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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

David Copperfield (13 page)

BOOK: David Copperfield
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—Dispénseme; es que estaba buscando al perro.

—¿Al perro? —dijo él—. ¿A qué perro?

—¿No es un perro?

—¿Que si no es un perro?

—Del que hay que tener cuidado porque muerde.

—No, Copperfield —me dijo gravemente—. No es un perro; es un niño. Tengo órdenes, Copperfield, de poner ese cartel en su espalda. Siento mucho tener que empezar con usted de este modo; pero no tengo otro remedio.

Me hizo bajar al suelo y me colgó el cartel (que estaba hecho a propósito para ello) en la espalda como una mochila, y desde entonces tuve el consuelo de llevarlo a todas partes conmigo.

Lo que yo sufrí con aquel letrero nadie lo puede imaginar. Tanto si era posible vérmelo como si no, yo siempre creía que lo estaban leyendo, y no me tranquilizaba el volverme a mirar, pues siempre seguía pareciéndome que alguien lo estaba viendo. El hombre de la pierna de palo, con su crueldad, agravaba mis males. Era una autoridad allí, y si alguna vez me veía apoyado en un árbol, o en la tapia, o en la fachada de la casa, se asomaba a su puerta y me gritaba con voz estentórea:

—¡Eh! Míster Copperfield, enseñe su letrero si no quiere que se lo haga enseñar yo.

El patio de recreo estaba abierto, por la parte de atrás, a las dependencias de la casa, y yo sabía que todas las criadas leían mi letrero, y el panadero, y el carbonero; en una palabra, todo el mundo que iba por la mañana a la hora en que yo tenía orden de pasear por allí; todos leían que había que tener cuidado conmigo, porque mordía. Y recuerdo que positivamente empecé a tener miedo de mí mismo como de un niño salvaje que mordiese.

En aquel patio había una puerta muy vieja, donde los chicos acostumbraban a grabar sus nombres, y que estaba cubierta por completo de inscripciones. En mi miedo a la llegada de los otros niños, no podía leer aquellos nombres sin pensar en el tono con que leerían: «¡Cuidado con él! ¡Muerde!». Había uno, un tal J. Steerforth, que grababa su nombre muy a menudo y muy profundamente y a quien me figuraba leyéndolo a gritos y después tirándome del pelo. Y había otro, un tal Tommy Traddles, de quien temía que se acercara como distraído y después hiciera como que se asustaba de encontrarse a mi lado. A otro, George Demple, me le figuraba leyéndolo cantando. Y me pasaba el tiempo mirando aquella puerta (pequeña y temblorosa criatura) hasta que todos aquellos propietarios de los nombres (eran cincuenta y cuatro, según me dijo míster Mell) quisieran enviarme a Coventry por unanimidad, y gritaran cada uno a su manera: «¡Cuidado con él! ¡Muerde!» .

Lo mismo me ocurría mirando los pupitres y los bancos; lo mismo con las camas del dormitorio desierto, a las que miraba cuando estaba acostado. Todas las noches soñaba: unas, que estaba con mi madre, como de costumbre; otras, que estaba en casa de míster Peggotty, o viajando en la diligencia, o almorzando con mi desgraciado amigo el camarero, y en todas aquellas circunstancias, la gente terminaba asustándose al darse cuenta de que sólo llevaba la ligera camisa de dormir y el letrero.

La monotonía de mi vida y la constante aprensión de la reapertura de la escuela me tenían en una insoportable aflicción. Todos los días tenía que hacer muchos deberes para míster Mell; pero lo hacía bien, pues allí no estaban los dos hermanos Murdstone. Antes y después de mi trabajo, me paseaba, vigilado, como ya he dicho, por el hombre de la pierna de palo. ¡Cómo recuerdo la humedad de la tierra alrededor de la casa, las piedras cubiertas de musgo en el patio, una fuente muy vieja y destrozada, y los descoloridos troncos de algunos árboles raquíticos, que parecía que no podía haber en el mundo otros que hubieran recibido más lluvia y menos sol! A la una comíamos míster Mell y yo en una esquina del largo comedor, lleno de mesas desnudas. Después nos poníamos a trabajar hasta la hora triste del té, que míster Mell tomaba en una taza azul y yo en una de estaño. Todo el día y hasta las siete o las ocho de la noche míster Mell permanecía en su pupitre trabajando sin descanso con plumas, tinta, papel y libros, haciendo las cuentas, según supe después, del último semestre. Cuando, ya por la noche, dejaba su trabajo, armaba la flauta y la tocaba con tanta energía, que yo tenía miedo de que de un soplido fuera a entrar por el gran agujero del instrumento y después saliera por algún agujerillo de las teclas.

Todavía me parece ver a mi pequeña personilla en la habitación apenas iluminada, sentado, con la cabeza entre las manos y escuchando la dolorosa melodía de míster Mell y estudiando. Me veo también con los libros cerrados a mi lado y oyendo a través de aquella música los ruidos habituales de mi casa, o el soplar del viento en la llanura de Yarmouth, y sintiéndome muy triste y muy solo. Me veo metiéndome en la cama, entre todos aquellos lechos solitarios, y sentándome en ella a llorar de deseo por una palabra cariñosa de Peggotty. Y luego, a la mañana, me veo bajando la escalera y mirando a través de un tragaluz, que la ilumina, la campana de la escuela, suspendida en lo alto, con la veleta encima, y pienso en cuándo sonará llamando a J. Steerforth y a todos los demás al trabajo. Y, sin embargo, éste no es mas que un temor secundario, pues lo que me horroriza es el momento en que el hombre de la pierna de palo abra la puerta para dejar pasar al terrible míster Creakle.

Y aunque creo que no soy un chico malo… como sigo llevando el cartel en la espalda…

Míster Mell nunca me hablaba mucho, pero no era malo conmigo. Creo que nos hacíamos mutuamente compañía, aunque no nos habláramos. He olvidado mencionar que él, algunas veces, hablaba solo; entonces rechinaba los dientes, apretaba los puños y se tiraba de los pelos de una manera extraña; pero debía de ser costumbre, y aunque al principio me asustaba mucho, pronto me habitué a ello.

Capítulo 6

Ensancho mi círculo de amistades

Llevaba un mes, poco más o menos, haciendo esta vida, cuando el hombre de la pierna de palo apareció, limpiándolo todo con una escoba y un cubo, lo que deduje eran preparativos para el recibimiento de míster Creakle y sus alumnos. No me había equivocado; y por fin llegó la escoba a la sala de estudio, arrojándonos a míster Mell y a mí, que tuvimos que vivir durante aquellos días donde pudimos y como pudimos, encontrándonos por todas partes con las criadas (que yo antes apenas había visto) constantemente ocupadas en hacernos tragar polvo en tal cantidad que yo no dejaba de estornudar, como si Salem House fuera una enorme tabaquera.

Un día míster Mell me anuncio que míster Creakle llegaba aquella noche. Y por la tarde, después del té, le oí decir que ya había llegado. Un rato antes de la hora de acostarme, el hombre de la pierna de palo se presentó a buscarme para conducirme ante míster Creakle.

La parte de la casa dedicada a vivienda del señor director era mucho mejor y confortable que la nuestra, y tenía un trozo de jardín que era como un edén al lado de nuestro horrible patio de recreo, pues nuestro patio se parecía de tal modo a un desierto en miniatura, que yo pensaba siempre que sólo un camello o un dromedario se sentirían allí como en su casa. Me pareció de un atrevimiento inaudito el darme cuenta de que hasta el pasillo tenía aspecto confortable, mientras me dirigía, temblando, a su presencia. Estaba tan turbado, que al entrar apenas vi a mistress Creakle ni a su hija, que estaban en la habitación. Sólo vi al director. Míster Creakle era un hombre muy grueso, que llevaba un montón de diles en la cadena del reloj. Estaba sentado en un sillón, con un vaso y una botella al lado.

—Así —dijo míster Creakle—, ¿éste es el caballerito a quien tendremos que limar los dientes? ¿A ver? Dé usted la vuelta.

El hombre de la pierna de palo me hizo girar para que pudieran contemplar mi letrero—, y después de tenerme el tiempo suficiente para que lo leyeran, volvió a ponerme frente a míster Creakle, y él se colocó a su lado. El rostro de míster Creakle era verdaderamente feroz: los ojos, muy pequeños y hundidos en la cabeza; las venas de la frente, muy hinchadas; la nariz, pequeña, y la barbilla, grande. Estaba calvo; sólo tenía unos cuantos pelitos grises, que peinaba hacia arriba, uniéndolos en lo alto. Pero lo que más me impresionó entonces fue que no tenía voz; hablaba como en un cuchicheo, y no sé si el trabajo que le costaba hablar o la conciencia de su debilidad le hacía tener más expresión de malo cuando hablaba, y quizá también eso fuese causa de que sus abultadas venas se hincharan todavía más. Ahora no me extraña que al verlo de primeras fuera esta peculiaridad la que más me chocase.

—Y bien —dijo míster Creakle—, ¿tiene usted algo que decirme del chico?

—Todavía no ha hecho nada —dijo el hombre de la pierna de palo—, no ha tenido ocasión.

Me dio la impresión de que a míster Creakle le había defraudado, y que, en cambio, no había defraudado a miss y a mistress Creakle (a quienes por primera vez lanzaba una ojeada).

—Acérquese usted más —me dijo míster Creakle.

—Acérquese usted más —dijo el hombre de la pierna de palo, repitiendo su gesto.

—Tengo el honor de conocer bastante a su padrastro —cuchicheó míster Creakle agarrándome de una oreja—: es un hombre muy digno, un hombre de carácter. Los dos nos conocemos mucho… Pero tú no me conoces, ¿verdad? —repitió míster Creakle, pellizcándome la oreja con feroz complacencia.

—Todavía no, señor —dije con verdadero pánico.

—¿Todavía no?, ¿eh? Pero pronto será.

—Pero pronto será —repitió el hombre de la pierna de palo.

Después he sabido que, por lo general, actuaba, con su voz de trueno, de intérprete de míster Creakle para con sus alumnos.

Estaba muy asustado, y le dije que así lo suponía. Entre tanto, sentía que me ardía la oreja, pues me la pellizcaba cada vez con más fuerza.

—Te voy a decir quién soy —cuchicheó míster Creakle, soltándome por fin, aunque no sin antes retorcerme el pellizco, haciendo que se me saltaran las lágrimas—. Soy un tártaro.

—Un tártaro —dijo el hombre de la pierna de palo.

—Y si digo que haré una cosa, la hago, y si digo que ha de hacerse una cosa, también se hace.

—Si digo que ha de hacerse una cosa, se hace —repitió como un eco el intérprete.

—Soy un carácter decidido —continuó míster Creakle—; eso soy. Cumplo con mi deber; eso es lo único que hago. Y si mi carne y mi sangre se revelan contra mí (y miró a mistress Creakle al decir esto), ya no son mi carne ni mi sangre y reniego de ellos.

Y dirigiéndose al hombre de la pierna de palo añadió:

—Aquel individuo, ¿no ha vuelto por aquí?

—No, señor —fue la contestación.

—No —dijo míster Creakle—, ya sabe él que más le vale así. Me conoce, y hace bien. Digo que es mejor que no vuelva —repitió míster Creakle, dando un puñetazo encima de la mesa y mirando a su mujer—. Ese ya me conoce. Y ahora tú también vas a conocerme, amiguito; puedes marcharte. ¡Llévatelo!

Estaba muy contento de poderme marchar, pues mistress Creakle y su hija se secaban los ojos, y yo estaba sufriendo por ellas y por mí. Sin embargo, como tenía en el pensamiento una petición que le quería hacer y que me interesaba muchísimo, no pude por menos de expresarla, aunque asombrado de mi propia audacia.

—Señor, si usted quisiera…

Míster Creakle murmuró:

—¡Cómo! ¿Qué quiere decir esto?

Y me lanzó un mirada como si quisiera aniquilarme con ella.

—Señor, si usted quisiera… —balbucí—, si usted pudiera perdonarme… Estoy tan arrepentido de lo que hice. Si pudieran quitarme este letrero antes de que lleguen mis compañeros…

No sé si míster Creakle lo hacía por asustarme; pero saltó de la silla con cólera. Yo, al verle así, eché a correr, sin esperar la escolta del hombre de la pierna de palo, y no paré hasta llegar al dormitorio. Allí, al darme cuenta de que no me seguían, me desnudé y acurruqué en la cama, donde estuve temblando durante un par de horas.

A la mañana siguiente llegó míster Sharp. Míster Sharp era el profesor de más categoría, superior a míster Mell. Míster Mell comía con los niños, mientras que míster Sharp comía y cenaba en la mesa del señor director. Era menudo, y me pareció de aspecto delicado; tenía un nariz muy grande, y llevaba siempre la cabeza inclinada hacia un lado, como si fuera demasiado pesada para él. Tenía el pelo abundante y rizado; pero, según me dijo el primer niño que volvió, aquello era peluca (comprada de segunda mano, según decía); también me dijo que todos los sábados por la tarde salía para que se la rizaran.

Todos aquellos datos me los dio Tommy Traddles. Fue el primero en volver, y se me presentó diciendo que su nombre lo podía encontrar grabado en el rincón derecho de la puerta, encima del cerrojo; entonces yo le dije: «¿Traddles?», y él me contestó: «El mismo.» Después me estuvo preguntando muchas cosas más y sobre mi familia.

Fue una suerte muy grande para mí el que Traddles regresara el primero, pues le divirtió tanto mi letrero, que me libró del problema de enseñarlo o de ocultarlo, presentándome a todos los niños que llegaban, fueran grandes o chicos, en la siguiente forma: «¡Eh! ¡Venid aquí y veréis qué comedia!» .

Felizmente también, la mayor parte de los niños volvían tristes y no estaban propicios a divertirse a costa mía, como yo me esperaba.

Claro que algunos gesticularon a mi alrededor como salvajes, y que la mayoría no podía resistir a la tentación de hacer como si me tomasen por un perro, y me acariciaban y mimaban como si tuvieran miedo, diciendo: «¡Abajo, chucho!» , y me llamaban Towser.

Esto, naturalmente, me molestaba mucho y me costaba lágrimas; pero en conjunto fueron menos crueles de lo que me imaginaba.

Así y todo, no me consideraron formalmente admitido en la escuela hasta que hubo llegado James Steerforth. Me condujeron ante aquel muchacho (que tenía fama de saber mucho, y que era muy guapo y, por último, por lo menos seis años mayor que yo) como ante un juez. Debajo de un cobertizo del patio de recreo él inquirió la causa y los detalles de mi cruel castigo, y después tuvo la amabilidad de expresar su opinión diciendo que aquello era una famosa infamia», lo que le agradecí ya para siempre.

—¿Cuánto dinero tienes, pequeño Copperfield? —me dijo paseando conmigo después de juzgar el asunto en aquel tono.

Le dije que siete chelines.

—Te convendría más que lo guardara yo —dijo—. Eso si te parece bien.

Me apresuré a entregárselos, vaciando la bolsa de Peggotty en su mano.

—¿Y no te gustaría gastar en nada ahora? —me preguntó.

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