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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

Dame la mano (30 page)

BOOK: Dame la mano
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—Bueno, no es que haya sido muy agradable —dijo ella mientras se quitaba el abrigo—. Y tampoco es que me vayan de maravilla las cosas. Pero dentro de lo que cabe, estoy bien.

—¿Seguro?

—¡Que sí! —Leslie le quitó la copa de vino de la mano a Stephen y bebió un buen trago—. Qué bien que hayas ido de compras.

—Te he preparado tu plato favorito.

—Eres muy amable. Gracias.

Stephen sonrió.

Leslie pensó de repente: qué bueno es, cuántas molestias. Qué… pelota. Pero de todos modos hemos fracasado como pareja. Él no es el hombre que necesito. El que encaja conmigo. El que quiero tener.

Esa conclusión era absolutamente nueva, le había venido a la cabeza de repente frente a la puerta de la cocina y la dejó muy sorprendida. Stephen y Leslie, la pareja ideal, para toda la vida, que solo había fracasado porque él había tenido un momento de debilidad y había sucumbido a las zalamerías de otra mujer. Stephen había destruido lo indestructible, y Leslie estaba furiosa, no tenía más que ansias de venganza, de marcharse para siempre.

Tal vez se había equivocado. Quizá aquello simplemente había acelerado lo que habría acabado pasando de todos modos, de una manera u otra.

Él se limitó a observar los gestos de ella y reparó en lo agitada que estaba por dentro.

—¿Qué ocurre?

—Nada.

Leslie negó con la cabeza como haría un perro tras salir del agua y vació la copa de un trago. No era el momento de pensar en ello. En sí misma y en Stephen.

—¿Ha pasado algo por aquí? —se limitó a preguntar.

—Ha llamado un tal Brankley. Desde la granja de los Beckett. Están preocupados por Gwen. Le he dado tu número de móvil.

—Lo sé. Ya me ha llamado —dijo Leslie—. Creo que se preocupan en exceso. Gwen seguramente está en la cama con Dave, debe de estar bien.

—Eso sería estupendo, sí. —Stephen dudo un momento, y Leslie notó que había algo más.

—¿Sí?

—Ha habido otra llamada —dijo Stephen, algo incómodo.

Leslie se alarmó enseguida.

—¿No habrá sido…?

—Una llamada anónima —dijo Stephen—. Como la que tú me describiste. Silencio, una respiración y luego han colgado.

Ella lo miró fijamente.

—Pero ¡Fiona está muerta!

—Tal vez quien llama no lo sepa. No puede ser el asesino.

—O bien —dijo Leslie poco a poco— no le basta con haberla matado. Tal vez haya puesto la vista en todos nosotros. En toda la familia.

—Eso es absurdo —replicó Stephen.

Pero no lo dijo muy convencido.

El otro niño.doc (3)
7

¿Cuándo empezó a enfermar Emma? ¿O cuándo nos dimos cuenta de ello? No sabría decirlo. Yo no hacía más que pensar en Chad. Hubo momentos entre el otoño de 1941 y la primavera de 1942 en los que si una bomba alemana hubiera estallado en la granja de los Beckett, yo ni me habría enterado. Estaba enamorada, loca y apasionadamente enamorada, y aparte de eso no había nada que pudiera interesarme. Aún no había cumplido trece años, pero creo que algunos acontecimientos y ciertas particularidades de mi biografía me habían convertido en una chica muy precoz, tal como mi madre ya había manifestado. El hecho de que mi padre bebiera, nuestras constantes necesidades económicas y luego la muerte prematura de mi padre, la guerra, las bombas, aquella noche en el refugio antiaéreo cuando la casa se derrumbó sobre nosotros… La repentina separación de mi madre y por último la sensación de que esta me traicionaba por un hombre al que yo desconocía por completo, todo eso me había robado parte de la infancia, me había robado la inocencia de la infancia. Me sentía adulta. En eso me equivocaba, naturalmente, pero lo cierto es que era más madura de lo que podía esperarse de una chica de doce años. Tanto desde el punto de vista mental como del físico, ya hacía tiempo que me encontraba en plena pubertad.

Chad y yo aprovechábamos cualquier oportunidad para pasar un rato juntos. No era fácil porque yo iba a la escuela y perdía mucho tiempo yendo y viniendo, puesto que el camino era largo. Chad, por su parte, trabajaba de la mañana a la noche para su padre, en la granja. Sin embargo siempre nos las arreglábamos para ausentarnos un rato. Nuestro punto de encuentro era el pequeño rincón de playa rocosa que había abajo, en la bahía, incluso en invierno, expuestos sin ningún tipo de protección al viento del este que soplaba con furia desde el mar y nos congelaba la nariz. Pero a mí me gustaba ese frío penetrante, tal vez porque entonces sentía aún más cálidos los abrazos que Chad me daba y tenía la sensación de encontrarme en un buen puerto.

En esa época no tuvimos relaciones sexuales, creo. No nos atrevimos a tanto. De todos modos, mis sentimientos eran más bien de tipo romántico; todavía no tenía un verdadero deseo carnal o apenas empezaba a notarlo, ya fuera por miedo o por inseguridad o porque se solapaban con unos sentimientos igualmente novedosos para mí. En el caso de Chad, estoy segura de que fue completamente distinto, pero supo conservar la cabeza clara; además, yo le parecía demasiado joven. Cuando llegó la primavera con sus días cálidos y las tardes se alargaron y se hicieron más luminosas, habríamos podido hacer el amor cada vez que teníamos la oportunidad de bajar a nuestra playa «secreta», y más de una vez él sintió la tentación de intentarlo, aunque siempre acababa apartándose de mí y alejándose tanto como podía.

Por lo tanto, la mayoría de las veces nos limitábamos a charlar y, de hecho, siempre sobre los mismos temas. Hoy en día me pregunto cómo no llegamos a hartarnos de ello, pero por aquel entonces todo era muy excitante, incluso aquellas historias tan manidas. A saber: Chad siempre se lamentaba acerca de la guerra y de la circunstancia de que no pudiera participar en ella. Eso le daba una rabia tremenda; a veces llegaba a ponerse furioso, y luego volvía a un estado casi depresivo. Aún recuerdo lo que le dije una vez, tímidamente:

—Pero ¡si te marcharas al frente, ya no podríamos seguir estando juntos!

—Una cosa no tiene nada que ver con la otra —replicó Chad.

—Yo creo que sí. Si estás en la guerra, no puedes estar aquí conmigo. ¡Me moriría de añoranza si te marcharas!

—Tal vez aún no lo comprendas. Aquí lo que está en juego es algo más que tus sentimientos o los míos. Se trata de Inglaterra. Se trata de un dictador terrible que se dedica a atacar a los demás países. ¡Alguien tiene que oponerse a él!

En secreto, yo no creía que el final de Hitler dependiera de si Chad iba al frente o no, pero comprendí en sentido de sus palabras y me limité a no decir nada. Sin embargo, eso me entristeció. Me di cuenta de la diferencia. En la vida de Chad, aparte de mí, había una segunda pasión, algo mayor, tal vez incluso mayor que sus sentimientos por mí.

En mi vida, en cambio, solo estaba él.

En cualquier caso, creo recordar que Emma enfermó a menudo durante el invierno y ya entrada la primavera y, si bien nos dábamos cuenta, no acabábamos de comprender que la frecuencia con la que ocurría era preocupante. Con frecuencia tenía la garganta inflamada; apenas salía de un fuerte resfriado, caía en una bronquitis. El invierno fue especialmente frío y duro, por lo que sin duda contaba con mejorar tan pronto como volviera el tiempo cálido. Pero durante el mes de mayo de 1942, que fue más cálido y seco de lo habitual, lo pasó aquejada de una tos que parecía asfixiarla. Sin embargo, a pesar de la tos y de lo que le costaba respirar, día tras día se levantaba de la cama para trabajar, hasta que le sobrevino una fiebre tan alta que Arvid, que hasta entonces apenas se había preocupado por su esposa, al fin llamó a un médico. Este le diagnosticó una incipiente infección pulmonar y le prescribió un estricto reposo.

—De hecho, debería acudir al hospital, Emma —le aconsejó—, pero no me atrevo a proponérselo porque ya me imagino lo que me responderá.

—No quiero irme de casa —dijo Emma enseguida con la voz ronca.

El médico se volvió hacia mí. Yo le había abierto la puerta de casa, lo había acompañado hasta el piso de arriba y había esperado algo angustiada en el umbral de la puerta de la habitación. Respecto a la pregunta que me planteaba al principio acerca de cuándo habíamos empezado a notar que Emma enfermaba con demasiada frecuencia, ahora que lo pienso, creo saber la respuesta: demasiado tarde, y me daba vergüenza admitirlo.

—Tendrás que ocuparte de Emma —me dijo el médico—. Tendrás que prepararle unos buenos caldos de carne y también procurar que se los tome. Tiene que beber mucha agua. Y que no se mueva de la cama, ¿entendido? No quiero enterarme de que ha ido al piso de abajo a preparar la comida para la familia o a limpiar la casa. Necesita tranquilidad absoluta.

Le prometí que haría todo lo que había dicho. Tenía miedo. Quería cuidar a Emma tanto como fuera posible.

Cuando el médico se hubo marchado, Emma me hizo saber cuál era su mayor preocupación: Nobody, por supuesto.

—Tienes que ocuparte de Brian mientras estoy enferma —susurró—. Por favor, Fiona, no tiene a nadie más. Arvid no lo soporta y para Chad es como si no existiera. Pobrecito, es tan pequeño… —Se puso a toser e intentó respirar desesperadamente, con el rostro deformado por la angustia que le provocaba la asfixia.

Me habría gustado poder decirle que a mí me pasaba lo mismo, que en realidad yo tampoco soportaba a Nobody, y dejarle claro que yo también lo consideraba un cero a la izquierda, pero no podía enfadar a Emma en ese momento.

—Pero ¡si me paso la mitad del día en la escuela! —me limité a exclamar.

—Ya me ocuparé de que Arvid lo vigile mientras tú no estás —dijo Emma con la voz ronca—, pero por las tardes podrías…

—¿Por qué no lo llevamos al orfanato de una vez? De todas formas no puede quedarse aquí para siempre —argüí de mala gana.

Emma cerró los ojos, agotada.

—Si entra en un orfanato, está perdido —murmuró—. Por favor, Fiona…

¿Qué podía hacer? A partir de entonces tendría que llevar a Nobody pegado a mí como una lapa. Arvid lo vigilaba por la mañana y se pasaba el día jurando como un carretero por ello, como si tuviera que paralizarse la actividad en la granja solo porque «el otro niño», que es como lo había bautizado, dependiera de él. Tan pronto como volvía de la escuela, tenía la impresión de que me endosaba a Nobody antes incluso de que pudiera dejar la cartera y lavarme las manos. Nobody irradiaba felicidad nada más verme y se aferraba a mí. Lo tenía a mi lado en todo momento y, aun así, tenía un montón de obligaciones por atender. Debía hacer los deberes de la escuela, preparar la comida, limpiar la casa, dar de comer a las gallinas, recoger los huevos y ocuparme del huerto. Y en todo el tiempo no había manera de librarse de Nobody. Cuando terminaba de arrancar las malas hierbas, me levantaba y me daba la vuelta, chocaba con él porque había estado pegado a mi espalda, devorándome con la mirada. Cuando daba de comer a las gallinas, se me ponía por en medio. Y en la cocina era una auténtica locura, porque yo odiaba cocinar con aquella extraña mirada atenta que parecía luchar por comprender algo, clavada en mis más que inseguros movimientos. Eso me ponía todavía más nerviosa de lo que ya estaba.

Como es de suponer, yo acababa de muy mal humor porque apenas podía ver a Chad. De hecho no podía verlo más que durante las comidas. Incluso cuando en algún momento de la noche terminaba con mis obligaciones, ¿cómo iba a poder reunirme con Chad en la bahía, si seguía llevando a Nobody pegado a mí como una sombra? Una vez lo encerré en su habitación para salir a mis anchas, pero luego me arrepentí nada más regresar a casa: Nobody se había estresado tanto que había acabado mojando los pantalones y vomitando. Tanto él como la habitación desprendían un olor atroz, y el chico tenía la cara completamente hinchada de tanto llorar. Tuve suerte de que Emma no se diera cuenta de ello. Disimuladamente, tuve que quitarle la ropa, meterlo en la bañera y fregar el suelo. Estaba furiosa, y me pregunté por qué Emma no se decidía de una vez a buscar un lugar adecuado para dejar a Brian. A esas alturas ya había quedado claro que sufría un retraso mental, que no podíamos hacer nada más por él y que cada vez supondría una carga mayor.

Para vengarme del trabajo adicional que me supuso todo aquello lo lavé con agua helada, pero no me hizo el favor de quejarse o de echarse a llorar. En cambio, casi me dio la impresión de que de alguna manera agradecía que lo tratara de ese modo, que lo hubiera metido en agua helada y le hubiera sumergido la cabeza durante un buen rato. A pesar de lo que tiritaba debido al frío y de lo azules que tenía los labios, me miraba con los ojos brillantes y en ellos pude leer la devoción y la adoración que sentía por mí.

—Fiona —balbuceó con una sonrisa—. Boby.

—Tú no te llamas Boby —lo abronqué—. ¡Tú te llamas Nobody! ¿Sabes lo que es un Nobody? ¡Un cero a la izquierda! ¡Nada!

Al parecer no comprendía lo que le decía, porque siguió mirándome con esa expresión de júbilo talmente como si le hubiera estado declarando mi amor.

—Boby —repitió él, y luego una y otra vez—: ¡Fiona!

Alargó la mano e intentó agarrarme por el pelo. Yo aparté enseguida la cabeza.

—¡Deja eso! Y ahora sal de la bañera, tengo que secarte.

Obediente, trepó hasta salir y se quedó tiritando y castañeteando los dientes sobre la alfombrilla. Contemplé su delgado cuerpo congelado y tuve algo así como un cargo de conciencia. Había sido una crueldad y una canallada por mi parte haberlo estado mojando con agua helada durante tantos minutos. Al fin y al cabo tampoco se había ensuciado a propósito, sino que todo había sido fruto de la desesperación que le había causado el verse encerrado y solo, como lo había dejado yo durante al menos dos horas. Probablemente había sido víctima de miedos que no puedo siquiera imaginar, pero ¡diablos!, yo estaba a punto de cumplir trece años, estaba enamorada, quería disfrutar un poco de mi vida, al menos. El hecho de tener que cuidar a un chico de nueve o diez años con un claro retraso mental me superaba por completo.

Visto en retrospectiva y sin querer disculparme ni justificar mi conducta, debo decir que mi comportamiento fue bastante normal. De haber sido mi hermano pequeño y, por lo tanto, de haber sido mi obligación cuidar de él, lo habría intentado todo para zafarme de esas obligaciones y a él probablemente lo habría tratado de cualquier manera menos de forma amable. Es lo que habrían hecho la mayoría de las chicas de mi edad. El problema era que Brian no podía defenderse contra todo aquello como un niño normal. Cualquier otro chico se habría desgañitado berreando si lo hubiera encerrado como hice con él. Habría golpeado la puerta, la habría pateado y, al final, en unos minutos habría conseguido que algún adulto lo liberara. Un niño normal tampoco habría soportado que lo bañaran en agua helada. Incluso siendo yo la mayor, habría encontrado sus propios medios y estrategias para rebelarse contra mí.

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