David Copperfield (131 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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—¿Y mistress Gudmige? —le pregunté.

Hay que creer que habíamos tocado una cuerda sensible, pues míster Peggotty se echó a reír y se frotó las piernas con las manos, de arriba abajo, como hacía antes en el viejo barco cuando estaba de buen humor.

—Me creerán si quieren; pero también la han pedido en matrimonio. ¡Si el cocinero de un barco, que ha ido a establecerse allí, señorito Davy, no ha pedido a mistress Gudmige en matrimonio, que me ahorquen! ¿Qué más puedo decirles?

Nunca he visto a Agnes reír de tan buena gana. El entusiasmo súbito de míster Peggotty la divertía de tal modo, que no podía contenerse, y cuanto más reía, más me hacía reír, y más crecía el entusiasmo de míster Peggotty, y más se frotaba éste las piernas.

—¿Y qué le ha contestado mistress Gudmige? —pregunté cuando recobré un poco de serenidad.

—Pues bien; en lugar de contestarle: «Muchas gracias, se lo agradezco mucho, pero no quiero cambiar de estado a mi edad», mistress Gudmige cogió una jarra llena de agua, que tenía a su lado, y se la vació en la cabeza. El desgraciado cocinero empezó a pedir socorro con todas sus fuerzas.

Y míster Peggotty se echó a reír, y nosotros con él.

—Pero debo decir, para hacer justicia a esa excelente criatura —prosiguió, enjugándose los ojos, que le lloraban de tanto reír—, que ha cumplido todo lo prometido, y más todavía. Es la mujer más amable, más fiel y más honrada que existe, señorito Davy. No se ha quejado ni una sola vez de estar sola y abandonada, ni siquiera cuando hemos tenido que trabajar tanto al desembarcar. En cuanto al «viejo», ya no piensa en él, se lo aseguro, desde su salida de Inglaterra.

—Ahora —dije—, hablemos de míster Micawber. ¿Sabe usted que ha pagado todo lo que debía aquí, hasta el pagaré de Traddles? ¿Lo recuerdas, mi querida Agnes? Por consecuencia, debemos suponer que ha tenido éxito en sus empresas. Pero denos usted noticias suyas.

Míster Peggotty metió, sonriendo, la mano en el bolsillo de su chaleco y, sacando un paquete muy bien doblado, desplegó con el mayor cuidado un periódico chiquito, de aspecto muy cómico.

—Tengo que decirle, señorito Davy, que hemos dejado el bosque y que ahora vivimos cerca del puerto de Middlebay, donde hay lo que podríamos llamar una ciudad.

—¿Y míster Micawber, estuvo con ustedes en el bosque?

—Ya lo creo —dijo míster Peggotty—, y de muy buena gana. Nunca he visto nada semejante. Le veo todavía, con su cabeza calva, inundada de sudor de tal modo, bajo un sol ardiente, que me parecía que se iba a derretir. Ahora es magistrado.

—¿Magistrado? —dije.

Míster Peggotty señaló con el dedo un párrafo del periódico, donde leí lo que sigue, del Port Middlebay Times:

El banquete ofrecido a nuestro eminente colono y conciudadano Wilkins Micawber, magistrado del distrito de Port Middlebay, ha tenido lugar ayer, en la gran sala del hotel, donde había una multitud ahogante. Se calcula que no había menos de cuarenta y seis personas en la mesa, sin contar a todos los que llenaban corredores y escaleras. La sociedad más escogida de Middlebay se había dado cita para honrar a este hombre tan notable, tan estimado y tan popular. El doctor Mell (de la Escuela Normal de Salem House Port Middlebay) presidía el banquete; a su derecha estaba sentado nuestro ilustre huésped. Cuando, después de quitar los manteles y de ejecutar de una manera admirable nuestro himno nacional de Non nobis, en el cual se ha distinguido principalmente la voz metálica del célebre aficionado Wilkins Micawber, hijo, se ha brindado, según costumbre de todo fiel ciudadano, entre las aclamaciones de la asamblea, de asentimiento, el doctor Mell lo ha hecho por la salud de nuestro ilustre huésped, ornato de nuestra ciudad: «¡Ojalá no nos abandone, si no es para engrandecerse todavía mas, y ojalá su éxito entre nosotros sea tal que resulte imposible elevarle más alto!». Nada podrá describir el entusiasmo con que fue recibido este brindis. Los aplausos crecían, rodando con impetuosidad, como las olas en el océano. Por fin se consiguió el silencio, y Wilkins Micawber se levantó para dar las gracias. No trataremos, dadas las malas condiciones acústicas del local, de seguir a nuestro elocuente conciudadano en los diferentes períodos de su respuesta, adornada con las flores más elegantes de la oratoria. Nos bastará decir que era una obra maestra de elocuencia, y que las lágrimas llenaron los ojos de todos los asistentes cuando, aludiendo al principio de su feliz carrera, ha suplicado a los jóvenes presentes entre el auditorio que nunca se dejasen arrastrar a contraer compromisos pecuniarios que les fuera imposible cumplir. Se ha vuelto a brindar por el doctor Mell y por mistress Micawber, que ha dado las gracias, con un gracioso saludo, desde la gran puerta, donde una gran cantidad de jóvenes bellezas estaban subidas en las sillas para admirar y embellecer a la vez el conmovedor espectáculo. También se brindó por mistress Pidger Begs (antes, miss Micawber), por mistress Mell, por Wilkins Micawber, hijo (que ha hecho reír a toda la asamblea al pedir permiso para expresar su agradecimiento con una canción mejor que con un discurso), por la familia entera de míster Micawber (bien conocido en su madre patria, es inútil nombrarla, por lo tanto), etc., etc. Al fin de la sesión, las mesas desaparecieron como por encanto, para dejar sitio a los aficionados al baile. Entre los discípulos de Terpsícore, que no han dejado de bailar hasta que el sol les ha recordado la hora de retirarse, se ha podido observar a Wilkins Micawber, hijo, y a la encantadora miss Helena, la cuarta hija del doctor Mell.

Leí con gusto el nombre del doctor Mell, y estaba encantado de descubrir en tan brillante situación a míster Mell, el maestro, el antiguo sufrelotodo del funcionario de Middlesex, cuando míster Peggotty me indicó otra página del mismo periódico, donde leí:

A DAVID COPPERFIELD

EL EMINENTE AUTOR

Mi querido amigo:

Han pasado muchos años desde que podía contemplar con mis ojos los rasgos, ahora familiares a la imaginación, de una considerable porción del mundo civilizado.

Pero, amigo mío, aunque esté privado, por un concurso de circunstancias que no dependen de mí, de la compañía del compañero de mi juventud, no he dejado de seguirle con el pensamiento en el rápido impulso que ha tomado su vuelo. Nada ha podido impedirme, ni aun el océano, que nos separa tempestuoso (BURNS.) el que participara de las fiestas intelectuales que nos ha prodigado.

No puedo dejar salir de aquí a un hombre que estimamos y respetamos los dos, mi querido amigo, sin aprovechar esta ocasión pública de darle las gracias en mi nombre, y, no temo decirlo, en el de todos los habitantes de Port Middlebay, por el placer de la ciudad de que es usted poderoso agente.

Adelante, amigo mío. Usted no es desconocido aquí; su talento es apreciado. Aunque relegado en un país lejano, no hay que creernos por eso, como dicen nuestros detractores, ni indiferentes ni melancólicos. ¡Adelante, amigo mío; continúe su vuelo de águila! Los habitantes de Port Middlebay le seguirán a través de las nubes, con delicia y con afán de instruirse.

Y entre los ojos que se levantarán hacia usted desde esta región del globo, mientras tengan luz y vida, estará los pertenecientes a

WILKINS MICAWBER,Magistrado.

Recorriendo las otras páginas del periódico descubrí que míster Micawber era uno de los corresponsales más activos y más estimados. Había otra carta suya relativa a la construcción de un puente. Había también el anuncio de una nueva edición de la colección de sus obras maestras epistolares, en un bonito volumen, considerablemente aumentado; y, o mucho me equivoco, o el artículo de fondo era también de su mano.

Mientras míster Peggotty estuvo en Londres hablamos muchas veces de míster Micawber; pero sólo estuvo un mes. Su hermana y mi tía vinieron a Londres para verle, y Agnes y yo fuimos a decirle adiós, a bordo del navío, cuando se embarcó. Ya no volveremos a decirle adiós en la tierra.

Pero antes de dejar Inglaterra, fue conmigo a Yarmouth para ver la lápida que yo había hecho colocar en el cementerio, en recuerdo de Ham. Mientras que, a petición suya, copiaba yo la corta inscripción que estaba grabada en ella, le vi inclinarse y coger de la tumba un poco de musgo.

—Es para Emily —me dijo, guardándoselo en el pecho—; se lo he prometido, señorito Davy.

Capítulo 24

Última mirada retrospectiva

Y ahora que ha terminado mi historia, vuelvo por última vez mi vista atrás, antes de cerrar estas páginas.

Me veo con Agnes a mi lado, continuando nuestro viaje por la vida. Nos rodean nuestros hijos y amigos, y a veces, a lo largo del camino me parece oír voces que me son queridas.

¿Cuáles serán los rostros que más me atraen entre esa multitud de voces? Aquí están, se me acercan para contestar a mi pregunta.

Primero, mi tía, con sus gafas, un poco más gordas. Tiene ya más de ochenta años; pero sigue tan tiesa como un huso, y aun en invierno anda sus seis millas a pie, de un tirón.

Con ella está siempre mi querida y vieja Peggotty, que también lleva gafas; y por la noche se pone al lado de la lámpara, con la aguja en la mano, y no coge nunca la labor sin poner encima de la mesa su pedacito de cera, su metro dentro de la casita y su caja de labor, cuya tapa tiene pintada la catedral de Saint Paul.

Las mejillas y los brazos de Peggotty, antes tan duros, que en mi infancia me sorprendía el que los pájaros no los picasen mejor que a las manzanas, se han empequeñecido; y sus ojos, que oscurecían con su brillo todo el resto de la cara, se han empañado algo (aunque brillan todavía). Sólo su dedo índice, tan áspero, es siempre el mismo, y cuando veo al más pequeño de mis hijos agarrarse a él, tambaleándose, para ir de mi tía a ella, recuerdo nuestro gabinete de Bloonderstone y los tiempos en que apenas yo mismo sabía andar. Mi tía, por fin, se ha consolado de su desilusión; es madrina de una verdadera Betsey Trotwood de carne y hueso, y Dora (la que viene después) pretende que la tía la mime.

Hay algo que abulta mucho en el bolsillo de Peggotty. Es nada menos que el libro de los cocodrilos; está en bastante mal estado; muchas hojas están arrancadas y vueltas a sujetar con un alfiler; pero Peggotty se lo enseña todavía a los niños como una preciosa reliquia. Nada me divierte tanto como ver en la segunda generación mi rostro de niño, levantando hacia mí sus ojos maravillados con las historias de los cocodrilos. Eso me hace acordarme de mi antiguo amigo Brooks de Shefield.

En medio de mis hijos, en un hermoso día de verano, veo a un anciano que lanza cometas, y las sigue con la mirada, con una alegría que no se puede expresar. Me acoge radiante y me hace una multitud de señas misteriosas:

—Trotwood, sabrás que cuando no tenga otra cosa que hacer acabaré la Memoria, y que tu tía es la mujer más admirable del mundo.

¿Quién es esa señora que anda encorvada apoyándose en un bastón? Reconozco en su rostro las huellas de una belleza altiva que ya pasó, y que trata de luchar todavía contra la debilidad de su inteligencia extraviada. Está en un jardín. A su lado hay una mujer brusca, sombría, ajada, con una cicatriz en los labios. Oigamos lo que dicen:

—Rosa, he olvidado el nombre de este caballero.

Rosa se inclina hacia ella y le anuncia a míster Copperfield.

—Me alegro mucho de verle, caballero, y siento mucho observar que está usted de luto. Espero que el tiempo le traerá algún consuelo.

La persona que la acompaña la regaña por su distracción.

—No está de luto; fíjese usted —y trata de sacarla de sus sueños.

—¿Ha visto usted a mi hijo, caballero? ¿Se han reconciliado ustedes?

Después, mirándome con fijeza, lanza un gemido y se lleva la mano a la frente; exclama con voz terrible:

—¡Rosa, ven aquí; ha muerto!

Y Rosa, arrodillada delante de ella, le prodiga a la vez sus caricias y sus reproches; o bien exclama, con amargura: «Yo le amaba más de lo que usted le amaba»; o se esfuerza en hacerla dormir sobre su pecho, como a un niño enfermo. Así las he dejado, y así las encuentro siempre; así de año en año transcurren sus vidas.

Un barco vuelve de la India. ¿Quién es esa señora inglesa casada con un viejo creso escocés? ¿Será, por casualidad, Julia Mills?

Sí; es Julia Mills, siempre esbelta, con un hombre negro que le entrega las cartas en un platillo dorado, y una mulata vestida de blanco, con un pañuelo brillante en la cabeza, que le sirve su Tiffin en su sala de estar. Pero Julia no escribe ya su diario, no canta ya el funeral del amor; no hace más que pelearse sin cesar con su viejo creso escocés, una especie de oso amarillo. Julia está sumergida en dinero hasta el cuello; nunca habla ni sueña con otra cosa. Me gustaba más «en el desierto de Sahara».

Mejor dicho, ahora es cuando está en el desierto de Sahara. Pues Julia, aunque tiene una casa preciosa, aunque tiene escogidas amistades y da todos los días magníficas comidas, no ve a su alrededor retoños verdeantes ni el más pequeño capullo que prometa para un día flores o fruto. Sólo ve lo que llama «su sociedad». Míster Jack Maldon, que desde lo alto de su grandeza pone en ridículo la mano que le ha elevado y me habla del doctor como de una antigualla muy divertida. ¡Ah, Julia! Si la sociedad sólo se compone para ti de caballeros y damas semejantes; si el principio sobre el que reposa es ante todo una indiferencia confesada por todo lo que puede avanzar o retrasar el progreso de la humanidad, hubieses hecho mejor, yo creo, perdiéndote «en el desierto de Sahara»; al menos habrías tenido la esperanza de salir de él.

Pero aquí está el buen doctor, nuestro anciano amigo; trabaja en su Diccionario (está en la letra d). ¡Qué dichoso es entre su mujer y sus libros! También está con él el Veterano; pero ha perdido poder y está muy lejos de tener la influencia de antes.

Y este otro hombre atareado, que trabaja en el Templo, con los cabellos (por lo menos los que le quedan) más recalcitrantes que nunca, gracias al roce constante de su peluca de abogado, es mi buen, mi antiguo amigo Traddles. Tiene la mesa cubierta de papeles, y le digo, mirando a mi alrededor:

—Si Sofía fuera todavía tu escribiente, Traddles, tendría un trabajo terrible.

—Es verdad, mi querido Copperfield; pero ¡qué buenos días los de Holtorn Court!, ¿no es cierto?

—Cuando ella lo aseguraba que un día serías juez, aunque no fuera aquella la opinión más general.

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