David Copperfield (71 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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—Porque es imposible; sería una deshonra para mi hijo; no puede usted ignorar que está muy por debajo de él.

—Levántenla hasta ustedes —dijo míster Peggotty.

—Es ignorante y sin educación.

—Quizá sí, quizá no; pero no lo creo, señora —dijo míster Peggotty—; sin embargo, como no soy juez en esas cosas, enséñenla lo que no sepa.

—Puesto que me obliga usted a hablar con mayor claridad (y siento tener que hacerlo), su familia es demasiado humilde para que una cosa semejante sea verosímil, aunque no hubiera ningún otro obstáculo.

—Escúcheme usted, señora —dijo míster Peggotty lentamente y muy serio—; usted sabe cómo se quiere a un hijo; yo también. Si fuera hija mía no la podría querer más. Pero usted no sabe lo que es perder un hijo y yo sí lo sé. Todas las riquezas del mundo, si fueran mías, no me costarían nada para rescatarla. Arránquela al deshonor, y yo le doy mi palabra de que no tendrá que temer el oprobio de verse unida a mi familia. Ninguno de los que han vivido con ella y la han considerado como su tesoro durante tantos años volverá a ver nunca su lindo rostro. Renunciaremos a ella, nos contentaremos con recordarla, como si estuviera muy lejos, bajo otro cielo; nos contentaremos con confiarla a su marido y a sus hijos, quizá, y esperaremos para volver a verla en el momento en que todos seremos iguales ante Dios.

La sencilla elocuencia de sus palabras no dejó de producir efecto. Mistress Steerforth persistía en su actitud altanera, pero su tono se había dulcificado un poco al contestarle:

—No justifico nada. No acuso a nadie, y siento tener que repetir que no es posible. Un matrimonio así destruiría sin esperanza el porvenir de mi hijo. Eso no puede ser y no será; esté usted seguro. Si hay alguna otra compensación…

—Estoy viendo un rostro que me recuerda por su parecido al que he visto frente a mí —interrumpió míster Peggotty, con mirada firme y brillante— en mi casa, al lado de mi fuego, en mi barco, en todas partes, con sonrisa de amigo, en el momento en que meditaba una traición tan negra, que casi me vuelvo loco cuando lo recuerdo. Si el rostro que se parece a aquel no se pone rojo como el fuego ante la idea de ofrecerme dinero a cambio de la pérdida y la ruina de mi niña, es que no vale más que el otro; quizá vale todavía menos, puesto que es el de una mujer.

Mistress Steerforth cambió de actitud al momento. Enrojeció de cólera y dijo con altanería, apretando el brazo de su sillón:

—¿Y usted qué compensación me ofrece por el abismo que ha abierto entre nosotros? ¿Qué es su cariño comparado con el mío? ¿Qué es su separación al lado de la nuestra?

Miss Dartle la tocó suavemente e inclinó la cabeza para hablarla en voz baja; pero ella no la escuchó.

—No, Rose; ni una palabra. ¡Quiero que este hombre me oiga hasta el final! Mi hijo, que ha sido el único objeto de mi vida, a quien estaban consagrados todos mis pensamientos, a quien no he negado un solo capricho desde su infancia, con el que he vivido una existencia común desde su nacimiento, ¡enamorarse en un instante de una miserable muchacha y abandonarme! ¡Recompensarme de mi confianza con una decepción sistemática por amor a esa chica y dejarme por ella! ¡Sacrificar a ese odioso capricho el derecho que tiene su madre a su respeto, a su afecto, a su obediencia, a su gratitud; los derechos que cada día y cada hora de su vida debían haberle sido sagrados! ¿No es también ese un daño irreparable?

De nuevo Rose Dartle trató de tranquilizarla, pero fue en vano.

—Te lo repito, Rose, ¡cállate! Si mi hijo es capaz de exponerlo todo por el capricho más frívolo, yo también puedo hacerlo por un motivo más digno de mí. ¡Que vaya donde quiera con los recursos que mi amor le ha proporcionado! ¿Cree que me dominará con una ausencia larga? ¡Conoce muy poco a su madre si cuenta con ello! ¡Que renuncie al momento a ese capricho y será bienvenido! Si no renuncia al instante, que no intente volver a acercarse a mí, ni vivo ni moribundo, mientras pueda levantar la mano para oponerme, hasta que se olvide de ella para siempre y venga humildemente a pedirme perdón. ¡Ese es mi derecho! ¡Ese es el abismo que han abierto entre nosotros! Y digan, ¿no es un daño irreparable? —dijo mirando a su visitante con la misma expresión altanera de los primeros momentos.

Oyendo y viendo a la madre mientras pronunciaba aquellas palabras me parecía oír y ver a su hijo responderle con un desafío. Encontraba en ella todo lo que había en él de terquedad y obstinación. Todo lo que había podido apreciar por mí mismo de la energía mal dirigida de Steerforth me hacía comprender mejor el carácter de su madre. Veía claramente que sus almas, en su violencia salvaje, iban al unísono.

Mistress Steerforth me dijo entonces que le parecía una pérdida de tiempo seguir hablando y que deseaba poner fin a la entrevista. Se levantó con dignidad para dejar la habitación, pero míster Peggotty dijo que era inútil.

—No tema usted que le estorbe, señora; no tengo nada más que decir —añadió dando un paso hacia la puerta—. He venido aquí sin esperanzas y sin esperanzas me voy. He hecho lo que creía que debía hacer; pero no esperaba nada de mi visita. Esta casa maldita ha hecho demasiado daño a los míos para que pueda razonablemente esperar algo.

Y salimos, dejándola de pie al lado de su butaca, como si estuviera posando para un retrato de noble actitud, con un bello rostro.

Para salir teníamos que atravesar una galería de cristales que servía de vestíbulo; una parra la cubría por completo con sus hojas; hacía un tiempo hermoso, y las puertas que daban al jardín estaban abiertas. Rose Dartle entró por allí sin ruido, en el momento en que pasábamos, y se dirigió a mí.

—Ha tenido usted una idea feliz —dijo— con traer a este hombre aquí.

Nunca hubiera creído que ni aun en aquel rostro se pudiera encontrar una expresión de rabia y de desprecio como la que oscurecía sus rasgos y resplandecía en sus ojos negros. La cicatriz del martillo estaba, como siempre en esos accesos, muy acusada. El temblor nervioso que yo había observado ya la agitaba todavía, y trataba de ocultarlo.

—¡Qué bien ha escogido usted a su hombre para traerle aquí y servirle de campeón!, ¿no es verdad? ¡Qué amigo fiel!

—Miss Dartle —repuse—, seguramente no es usted tan injusta como para acusarme a mí en este momento.

—¿Para qué viene usted a separar a estas dos criaturas insensatas? —replicó ella—. ¿No ve usted que están locos los dos de terquedad y orgullo?

—¿Es culpa mía acaso? —repliqué.

—Sí; es su culpa. ¿Por qué ha traído usted ese hombre aquí?

—Es un hombre al que han hecho mucho daño, mis Dartle —respondí—; quizá no lo sabe usted.

—Sé que James Steerforth —dijo apretando la mano contra su pecho, como para impedir que estallara la tormenta que reinaba en él— tiene un corazón pérfido y corrompido; sé que es un traidor. Pero ¿qué necesidad tengo de preocuparme ni de saber lo que concierne a este hombre ni a su miserable sobrina?

—Miss Dartle —repliqué—, envenena usted la llaga, y demasiado profunda es ya. Solamente le repito, al dejarla, que no le hace justicia.

—No hago ninguna injusticia; uno de tantos miserables sin honor; en cuanto a ella, querría que la azotaran.

Míster Peggotty pasó sin decir una palabra y salió.

—¡Oh! Es vergonzoso, miss Dartle; es vergonzoso —le dije con indignación—. ¿,Cómo tiene usted corazón para pisotear así a un hombre destrozado por un dolor tan poco merecido?

—Querría pisotearlos a todos —replicó—. Querría ver su casa destruida de arriba abajo. Querría que marcaran a su sobrina el rostro con un hierro candente, que la cubrieran de harapos y la arrojaran a la calle para morir de hambre. Si tuviera el poder de juzgarla, he aquí lo que mandaría que le hicieran; no, no; he aquí lo que le haría yo misma. ¡La odio, la odio! Si pudiera echarle en cara su situación infame, iría al fin del mundo para hacerlo. Si pudiera perseguirla hasta la tumba, lo haría. Si a la hora de su muerte hubiera una palabra que pudiera consolarla y no hubiera nadie en el mundo que la supiera más que yo, moriría antes que decírsela.

Toda la vehemencia de aquellas palabras sólo puede dar una idea muy imperfecta de la pasión que la poseía y que brillaba en toda su persona, aunque había bajado la voz en lugar de elevarla. Ninguna descripción podría expresar el recuerdo que he conservado de ella en aquella embriaguez de furor. He visto la cólera bajo muchas formas, pero nunca la he visto bajo aquella.

Cuando alcancé a míster Peggotty bajaba la colina lentamente, con aire pensativo. Me dijo que, teniendo ya el corazón tranquilo de lo que había querido intentar en Londres, tenía la intención de emprender aquella misma noche sus viajes. Le pregunté adónde pensaba ir, y únicamente me respondió:

—Voy a buscar a mi sobrina, míster Davy.

Llegamos a su alojamiento, encima de la tienda de velas, y allí pude repetir a Peggotty lo que me había dicho. Ella, a su vez, me dijo que lo mismo le había dicho a ella por la mañana. No sabía más que yo dónde iría; pero pensaba que debía de tener algún proyecto en la cabeza.

No quise dejarle en aquellas circunstancias, y comimos los tres reunidos una empanada de buey, que era uno de los platos maravillosos que hacían honor al talento de Peggotty, y cuyo perfume incomparable estaba todavía realzado (lo recuerdo divinamente) por un olor compuesto de té, de café, de mantequilla, de tocino, de queso, de pan tierno, de madera quemada, de velas y de salsa de setas que subía de la tienda sin cesar. Después de comer nos sentamos al lado de la ventana durante cosa de una hora, sin hablar apenas; después míster Peggotty se levantó, cogió su saco de hule y su cantimplora y los puso encima de la mesa.

Aceptó como anticipo de su herencia una pequeña suma, que su hermana le dio en dinero contante; apenas lo necesario para vivir un mes me pareció. Prometió escribirme si llegaba a saber algo, y después, pasando la correa de su saco por su hombro, cogió su sombrero y su bastón y nos dijo a los dos: «Hasta la vista».

—¡Que Dios lo bendiga, mi querida vieja! —dijo abrazando a Peggotty—. Y a usted también, míster Davy —añadió estrechándome la mano—. Voy a buscarla por el mundo. Si volviera mientras yo no esté aquí (pero, ¡ay!, no es nada probable), o si yo la trajera, mi intención es irme a vivir con ella donde nadie pueda dirigirle el menor reproche; si me sucediera alguna desgracia, acordaos que las últimas palabras que he dicho para ella son: «Que dejo a mi querida niña todo mi cariño inquebrantable y mi perdón».

Dijo esto en tono solemne, con la cabeza desnuda; después, volviendo a ponerse el sombrero, se alejó. Le seguimos hasta la puerta. La tarde era cálida y había mucho polvo. El sol poniente lanzaba raudales de luz sobre la calle, y el ruido constante de pasos se había ensordecido un momento en la gran calle a que desembocaba nuestra callejuela. Dio vuelta a la esquina de la calleja sombría, entró en la luz deslumbrante y desapareció.

Rara vez veía llegar aquella hora de la tarde, rara vez al despertarme de noche y ver la luna y las estrellas, o si escuchaba caer la lluvia o soplar el viento, dejaba de pensar en el pobre peregrino, que iba solo por los caminos, y recordaba sus palabras:

«Voy a buscarla por el mundo. Si me ocurriera una desgracia, acordaos de que las últimas palabras que he dicho para ella son: "Dejo a mi niña querida todo mi cariño inquebrantable y mi perdón".»

Capítulo 13

Felicidad

Durante todo aquel tiempo había seguido amando a Dora más que nunca. Su recuerdo me servía de refugio en mis contrariedades y mis penas, y hasta me consolaba de la pérdida de mi amigo. Cuanta más compasión tenía de mí mismo más piedad sentía por los demás y más buscaba el consuelo en la imagen de Dora. Cuanto más lleno me parecía el mundo de decepciones y de penas, más se levantaba la estrella de Dora, pura y brillante, por encima de él. No creo que tuviera una idea muy clara de la patria donde Dora había nacido, ni del sitio encumbrado que ocupaba en la escala de arcángeles y serafines; pero sé que hubiera rechazado con indignación y desprecio el pensamiento de que pudiera ser una criatura humana como todas las demás señoritas.

Sí; puedo expresarme así; estaba absorto en Dora, pues no sólo estaba enamorado de ella hasta perder la cabeza, sino que era un amor que penetraba todo mi ser. Se hubiera podido sacar de mí (es una comparación) el amor suficiente para ahogar en él a un hombre, y todavía hubiera quedado bastante para inundar mi existencia entera.

Lo primero que hice por mi propia cuenta al volver a Londres fue ir por la noche a pasearme a Norwood, donde, según los términos de un respetable enigma que me propusieron en la infancia, «di la vuelta a la casa sin tocar nunca la casa». Creo que este difícil problema se aplica a la luna. Sea como sea, yo, el esclavo fanático de Dora, di vueltas alrededor de la casa y del jardín durante dos horas, mirando a través de las rendijas de las empalizadas y llegando con esfuerzos sobrehumanos a pasar la barbilla por encima de los clavos oxidados que guarnecían la parte altar enviando besos a las luces que aparecían en las ventanas, haciendo a la noche súplicas románticas para que tomara en su mano la defensa de mi Dora… no sé bien contra quién: sería contra un incendio; quizá contra los ratones, que le daban mucho miedo.

Mi amor me preocupaba de tal modo y me parecía tan natural confiarle todo a Peggotty cuando la volví a encontrar a mi lado por la noche con todos sus antiguos enseres de costura, pasando revista a mi guardarropa, que después de muchos circunloquios le comuniqué mi secreto. Peggotty se interesó mucho por ello; pero no conseguí que considerase la cuestión desde el mismo punto de vista que yo. Tenía prejuicios atrevidísimos en mi favor, y no podía comprender mis dudas y mi abatimiento.

—La joven podía darse por muy satisfecha con tener semejante adorador —decía—, y en cuanto a su papá, ¿qué mas podía apetecer aquel señor que se lo dijeran?

Observé, sin embargo, que el traje de procurador y el cuello almidonado de míster Spenlow le imponían un poco, inspirándole algún respeto por el hombre en el que yo veía todos los días y cada vez más una criatura etérea que me parecía despedir rayos de luz mientras estaba sentado en el Tribunal, en medio de sus carpetas, como un faro destinado a iluminar un océano de papeles. Recuerdo también otra cosa que me pasaba mientras estaba sentado entre los señores del Tribunal. Pensaba que todos aquellos viejos jueces y doctores no se preocuparían siquiera de Dora si la conocieran, y que no se volverían locos de alegría si les propusiera casarse con ella; que Dora podría, cantando y tocando aquella guitarra mágica, empujarme a mí a la locura sin conmover siquiera ni hacer salir de su paso ni a uno de aquellos seres.

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