David Copperfield (86 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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Llegado a la puerta de míster Wickfield me encontré a míster Micawber, que dejaba correr su pluma con la mayor actividad en la habitacioncita del primer piso, donde antes solía estar Uriah Heep. Estaba todo vestido de negro y su maciza persona llenaba por completo el pequeño despacho donde trabajaba.

Míster Micawber parecía a la vez encantado y confuso de verme. Quería llevarme inmediatamente a ver a Uriah; pero yo me negué.

—Conozco esta casa de antigua fecha —le dije— y sabré encontrar mi camino. ¡Y bien! ¿Qué dice usted del Derecho, míster Micawber?

—Mi querido Copperfield —me respondió—, para un hombre dotado de una imaginación trascendental, los estudios del Derecho tienen un lado muy malo; le ahogan en los detalles. Hasta en nuestra correspondencia de negocios —dijo míster Micawber lanzando una mirada sobre las cartas que escribía—, el espíritu no tiene la libertad de tomar la expresión sublime que le satisfaría. A pesar de eso, es un gran trabajo, ¡un gran trabajo!

Me dijo enseguida que era inquilino en la antigua casa de Uriah Heep, y que mistress Micawber estaría encantada de recibirme una vez más bajo su techo.

—Es una casa humilde —dijo míster Micawber—, para servirme de la expresión favorita de mi amigo Heep; pero quizá nos sirva de estribo para elevarnos a otras más ambiciosas.

Le pregunté si estaba satisfecho del trato de su amigo Heep. Empezó por cerciorarse de si la puerta estaba bien cerrada, y después me respondió en voz baja:

—Mi querido Copperfield, cuando se está bajo el golpe de las dificultades pecuniarias se pone uno bis a bis con la mayor parte de la gente en una situación muy violenta, y lo que no mejora nada esta situación es el que las dificultades pecuniarias obliguen a pedir el sueldo antes de su término legal. Todo lo que puedo decirle es que mi amigo Heep responde a llamadas a las que no quiero hacer más amplia alusión de una manera que hace igualmente honor a su cabeza y a su corazón.

—¡Nunca le hubiera visto tan pródigo de su dinero! —observé.

—¡Perdón! —dijo Micawber con reserva—. Hablo por experiencia.

—Estoy encantado de que la experiencia le haya resultado tan bien —le respondí.

—Es usted muy bueno, mi querido Copperfield —dijo míster Micawber; y se puso a tararear una canción.

—¿Ve usted a menudo a míster Wickfield? —le pregunté para cambiar la conversación.

—No muy a menudo —dijo míster Micawber con aire de desprecio—; míster Wickfield seguramente tiene las mejores intenciones; pero… , pero… No sirve ya para nada.

—Temo que su asociado haga todo lo posible para ello.

—Mi querido Copperfield —repuso míster Micawber después de ejecutar muchas evoluciones sobre su escabel—, permítame que le haga una observación. Yo estoy como persona de confianza, ocupo un puesto de confianza y mis funciones no me permiten discutir ciertos asuntos, ni siquiera con mistress Micawber (ella, que ha sido tanto tiempo la compañera en las vicisitudes de mi vida y que es una mujer de una inteligencia notable). Me tomaré, por lo tanto, la libertad de hacerle observar que en nuestro trato amistoso, que espero no será turbado nunca, deseo hacer dos partes: A un lado —dijo míster Micawber trazando una línea encima de su pupitre—, a un lado colocaremos todo aquello a que puede llegar la inteligencia humana con una sola y pequeña excepción, es decir, los asuntos de míster Wickfield y Heep y todo lo que a ellos se refiere. Tengo la seguridad de que no ofendo al compañero de mi juventud haciendo a su juicio claro y discreto semejante proposición.

Veía muy bien que míster Micawber había cambiado mucho; parecía que sus nuevos deberes le imponían una reserva penosa; sin embargo, yo no tenía derecho para sentirme ofendido. Pareció más tranquilo y me tendió la mano.

—Estoy encantado de miss Wickfield, Copperfield, se lo juro —dijo míster Micawber—. Es una criatura encantadora, llena de encantos, de gracia y de virtudes. Por mi honor —dijo míster Micawber haciendo el saludo más galante, como para enviar un beso—, rindo homenaje a miss Wickfield.

—Estoy encantado —le dije.

—Si usted no me hubiera asegurado, mi querido Copperfield, el día en que tuvimos el gusto de pasar la tarde con usted, que la D era su letra preferida, hubiera estado convencido de que era la A.

Hay momentos, todo el mundo pasa por ellos, en que lo que decimos o hacemos creemos haberlo hecho y dicho ya en una época muy lejana y lo recordamos como si hubiéramos estado hace siglos rodeados de las mismas personas, de los mismos objetos, de los mismos incidentes; y sabemos perfectamente de antemano lo que nos van a decir después, como si nos volviese la memoria de pronto. Nunca había experimentado más vivamente aquel sentimiento misterioso que antes de oír las palabras de míster Micawber.

Le dejé pronto, rogándole que transmitiera mis recuerdos a su familia. Él volvió a coger la pluma y se frotó la frente como para reanudar su trabajo. Me daba cuenta de que había algo en sus nuevas funciones que enfriaban nuestra intimidad.

No había nadie en el viejo salón; pero mistress Heep había dejado las huellas de su paso. Abrí la puerta de la habitación de Agnes. Estaba sentada al lado del fuego y escribía ante su pupitre de madera tallada.

Levantó la cabeza para ver quién era. Y qué placer para mí observar la alegría que expresó al verme aquel rostro reflexivo, y ser recibido con tanto cariño y bondad.

—¡Ah! —le dije cuando nos sentamos uno al lado de otro—. ¡Cuánta falta me has hecho, Agnes, desde hace cierto tiempo!

—¿De verdad? —me respondió— Pues no hace tanto que nos hemos separado.

Moví la cabeza.

—No sé en qué consiste, Agnes; pero es evidente que me falta alguna facultad que necesito. Me habías acostumbrado de tal modo a pensar por mí en los buenos tiempos; venía con tanta naturalidad a inspirarme en tus consejos y a buscar tu ayuda, que verdaderamente temo haber perdido el uso de una facultad de la que no tenía necesidad a tu lado.

—¿Y cuál es? —dijo alegremente Agnes.

—No sé qué nombre darle —respondí—, pues creo que soy formal y perseverante.

—Estoy segura —dijo Agnes.

—Y paciente, Agnes —repuse titubeando.

—Sí —dijo Agnes, riendo—; bastante paciente.

—Y, sin embargo, soy algunas veces tan desgraciado y estoy tan inquieto, tan indeciso, tan incapaz de tomar una decisión, que evidentemente me falta, ¿cómo diríamos?… , me falta un punto de apoyo.

—Puede que sí —dijo Agnes.

—Mira —repuse—; no tienes más que verte a ti misma. Vienes a Londres, me dejo guiar por ti: al momento encuentro un objeto y una dirección. Se me escapa ese objeto, y vengo aquí: pues enseguida soy otro hombre. Las circunstancias que me afligían no han cambiado desde que he entrado en esta habitación; sin embargo, he sufrido ya una influencia que me transforma, que me hace mejor. ¿Qué es eso, Agnes? ¿Cuál es tu secreto?

Tenía la cabeza inclinada y los ojos fijos en el fuego.

—Es siempre la misma historia —le dije—. No te rías porque te diga ahora, para las grandes cosas, las mismas palabras que antes para las pequeñas. Mis antiguas penas eran chiquilladas, y hoy son cosas serias; pero todas las veces que he abandonado a mi hermana adoptiva…

Agnes levantó la cabeza, ¡qué rostro celestial!, y me tendió su mano. Yo la besé.

—Todas las veces, Agnes, que no has estado a mi lado para empezar las cosas con tu aprobación, me he perdido y me he metido en una multitud de dificultades. Cuando por fin he venido a buscarte (como he hecho siempre) he encontrado al mismo tiempo la paz y la felicidad. Hoy todavía he vuelto al hogar, pobre viajero fatigado, y no puedes figurarte la dulzura, el reposo que saboreo a tu lado.

Sentía tan profundamente lo que decía y estaba tan verdaderamente conmovido, que me faltaba la voz; oculté la cabeza entre mis manos y eché a llorar. No escribo aquí más que la verdad. No pensaba en las contradicciones ni en las consecuencias que había en mi corazón, como en el de la mayoría de los hombres; no se me ocurría pensar que podía haber obrado de otro modo y mejor de lo que había hecho hasta entonces. Ni que había sido una equivocación el cerrar voluntariamente los oídos al grito de mi conciencia, no; todo lo que sabía es que era de buena fe cuando le decía con tanto fervor que a su lado encontraba el reposo y la paz.

Ella calmó pronto aquel impulso de sensibilidad con la expresión de su dulce y fraternal afecto, con sus ojillos brillantes, con su voz llena de ternura y con la calma encantadora que siempre me había hecho considerar su morada como un lugar bendito. Animó mi valor y me hizo, naturalmente, contarle todo lo que había sucedido desde nuestra última entrevista.

—Y no tengo nada más que decirte, Agnes —añadí cuando terminé mi confidencia—, si no es que cuento contigo.

—Pero no es conmigo con quien tienes que contar, Trotwood —repuso Agnes con una dulce sonrisa—; es con otra.

—¿Con Dora? —dije yo.

—¡Naturalmente!

—Pero, Agnes, ¿no te he dicho —respondí algo confuso— que es difícil, no digo el contar con Dora, pues es la rectitud y la firmeza mismas, pero, en fin, que es difícil, no sé cómo expresarme, Agnes…? Es tímida, se turba, se asusta fácilmente. Algún tiempo antes de la muerte de su padre creí que debía hablarle… Pero si tienes la paciencia de escucharme, te lo contaré todo.

En consecuencia, le conté a Agnes lo que le había dicho a Dora de mi pobreza, del libro de cocina, de las cuentas, etc.

—¡Oh Trotwood! —repuso ella con una sonrisa—, eres siempre el mismo. Tenías razón al querer salir adelante en el mundo; pero ¿para qué hacer las cosas tan bruscamente con una niña tímida, amante y sin experiencia? ¡Pobre Dora!

Nunca voz humana podía hablar con más bondad y dulzura que la suya al darme aquella respuesta. Me parecía que la veía coger con amor a Dora en sus brazos para besarla tiernamente; me parecía que me reprochaba tácitamente con su generosa protección el haberme apresurado demasiado a turbar su corazoncito; me parecía que veía a Dora, con toda su gracia ingenua, acariciar a Agnes, darle las gracias y apelar dulcemente a su justicia para hacerse una auxiliar contra mí sin dejar de amarme con toda la fuerza de su inocencia infantil.

¡Qué agradecido estaba a Agnes! ¡Cómo la admiraba! Las veía a las dos en una encantadora perspectiva, unidas íntimamente, más encantadoras todavía una al lado de otra.

—¿Qué debo hacer, Agnes? —le pregunté después de haber contemplado el fuego—. ¿Qué me aconsejas que haga?

—Creo —dijo Agnes— que lo más correcto sería que escribieras a esas señoras. ¿Crees que los secretos merecen la pena?

—No, puesto que tú no lo crees —le dije.

—Yo soy mal juez en esas materias —respondió Agnes con un modesto titubeo—; pero me parece… . en una palabra, me parece que no sería digno de ti… recurrir a medios clandestinos.

—Tienes demasiada buena opinión de mí, Agnes, me temo.

—No sería digno de tu franqueza habitual —replicó—. Yo escribiría a esas dos señoras; les contaría todo lo más sencilla y francamente que me fuera posible y les pediría permiso para ir alguna vez a su casa. Como eres joven y todavía no tienes una posición en el mundo, creo que harías bien en decirles que te someterás con gusto a todas las condiciones que te quieran imponer. Les rogaría que no rechazaran mi petición sin hablar de ella a Dora, cuando les pareciera oportuno. No me presentaría demasiado ardiente —dijo Agnes con dulzura— ni demasiado exigente; tendría fe en mi fidelidad, en mi constancia y en Dora.

—¡Pero si cuando le hablan de ello se asusta! ¿Y si vuelve a echarse a llorar sin querer hablar de mí?

—¿Es posible? —preguntó Agnes con el más afectuoso interés.

—¡Ya lo creo! ¡Se asusta como un pajarito! ¿Y si a las señoritas Spenlow no les parece correcto que me dirija a ellas? (Las solteronas son a veces tan extravagantes… )

—No creo, Trotwood —dijo Agnes levantando con dulzura los ojos hacia mí—, que debas preocuparte demasiado por eso. Según mi opinión, vale más preguntarse si está bien hecho, y si está bien, no titubear.

No dudé más tiempo; me sentía el corazón más ligero, aunque con el peso profundo de la tremenda importancia de mi tarea, y me propuse dedicar la tarde a escribir la carta. Agnes me cedió su pupitre para que hiciera el borrador; pero antes bajé a ver a míster Wickfield y a Uriah Heep.

Encontré a Uriah instalado en un nuevo despacho, que exhalaba un olor a cal fresca. Lo había construido en el jardín. Nunca he visto un rostro tan innoble entre una cantidad tan grande de libros y papeles. Me recibió con su servilidad de costumbre, haciendo como que no había sabido por míster Micawber mi llegada, de lo que me atreví a dudar. Me condujo al gabinete de míster Wickfield, o mejor dicho a la sombra de su antiguo despacho, pues lo habían despojado de una multitud de comodidades en provecho del nuevo asociado. Míster Wickfield y yo nos saludamos mutuamente, mientras Uriah permanecía de pie delante del fuego frotándose la barbilla con su mano huesuda.

—¿Vivirá usted con nosotros, Trotwood, todo el tiempo que piense pasar en Canterbury? —dijo míster Wickfield, no sin lanzar a Uriah una mirada con que parecía pedir su aprobación.

—¿Tiene usted sitio para mí? —le pregunté.

—Yo estoy dispuesto, Copperfield; debía decir míster, pero el tratamiento de camarada se me viene a la boca —dijo Uriah—; estoy dispuesto a devolverle su antigua habitación si ello le resulta agradable.

—No, no —dijo míster Wickfield—; ¿para qué se va usted a molestar? Hay otra habitación, hay otra habitación.

—¡Oh! —repuso Uriah haciendo un gesto bastante feo—; pero si es que yo estaré encantado.

Por fin declaré que aceptaría la otra habitación y que si no me iría a hospedar fuera; en vista de ello se decidieron por la otra habitación. Me despedí de ellos y volví a subir.

Esperaba encontrar arriba a Agnes sola, como antes; pero mistress Heep le había pedido permiso para ir a sentarse con ella al lado de la chimenea, con el pretexto de que la habitación de Agnes estaba mejor situada. En el salón o en el comedor sufría horriblemente de su reuma. Yo con gusto y sin el menor remordimiento la hubiera expuesto a toda la furia del viento en el campanario de la catedral; pero había que hacer virtud de necesidad y le di los buenos días en tono amistoso.

—Le doy las gracias humildemente, caballero —dijo mistress Heep cuando le hube preguntado por su salud—; estoy así así; no tengo por qué envanecerme. Si pudiera ver a mi Uriah bien establecido, no pediría nada más, se lo aseguro. ¿Cómo ha encontrado usted a mi Uriah, caballero?

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