David Copperfield (37 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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—Me alegrará que lo haga —repuso el doctor.

—¿De verdad?

—Ciertamente.

—Bien; entonces lo haré —dijo el Veterano—; trato hecho.

Supongo que por haber conseguido lo que quería golpeó varias veces la mano del doctor con su abanico, que había besado antes, y se volvió triunfante a su primer asiento.

Después llegó más gente. Entre otros, dos profesores con Adams, y la charla se hizo general y, como es natural, versó sobre Jack Maldon, sobre su viaje, sobre el país donde iba y sus diversos planes y proyectos. Partía aquella noche después de la cena en silla de postas para Gravesen, donde el barco en que iba a hacer el viaje lo esperaba, y a menos de que le dieran permiso, o a causa de la salud, partía para no sé cuántos años. Recuerdo que fue generalmente reconocido que la India era un país calumniado, al que no había nada que objetar más que un tigre o dos y un poco de calor excesivo durante gran parte del día. Por mi parte, miraba a Jack Maldon como a un Simbad moderno y me lo figuraba amigo íntimo de todos los rajás del Oriente, sentado fumando largas pipas de oro, que lo menos tendrían una milla de largas si se hubieran podido desenvolver.

Yo sabía que mistress Strong cantaba muy bien, porque la había oído a menudo cuando estaba sola; pero fuera porque le asustaba cantar delante de gente o porque aquella noche no tenía buena voz, el caso es que no pudo cantar. Intentó un dúo con su primo Maldon, pero no pasó del principio, y después, cuando intentó cantar sola, aunque empezó dulcemente, se apagó su voz de pronto, dejándola confusa, con la cabeza inclinada encima de las teclas.

El buen doctor dijo que estaba nerviosa, y para animarla propuso un juego general de cartas, de lo que entendía tanto como de tocar el trombón; pero vi que el Veterano le tomó bajo su custodia como compañero y le daba lecciones, diciéndole como primera iniciación que le entregara todo el dinero que llevase en el bolsillo.

Fue un juego divertido, no siendo la menor diversión las equivocaciones del doctor, que eran innumerables a pesar de la vigilancia de las mariposas y de su indignación. Mistress Strong había renunciado a jugar, bajo el pretexto de no encontrarse muy bien, y su primo Maldon también se excusó porque todavía tenía algunos paquetes por hacer. Cuando volvió de hacerlos, se sentó a charlar con ella en el sofá. De vez en cuando Annie iba a mirar las cartas del doctor y le aconsejaba una jugada. Estaba muy pálida, estaba muy pálida cuando se inclinaba hacia él, y me pareció que su dedo temblaba al señalar las cartas; pero el doctor era completamente feliz con aquella atención y no se daba cuenta.

La cena no fue tan alegre; todos parecían sentir que una separación de aquella índole era algo embarazoso, y cuanto más se acercaba el momento, más aumentaba la tensión. Jack Maldon intentaba estar muy charlatán, pero no era espontáneo y lo estropeaba todo. Y según me pareció también, lo empeoraba el Veterano recordando continuamente episodios de la infancia de Maldon.

El doctor, convencido sin embargo (estoy seguro) de que había hecho felices a todos, estaba muy contento y no se le ocurría sospechar que pudiera haber alguien que no estuviera alegre.

—Annie querida —dijo mirando su reloj y llenando su vaso—, va a ser la hora de partida de tu primo Jack y no debemos retenerle, pues ni el tiempo ni la marea esperan. Jack Maldon, va usted a emprender un largo viaje a un país extranjero; muchos hombres lo han hecho y muchos lo harán hasta el fin de los tiempos. Los vientos que usted va a afrontar han conducido a cientos y miles de hombres a la fortuna y han vuelto a traer a millares y millares felizmente a su patria.

—Es una cosa realmente conmovedora —dijo mistress Macklheam—, por cualquier lado que se mire, el ver a un muchacho agradable, a quien se conoce desde la infancia, partir para el otro extremo del mundo dejando todo lo que conoce detrás de sí y sin saber lo que le espera. Un joven que hace un esfuerzo semejante merece una protección constante —dijo mirando al doctor.

—El tiempo correrá deprisa para usted, Jack Maldon —prosiguió el doctor— y deprisa para todos nosotros. Algunos difícilmente podemos esperar, siguiendo el curso natural de las cosas, el poder felicitarle a su regreso; sin embargo, lo mejor es tener esperanza, y ese es mi caso. No le cansaré con buenos consejos. Ha tenido usted durante mucho tiempo un buen modelo delante con su prima Annie. Imítela todo lo más que pueda.

Mistress Macklheam se abanicaba moviendo la cabeza.

—Que siga usted bien, Maldon —dijo el doctor poniéndose de pie, con lo que todos nos levantamos—. Le deseo un próspero viaje, una carrera brillante y un feliz regreso a su país.

Todos brindamos por él y todos le estrechamos la mano, después de lo cual se despidió de las señoras y se precipitó a la puerta, donde fue recibido, al subir al coche, por una tremenda descarga de vivas de los alumnos, que se habían reunido allí con aquel objeto.

Corrí para reunirme con ellos y llegué muy cerca del coche en el momento de arrancar, y me causó una impresión muy fuerte, en medio del ruido y del polvo, ver a Jack Maldon con el rostro agitado y algo color cereza entre sus manos.

Después de vitorear también al doctor y a su señora, los chicos se dispersaron, y yo volví a entrar en la casa, donde encontré a todos formando corro alrededor del doctor, discutiendo sobre la marcha de Jack Maldon, sobre su valor, sus emociones y todo lo demás. En medio de todas aquellas observaciones, mistress Mackleham gritó:

—¿Dónde está Annie?

No estaba allí, y cuando la llamaron no contestó. Entonces todos salieron a un tiempo del salón para ver qué pasaba, y nos la encontramos tendida en el suelo del vestíbulo. En el primer momento fue muy grande la alarma; pero enseguida se dieron cuenta de que sólo estaba desmayada y de que empezaba ya a volver en sí con los medios que en esos casos se emplean. El doctor, levantándole la cabeza y apoyándola en sus rodillas, separó los bucles de su frente y dijo mirando a su alrededor:

—¡Pobre Annie! ¡Es tan cariñosa, que la partida de su amigo de la infancia ha sido la causa de esto! ¡Cómo lo siento! ¡Estoy muy disgustado!

Cuando Annie abrió los ojos y vio dónde estaba y que todos la rodeaban, se levantó e inclinó la cabeza en el pecho del doctor, no sé si para apoyarse o para ocultarla, y todos entramos de nuevo en el salón, dejándola con el doctor y con su madre. Pero, al parecer, ella dijo que se encontraba mejor de lo que había estado durante todo el día y quiso volver entre nosotros. La trajeron muy pálida y débil y la sentaron en el sofá.

—Annie, querida mía —dijo su madre arreglándole el traje—; mira, has perdido uno de tus lazos. ¿Quiere alguien ser tan amable de buscarlo? Es una cinta de color cereza.

Era la que llevaba en el pecho. La buscaron, y yo también la busqué por todas partes, estoy seguro; pero nadie consiguió encontrarla.

—¿No recuerdas si la tenías hace un momento, Annie? —dijo su madre.

Me sorprendió cómo, estando tan pálida, pudo ponerse de pronto roja como la grana al contestar que sí la tenía hacía un momento; pero que no merecía la pena buscarla.

Seguimos buscándola sin resultado y, por último, insistió tanto en que no merecía la pena, que las pesquisas se enfriaron. Cuando dijo que se encontraba completamente bien, todos nos levantamos y dijimos adiós.

Volvíamos muy despacio míster Wickfield, Agnes y yo. Agnes y yo admirábamos la luz de la luna; pero míster Wickfield no levantaba los ojos del suelo. Cuando por fin llegamos delante de nuestra puerta, Agnes se dio cuenta de que había olvidado su bolsita de labor. Encantado de poder prestarle algún servicio, volví corriendo a buscarla.

Entré en el comedor, que era donde se la había dejado; estaba oscuro y desierto, pero una puerta de comunicación entre aquella habitación y el estudio del doctor, donde había luz, estaba abierta, y me dirigí allí para decir lo que deseaba y pedir una vela.

El doctor estaba sentado en su butaca al lado de la chimenea y su mujer en un taburete a sus pies. El doctor, con una sonrisa complaciente, leía en alta voz un manuscrito explicación de su teoría sobre aquel interminable diccionario, y ella le miraba; pero con una expresión que no le había visto nunca. Estaba tan bella y tan pálida, tan fija en su abstracción, con una expresión tan completamente salvaje y como sonámbula, en un sueño de horror de no sé qué. Sus ojos estaban completamente abiertos, y sus cabellos castaños caían en dos espesos bucles sobre sus hombros y su blanco traje, desaliñado por la falta de la cinta. Recuerdo perfectamente su aspecto, y todavía hoy no puedo decir lo que expresaba, y me lo pregunto al recordarlo, trayéndolo de nuevo ante mi actual experiencia. ¿Arrepentimiento?, ¿humillación?, ¿vergüenza?, ¿orgullo?, ¿amor?, ¿confianza? Vi todo aquello y, dominándolo todo, vi aquel horror de no sabía qué.

Mi entrada diciendo lo que deseaba le hizo volver en sí y también cambió el curso de las ideas del doctor, pues cuando volví a entrar a devolver la luz, que había cogido de la mesa, le acariciaba la cabeza con ternura paternal, diciéndole que era un egoísta, que abusaba de su bondad leyéndole aquello y que debía marcharse a la cama.

Pero ella le pidió con insistencia que la dejara estar con él, que la dejara convencerse de que poseía toda su confianza (casi balbució estas palabras), y volviéndose hacia él, después de mirarme a mí cuando salía de la habitación, le vi cruzar las manos sobre las rodillas y mirarle con la misma expresión, aunque algo más tranquila, mientras él reanudaba su lectura.

Aquello me impresionó hondamente y lo recordé mucho tiempo después, como tendré ocasión de relatar cuando sea oportuno.

Capítulo 17

Alguien que reaparece

No he vuelto a mencionar a Peggotty desde mi huida; pero, como es natural, le había escrito una carta en cuanto estuve establecido en Dover, y después otra muy larga, conteniendo todos los detalles relatados aquí, en cuanto mi tía me tomó seriamente bajo su protección. Al ingresar en la escuela del doctor Strong le escribí de nuevo detallándole mi felicidad y mis proyectos, y no hubiera tenido ni la mitad de satisfacción gastándome el dinero de míster Dick de la que tuve enviando a Peggotty su media guinea de oro. Hasta entonces no le había contado el episodio del muchacho del burro.

A mis cartas contestaba Peggotty con la prontitud aunque no con la concisión de un comerciante. Toda su capacidad de expresión (que no era muy grande por escrito) se agotó con la redacción de todo lo que sentía respecto a mi huida. Cuatro páginas de incoherentes frases llenas de interjecciones, sin más puntuación que los borrones, eran insuficientes para su indignación. Pero aquellos borrones eran más expresivos a mis ojos que la mejor literatura, pues demostraban que Peggotty había llorado al escribirme. ¿Qué más podía desear?

Me di cuenta al momento de que la pobre mujer no podía sentir ninguna simpatía por miss Betsey. Era demasiado pronto, después de tantos años de pensar de otro modo.

«Nunca llegamos a conocer a nadie —me escribía—, pues pensar que miss Betsey pueda ser tan distinta de lo que siempre habíamos supuesto… ¡Qué lección!» Era evidente que todavía le asustaba mi tía, y aunque me encargaba que le diera las gracias, lo hacía con bastante timidez; era evidente que temía que volviera a escaparme, a juzgar por las repetidas instancias de que no tenía más que pedirle el dinero necesario y meterme en la diligencia de Yarmouth.

En su carta me daba una noticia que me impresionó mucho. Los muebles de nuestra antigua casa habían sido vendidos por los hermanos Murdstone, que se habían marchado, y la casa estaba cerrada, hasta que se vendiera o alquilara. Dios sabe que yo no había tenido sitio en ella mientras ellos habían habitado allí; pero me entristeció pensar que nuestra querida y vieja casa estaba abandonada, que las malas hierbas crecerían en ella y que las hojas secas invadirían los senderos. Me imaginaba el viento del invierno silbando alrededor, la lluvia fría cayendo sobre los cristales de las ventanas y la luna llenando de fantasmas las paredes vacías y velando ella sola. Pensé en la tumba debajo de los árboles y me pareció como si la casa también hubiera muerto y todo lo relacionaba con mis padres desaparecidos.

No había más noticias en la carta de Peggotty aparte de que Barkis era un excelente marido, según decía, aunque seguía un poquito agarrado; pero todos tenemos nuestros defectos, y ella también estaba llena de ellos (yo estoy seguro de no haberle conocido ninguno). Barkis me saludaba y me decía que mi habitacioncita siempre estaba dispuesta. Míster Peggotty estaba bien, y Ham también, y mistress Gudmige seguía como siempre, y Emily no había querido escribirme mandándome su cariño, pero decía que me lo enviara Peggotty de su parte.

Todas estas noticias se las comunicaba yo a mi tía como buen sobrinito, evitando sólo nombrar a Emily, pues instintivamente comprendía que a mi tía le haría poca gracia. Al principio de mi ingreso a la escuela, miss Betsey fue en varias ocasiones a Canterbury a verme, siempre a las horas más intempestivas, con la idea, supongo, de sorprenderme en falta. Pero como siempre me encontraba estudiando y con muy buena fama, oyendo en todas partes hablar de mis progresos, pronto interrumpió sus visitas. Yo la veía un sábado cada tres o cuatro semanas, cuando iba a Dover a pasar un domingo, y a míster Dick lo veía cada quince días, los miércoles. Llegaba en la diligencia a mediodía para quedarse hasta la mañana siguiente.

En aquellas ocasiones míster Dick nunca viajaba sin su neceser completo de escritorio conteniendo buena provisión de papel y su Memoria, pues se le había metido en la cabeza que apremiaba el tiempo y que realmente había que terminarla cuanto antes.

Míster Dick era muy aficionado a las galletas, y mi tía, para hacerle los viajes aún más agradables, me había dado instrucciones para abrirle crédito en una confitería; lo que se hizo estipulando que no se le serviría más de un chelín en el curso de un día. Esto y la referencia de que ella pagaba las pequeñas cuentas del hotel donde pasaba la noche me hicieron sospechar que sólo le dejaba sonar el dinero en el bolsillo; pero gastarlo, nunca. Más adelante descubrí que así era, o por lo menos que había un arreglo entre él y mi tía, a quien tenía que dar cuenta de todo lo que gastase, y como él no tenía el menor interés en engañarla y siempre estaba deseando complacerla, era muy moderado en sus gastos. En este punto, como en tantos otros, míster Dick estaba convencido de que mi tía era la más sabia y admirable de todas las mujeres, y me lo repetía a todas horas en el mayor secreto y siempre en un murmullo.

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