David Copperfield (104 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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Comía y bebía con buen apetito, y al mismo tiempo observaba con curiosidad la casa, como si fuera la primera vez que la viese. Se inclinó para dejar la botella en el suelo; después miró a su alrededor con inquietud, como un hombre que tiene prisa por marcharse.

La luz de la casa se oscureció un momento cuando mi tía pasó por delante. Parecía muy conmovida, y oí que le ponía dinero en la mano.

—¿Qué quieres que haga con esto? —preguntó el hombre.

—No puedo darte más —respondió mi tía.

—Entonces no me voy, toma; ¡esto no lo quiero!

—¡Malvado! —repuso mi tía con viva emoción, ¿Cómo puedes tratarme así? Pero soy demasiado buena preguntándotelo. ¡Sabes mi debilidad! Si quisiera desembarazarme para siempre de tus visitas no tendría más que abandonarte a la suerte que mereces.

—Pues bien, ¿por qué no me abandonas a la suerte que merezco?

—¿Y eres tú quien me hace esa pregunta? —repuso mi tía—. Se necesita tener poco corazón.

Permaneció un momento sonando el dinero en la mano y. gruñendo, sacudiendo la cabeza con descontento. Por fin dijo:

—¿Es esto todo lo que quieres darme?

—Es todo lo que puedo darte —dijo mi tía—. Ya sabes que tuve muchas pérdidas; soy mucho más pobre de lo que era antes, ya te lo he dicho. Ahora que ya tienes lo que buscabas, ¿por qué me atormentas quedándote aquí y demostrándome cómo te has vuelto?

—Me he vuelto muy miserable —dijo—, y vivo como un búho.

—Me has despojado de cuanto poseía —dijo mi tía—, y durante muchos años me has endurecido el corazón. Me has tratado de la manera más pérfida, más ingrata y más cruel. Vamos, arrepiéntete; no añadas nuevos pecados a los que ya tienes.

—Sí, todo eso está muy bien, es muy bonito, a fe mía. ¡En fin, puesto que tengo que conformarme por el momento!…

A pesar suyo pareció avergonzado por las lágrimas de mi tía, y salió con sigilo del jardín. Yo avancé rápidamente, como si acabara de llegar, y al encontrarnos nos dirigimos una mirada poco amistosa.

—Tía —dije vivamente—, ¿otra vez este hombre viene a asustarte? Déjame que le hable. ¿Quién es?

—Hijo mío —dijo, agarrándome del brazo—, entra y no me hables en diez minutos.

Nos sentamos en su salón. Ella se ocultó detrás de su antiguo biombo verde, que estaba sujeto en el respaldo de una silla, y durante un cuarto de hora, poco más o menos, la vi enjugarse a cada momento los ojos. Después se levantó y vino a sentarse a mi lado.

—Trot —me dijo con serenidad—, es mi marido.

—¿Tu marido? ¡Si yo creía que había muerto!

—Ha muerto para mí —respondió mi tía—; pero vive.

Yo estaba mudo de asombro.

—Betsey Trotwood no tiene aspecto de dejarse seducir por una tierna pasión —dijo con tranquilidad—; pero hubo un tiempo, Trot, en que había puesto en ese hombre su confianza entera; un tiempo, Trot, en que le amaba sinceramente, en que no hubiera retrocedido ante ningún sacrificio, por afecto a él. Y él la ha recompensado comiéndose su fortuna y rompiéndole el corazón. Entonces Betsey ha enterrado de una vez para siempre toda su sensibilidad, en una tumba que ella misma ha cavado y vuelto a cerrar.

—¡Mi querida, mi buena tía!

—He sido generosa con él —continuó, poniendo su mano encima de las mías—. Lo puedo decir ahora, Trot: he sido generosa con él. Él había sido tan cruel conmigo, que hubiera podido obtener una separación muy provechosa para mis intereses; pero no he querido. Ha disipado en un segundo cuanto le había dado, y ha ido cayendo cada día más bajo. No sé si hasta se ha casado con otra mujer. Se ha hecho un aventurero, un jugador, un tunante. Le acabas de ver tal como está ahora; pero era un hombre excelente cuando yo me casé con él —dijo mi tía, cuya voz contenía todavía algo de su admiración pasada—, y como era una pobre loca, le creía la encarnación del honor.

Me estrechó la mano y movió la cabeza.

—Ahora ya no es nada para mí, Trot; menos que nada. Pero mejor que verle castigar por sus faltas (lo que le ocurriría infaliblemente si viviera en este país) le doy de vez en cuando más de lo que puedo, a condición de que se aleje. Estaba loca cuando me casé con él, y aún soy tan incorregible, que no querría ver maltratado al hombre sobre el que pude hacerme en aquel tiempo tan absurdas ilusiones, pues creía en él, Trot, con toda mi alma.

Mi tía lanzó un suspiro y se sacudió suavemente la falda.

—Ahora, querido —me dijo—, ya lo sabes todo, desde el principio hasta el fin, y no necesitamos volver a hablar de ello; y por descontado a nadie dirás una palabra. Es mi locura, la historia de mi locura, y debemos guardarla entre nosotros.

Capítulo 8

Suceso doméstico

Trabajaba activamente en mi libro, sin interrumpir mis ocupaciones de taquígrafo, y cuando lo publiqué obtuvo un gran éxito. Yo no me dejaba aturdir por las alabanzas que sonaban en mis oídos, y, sin embargo, gozaba vivamente, y estoy seguro de que pensaba de mi obra mejor que todo el mundo. He observado a menudo que los que tienen razones legítimas de estimar su talento no lo demuestran a los ojos de los demás, con objeto de que crean en él. Por esto yo continuaba modesto, por respeto a mí mismo, y cuanto más me elogiaban, más trataba de merecerlo.

Mi intención no es contar en este relato (por lo demás completo) de mi vida la historia de los libros que he publicado. Ellos hablan por sí mismos y les dejo ese cuidado; sólo hago alusión de pasada porque sirven para conocer en parte el desarrollo de mi carrera.

Tenía entonces algunas razones para creer que la naturaleza, ayudada por las circunstancias, me había destinado a ser escritor, y me dediqué con firmeza a mi vocación. Sin aquella confianza seguramente hubiese renunciado, para dar algún otro objetivo a mi energía, y hubiese tratado de descubrir lo que la naturaleza y las circunstancias podían realmente hacer de mí, para dedicarme a ello exclusivamente.

Había tenido tanto éxito desde hacía algún tiempo en mis ensayos literarios, que creí poder razonablemente, después de un nuevo éxito, escapar por fin al aburrimiento de los terribles debates del Parlamento. Una noche, por lo tanto, ¡qué feliz noche!, enterré bien hondas aquellas transcripciones musicales de trombones parlamentarios. Desde aquel día ni siquiera he querido volver a oírles; bastante es verme todavía perseguido, cuando leo el periódico, por ese runruneo eterno y monótono.

En el momento de que hablo hacía, poco más o menos, un año y medio que nos habíamos casado. Después de diferentes pruebas, habíamos terminado por decir que no merecía la pena dirigir nuestra casa. Se dirigía sola, con la ayuda de un muchacho, cuya principal ocupación era pelearse con la cocinera, y en ese punto era un perfecto Whitington; la única diferencia es que no había gato, ni la menor esperanza de llegar nunca a alcalde, como él.

Vivía en medio de una lluvia continua de cacerolas. Su vida era un combate. Se le oía gritar «¡socorro!» en las ocasiones más molestas; por ejemplo, cuando teníamos gente a comer, o algunos amigos por la noche; o bien, salía rugiendo de la cocina, y caía bajo el peso de una parte de nuestros utensilios, que su enemiga le tiraba. Deseábamos desembarazarnos de él; pero nos quería mucho y no podía dejamos. Lloraba sin cesar, y cuando se trataba de separarnos de él, lanzaba tales gemidos, que nos veíamos obligados a conservarle a nuestro lado. No tenía madre, y por toda familia tenía una hermana que se había embarcado para América el día que él entró a nuestro servicio; le teníamos, por lo tanto, encima, como un pequeño idiota a quien la familia se ve obligada a mantener. Sentía muy vivamente su desgracia y se enjugaba constantemente los ojos con la manga de su chaqueta, cuando no estaba ocupado sonándose en una esquinita de su pañuelo, que por nada del mundo se hubiera atrevido a sacar entero del bolsillo, por economía y por discreción.

Aquel diablo de muchacho, que habíamos tenido la desgracia, en un momento nefasto, de tomar a nuestro servicio por el precio de seis libras al año, era para mí un objeto continuo de preocupaciones. Le observaba, le veía crecer, pues, ya se sabe, la mala hierba… . y pensaba con angustia en la época en que tuviera barba; después, en la época en que estaría calvo. No veía la menor esperanza de deshacerme de él, y pensando en el porvenir, pensaba en lo que nos estorbaría cuando fuera viejo.

No me esperaba lo más mínimo el procedimiento que utilizó el infeliz para sacarme del apuro. Robó el reloj de Dora, que, naturalmente, no estaba nunca en su sitio, como todo lo que nos pertenecía; lo vendió, y gastó el dinero (¡pobre idiota!) en pasearse sin cesar en la imperial del ómnibus de Londres a Ubridge. Iba a emprender su viaje número quince cuando un policía le detuvo. No se le encontraron encima más que cuatro chelines y una flauta, comprada de segunda mano y que no sonaba.

Aquel descubrimiento y sus consecuencias no me hubiesen sorprendido tan desagradablemente si no se hubiera arrepentido. Pero lo estaba, y de una manera muy particular… , no en grande… , por decirlo así, sino en detalle. Por ejemplo, al día siguiente, cuando me vi obligado a declarar contra él, hizo ciertas declaraciones concernientes a una cesta de botellas de vino que creíamos llena y que ya sólo contenía dos botellas vacías.

Esperábamos que ya sería lo último, que habría descargado su conciencia y que no tendría nada que contamos sobre la cocinera; pero dos o tres días después tuvo nuevos remordimientos de conciencia, que le obligaron a confesar que la cocinera tenía una niña, que venía todos los días muy temprano a llevarse nuestro pan, y que también a él le habían sobornado para que proveyera de carbón al lechero. Después de cierto tiempo fui informado por las autoridades de que salió en una dirección penitencial muy distinta, y se puso a confesar al camarero del café cercano, que pensaba robar en casa. Detuvieron al camarero. Yo estaba tan confuso del papel de víctima por que me hacía pasar con aquellas torturas repetidas, que le hubiese dado todo el dinero que me hubiera pedido porque se callase, o hubiera ofrecido con gusto una suma redonda porque le permitieran escapar. Y lo peor es que no tenía ni idea de lo que me molestaba; y, por el contrario, creía que cada nuevo descubrimiento era una reparación. ¡Dios me perdone! Pero no me sorprendería que se creyera que multiplicaba así sus derechos a mi agradecimiento.

Por fin tomé la decisión de ser yo quien se escapase siempre que veía un enviado de la policía encargado de transmitirme alguna nueva revelación, y viví, por decirlo así, de «ocultis» hasta que aquel desgraciado muchacho fue juzgado y condenado a la deportación. Pero ni aun así podía permanecer tranquilo, y nos escribía constantemente. Pidió porfiadamente ver a Dora antes de marcharse; Dora consintió, fue y se desvaneció al ver la reja de la prisión cerrarse tras de ella. En una palabra, fui un desgraciado hasta el momento de su partida; por fin fue expatriado y supe que se había hecho pastor, allá lejos, en el campo, no sé dónde. Me faltan conocimientos geográficos.

Todo aquello me hizo reflexionar seriamente y me presentó nuestros errores bajo un aspecto nuevo; no pude por menos de decírselo a Dora una noche, a pesar de mi ternura por ella.

—Amor mío —le dije—, me resulta muy penoso pensar que la mala administración de nuestra casa no solamente nos perjudica a nosotros (ya nos habíamos acostumbrado), sino también a los demás.

—Hace mucho tiempo que no me decías nada; no vayas otra vez a ser gruñón —me contestó Dora.

—No; es en serio, Dora; déjame que te explique lo que quiero decir.

—No tengo ganas de saberlo.

—Pero tienes que saberlo, amor mío; suelta a Jip.

Dora puso la nariz de Jip encima de la mía, diciendo «¡Boh!», para tratar de hacerme reír; pero viendo que no lo conseguía, envió al perro a su pagoda y se sentó delante de mí, con las manos juntas y la cara resignada.

—El caso es, hija mía —continué—, que nuestra enfermedad se contagia; se la pegamos a todo el que nos rodea.

Hubiese continuado en aquel estilo figurado si el rostro de Dora no me hubiera advertido que esperaba que le propusiera alguna nueva vacuna o algún otro remedio médico para curar aquella enfermedad contagiosa que padecíamos. Por lo tanto me decidí a decirle sencillamente:

—No sólo, querida mía, perdemos dinero y comodidad por nuestro descuido; no solamente nuestro carácter también sufre a veces, sino que tenemos la grave responsabilidad de estropear a todos los que entran a nuestro servicio o que tienen que ver con nosotros. Empiezo a temer que no esté toda la culpa en un lado sólo, y que si todos esos individuos se estropean, sea porque tampoco nosotros vamos muy bien.

—¡Oh, qué acusación! —exclamó Dora, abriendo mucho los ojos—. ¡Cómo! ¿Quieres decir que me has visto alguna vez robar relojes de oro? ¡Oh!

—Querida mía —contesté—, no digamos tonterías. ¿Quién te habla de relojes?

—Tú —repuso Dora—, tu sabes muy bien. Has dicho que yo tampoco voy bien, y me has comparado con él.

—¿Con quién? —pregunté.

—Con nuestro criado —dijo sollozando—. ¡Oh, qué malo eres! ¡Comparar a una mujer que lo quiere con ternura con un muchacho a quien acaban de deportar! ¿Por qué no me dijiste lo que pensabas de mí antes de casarnos? ¿Por qué no me previniste de que lo parecía peor que un chico a quien acaban de deportar? ¡Oh, qué horrible opinión tienes de mí, Dios mío!

—Vamos, Dora, amor mío —repuse, tratando de quitarle dulcemente el pañuelo con que ocultaba los ojos—, no solamente lo que dices es ridículo, sino que está mal. En primer lugar no es verdad.

—Eso es. Siempre le habías acusado de decir mentiras (cada vez lloraba más), y ya dices lo mismo de mí. ¡Oh! ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a ser de mí?

—Querida mía, te suplico muy en serio que seas más razonable y que escuches lo que tengo que decirte. Querida Dora, si no cumplimos nuestros deberes con los que nos sirven, no aprenderán nunca sus deberes con nosotros. Tengo miedo de que les demos ocasiones de obrar mal. Aunque fuéramos por gusto tan descuidados (y no es así); aunque nos resultara hasta agradable (y no es nada de eso), estoy convencido de que no tenemos derecho para obrar así. Corrompemos verdaderamente a los demás. En conciencia estamos obligados a fijarnos un poco. Yo no puedo por menos de pensar en ello, Dora. Es un pensamiento que no sabría desechar y que me atormenta mucho. Eso es todo, querida. ¡Ven aquí, no seas niña!

Pero Dora no consintió en mucho tiempo que le levantara el pañuelo. Continuaba sollozando, y murmurando que, puesto que estaba tan atormentado, hubiese debido no casarme. ¿Por qué no le había dicho, aunque hubiera sido la víspera de la boda, que iba a estar demasiado atormentado, y que era mejor renunciar a ello? Puesto que no podía resistirla, ¿por qué no la enviaba con sus tías a Putney, o con Julia Mills a la India? Julia estaría encantada de verla y no la compararía con un criado deportado; nunca le había hecho una injuria semejante. En una palabra, Dora estaba tan afligida, y su pena me entristecía tanto, que sentí que era inútil repetir mis sermones, por dulzura que pusiera en ellos, y que había que probar de otra manera.

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