la inspectora Almond le había dicho la noche anterior, parecía como si no fuera capaz de asumir el horror en toda su dimensión. Todavía había un muro entre ella y el terrible hecho de aceptar que había ocurrido algo que marcaría el resto de sus días. Su abuela había muerto, había perdido a la persona que había sido su única referencia durante la infancia y la juventud. Su muerte estaría para siempre asociada a un crimen brutal, sucio e infame. Nunca podría visitar la tumba de Fiona sin pensar en los últimos minutos de la vida de la anciana. Nunca habría frases de consuelo del tipo: «No ha sufrido», o: «La muerte ha sido un alivio para ella», o: «Al menos ha sucedido rápidamente». Serían más bien todo lo contrario: Fiona había sufrido. La muerte había resultado un alivio solo en la medida de que había acabado con el martirio violento al que la había sometido un criminal. Y no había sucedido rápidamente. La habían arrastrado hasta la soledad de los prados y la habían matado. Debió de darse cuenta de lo que se le venía encima. ¿Había gritado el nombre de su nieta cuando más había temido por su vida?

De todos modos, a causa del shock Leslie había podido mantener una conversación sorprendentemente objetiva con Valerie. La agente le había contado la terrible muerte de su abuela eligiendo bien las palabras, con sumo cuidado.

—Lo lamento, pero tengo que hacerle unas preguntas —había añadido al cabo—. Aunque podemos esperar a mañana.

Leslie se había sentado en el sofá con aire ausente y había negado con la cabeza.

—No, no. Hágamelas ahora. Estoy bien.

Hablar le había sido beneficioso durante las primeras horas posteriores al suceso. Se concentró y, de forma racional y detallada, describió la velada del sábado. Fue bueno para ella ejercitar el cerebro, cansarlo intentando recordar hasta la menor de las nimiedades.

—¿Tendré que identificar a mi abuela? —había preguntado finalmente.

Valerie había asentido.

—Sería muy útil. Por desgracia, apenas tenemos dudas acerca de la identidad del cadáver, pero de este modo estaríamos seguros por completo. De momento la tienen los forenses, pero… estaría bien que alguien pudiera acompañarla. ¿Tiene algún pariente más aquí, en Scarborough?

Leslie había sacudido la cabeza.

—No. Aparte de Fiona no tengo más parientes.

Valerie la había mirado con aire compasivo.

—Entonces ¿no puede acudir a casa de nadie, ahora? Tal vez sería mejor para usted no quedarse aquí sola esta noche.

—Preferiría quedarme aquí. Se me pasará. Soy médico —añadió, y aunque su profesión no tenía nada que ver con lo que estaba pasando en aquel momento, al parecer a Valerie Almond el comentario le pareció convincente.

La inspectora había dicho que al día siguiente iría a la granja de los Beckett para hablar con los que vivían o se alojaban allí.

—Será a eso de las diez. Estaría bien que pudiera venir también. ¿Quiere que mande un coche para que la recoja?

—Allí estaré. Iré en mi propio coche, gracias.

Valerie se había despedido y había entregado a Leslie una tarjeta, antes de pedirle que se pusiera en contacto con ella en caso de que se le ocurriera cualquier cosa que pudiera guardar alguna relación con el asesinato de su abuela.

—Por banal que le parezca —había agregado la inspectora—, para nosotros podría ser absolutamente crucial.

Leslie había llamado a la granja y había contado lo que había sucedido a Gwen. Esta, desconcertada, había hecho un sinfín de preguntas, había manifestado su horror, su espanto, había hecho más preguntas, hasta que Leslie empezó a creer que en cualquier momento podría perder los nervios y ponerse a gritar.

—Mira, Gwen —la interrumpió—, seguro que comprenderás que necesito un poco de tranquilidad. Nos vemos mañana, ¿de acuerdo?

—Pero ¿no quieres venir enseguida aquí? ¡No puedes quedarte sola! Quiero decir, que no está bien que…

—¡Hasta mañana, Gwen! —Y dicho esto, Leslie había colgado el auricular.

¿Cómo había pasado la noche? No habría sabido decirlo. ¿Había estado deambulando de una habitación a otra? ¿La había pasado en el sofá, con la mirada perdida en la pared? ¿Se había tendido en la cama de Fiona, insomne, con los ojos abiertos? ¿Había estado ojeando un viejo álbum de fotografías? A la mañana siguiente solo le pasaban por la cabeza imágenes vagas de lo que había estado haciendo en esa noche horrible, mientras las horas transcurrían lenta y penosamente, como si no quisiera volver a amanecer jamás. Recordaba haber cogido el coche en algún momento para ir a una gasolinera. Había vuelto con una botella de vodka y había bebido bastante. Se avergonzaba de ello, pero ¿por qué diablos no tenía Fiona ni una sola gota de alcohol en casa?

No consiguió desayunar nada. Desde la cena en la granja, dos días atrás, no había comido más que un par de bocados de hamburguesa. En cambio, se había puesto las botas de alcohol. Y qué.

A las ocho y media ya no había podido más y había llamado a Stephen al hospital. Le dijeron que debía de estar en mitad de una operación, que le pasarían el recado. Por eso no se apartaba del teléfono. A regañadientes, porque dos años antes había jurado que no volvería a pedir a Stephen que la ayudara, que estuviera allí para consolarla. Había mantenido su propósito incluso en las horas más crudas y tristes que siguieron a su separación. También durante aquellos fines de semana en apariencia interminables que se había pasado llorando, aferrada a una botella de vino frente al televisor, cuando se había sentido la persona más sola del mundo. En esos momentos había sido consciente de que él habría acudido a abrazarla ante la más mínima señal. Pero Leslie había aguantado con los dientes apretados.

Hasta ese día. Hasta que había sucedido aquello que se veía incapaz de superar sola en cuanto consiguiera salir de la inmovilidad en la que estaba sumida.

El teléfono sonó.

Olvidó su orgullo y respondió al instante.

—¿Sí? ¿Stephen?

Al otro lado, solo silencio.

—¿Stephen? Soy Leslie.

Oyó una respiración.

—¿Quién es? —preguntó.

Alguien respiraba. Y luego colgó.

Leslie negó con la cabeza antes de colgar ella también. Unos segundos más tarde volvió a sonar el teléfono. Esa vez oyó la voz de Stephen.

—¿Leslie? He llamado hace un momento pero comunicabas. Soy yo, Stephen.

—Sí, Stephen, hola. Acabo de recibir una llamada extraña.

Descartó esa idea de su mente. Alguien debía de haberse equivocado de número o había querido gastarle una broma.

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