David Copperfield (130 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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Lloraba; pero ya no eran las mismas lágrimas; brillaba en ellas mi esperanza.

—Agnes, tú, que has sido siempre mi guía y mi mayor apoyo. Si hubieras pensado un poco más en ti misma y un poco menos en mí, cuando crecíamos juntos, creo que mi imaginación vagabunda no se hubiese dejado arrastrar lejos de tu lado. Pero estabas tan por encima de mí, me eras tan necesaria en mis penas y en mis alegrías de niño, que tomé la costumbre de confiarme a ti, de apoyarme en ti para todo; y esta costumbre ha llegado a ser en mí una segunda naturaleza, que tomó el lugar de mis primeros sentimientos, el de la felicidad de quererte como te quiero.

Agnes seguía llorando; pero ya no eran lágrimas de tristeza: ¡eran lágrimas de alegría! Y yo la tenía en mis brazos como no la había tenido nunca, como nunca había soñado en tenerla.

—Cuando quería a Dora, Agnes y ya sabes si la quería tiernamente…

—Sí —exclamó con viveza—; y soy dichosa sabiéndolo.

—Cuando la quería, aun entonces mi amor habría sido incompleto sin tu simpatía. La tenía, y por eso no me faltaba nada. Pero al perder a Dora, Agnes, ¿qué hubiera hecho sin ti?

Y la estrechaba en mis brazos, contra mi corazón. Su cabeza descansaba, temblando, en mi hombro; sus ojos, tan dulces, buscaban los míos, brillando de alegría a través de sus lágrimas.

—Cuando me fui, Agnes, te quería. Desde lejos no he dejado de quererte… y de vuelta aquí, te quiero.

Entonces traté de contarle la lucha que había tenido que sostener conmigo mismo y la conclusión a que había llegado. Traté de revelarle toda mi alma. Traté de hacerle comprender cómo había intentado conocerla más y conocerme a mí mismo; cómo me había resignado a lo que había creído descubrir, y cómo aquel mismo día había venido a verla, fiel a mi resolución. Si me quería lo bastante para casarse conmigo, ya sabía yo que no era por mis méritos, pues el único que tenía era el haberla amado fielmente y el haber sufrido mucho, y eso último era lo que me había decidido a confesárselo todo. ¡Oh Agnes! En este momento vi brillar en sus ojos el alma de mi «mujer-niña», y me dijo: " Está bien", y encontré en ella el más precioso recuerdo de la florecita que se había deshojado en todo su esplendor.

—¡Soy tan dichosa, Trotwood! Mi corazón está tan lleno; pero tengo que decirte una cosa.

—¿Qué, vida mía?

Puso con dulzura sus manos en mis hombros, y mirándome serenamente al rostro, me dijo:

—¿No sabes lo que es?

—No me atrevo a pensarlo; dímelo tú, querida.

—¡Que te he querido toda mi vida!

¡Oh, qué dichosos éramos, qué dichosos éramos! Ya no llorábamos por nuestras penas pasadas (las suyas eran mayores que las mías); llorábamos de alegría al vernos así, el uno junto al otro, para no separarnos nunca.

Estuvimos paseando por el campo en aquella tarde de invierno, y la naturaleza parecía compartir la alegría tranquila de nuestras almas. Las estrellas brillaban por encima de nosotros, y, con los ojos en el cielo, bendecíamos a Dios por habernos llevado a aquella tranquila dicha.

De pie, juntos ante la ventana abierta, contemplábamos la luna, que brillaba. Agnes fijó sus ojos tranquilos en ella; yo seguí su mirada. Un gran espacio se abría en torno mío; me parecía ver a lo lejos, por aquella carretera, un pobre chico, solo y abandonado, que ahora podía decir, del corazón que latía contra el suyo: «¡Es mío!».

La hora de la comida se acercaba cuando aparecimos al día siguiente en casa de mi tía. Peggotty me dijo que estaba en mi cuarto. Ponía su orgullo en tenerlo muy en orden y preparado para recibirme. La encontramos leyendo, con los lentes puestos, al lado de la chimenea.

—¡Dios mío! —dijo al vernos entrar—. ¿Qué me traes a casa?

—¡Es Agnes! —le dije.

Habíamos acordado empezar con mucha discreción, y mi tía se desconcertó al decir yo: «Es Agnes»; me había lanzado una mirada llena de esperanza; pero viendo que estaba tan tranquilo como de costumbre, se quitó las gafas, con desesperación, y se frotó vigorosamente la punta de la nariz.

Sin embargo, acogió a Agnes con todo su corazón, y pronto bajamos a comer. Dos o tres veces mi tía se puso las gafas para mirarme; pero se las quitaba enseguida, desconcertada, y volvía a frotarse la nariz. Todo con gran disgusto de míster Dick, que sabía que era mala señal.

—A propósito, tía —le dije después de comer—: he hablado con Agnes de lo que me habías dicho.

—Entonces, Trot —dijo mi tía, poniéndose muy colorada—, has hecho muy mal; debías haber cumplido tu promesa.

—No te enfadarás, tía, cuando sepas que Agnes no tiene ningún cariño que la haga desgraciada.

—¡Qué absurdo! —dijo mi tía.

Y viéndola muy molesta pensé que mejor era terminar de una vez. Cogí la mano de Agnes y fuimos los dos a arrodillarnos delante de su butaca. Mi tía nos miró, juntó las manos y, por la primera y última vez de su vida, tuvo un ataque de nervios.

Peggotty acudió. En cuanto mi tía se repuso se arrojó a su cuello, la llamó vieja loca y la abrazó. Después abrazó a míster Dick (que se consideró muy honrado y no menos sorprendido) y se lo explicó todo. La alegría fue desbordante.

Nunca he podido descubrir si en su última conversación conmigo mi tía se permitió una mentira piadosa, o si se había engañado sobre el estado de mi alma. Todo lo que me había dicho, según me repetía, es que Agnes se iba a casar, y ahora yo sabía mejor que nadie si era verdad.

Nuestra boda tuvo lugar quince días después. Traddles y Sofía, el doctor y mistress Strong fueron los únicos invitados a nuestra tranquila unión. Los dejamos con el corazón lleno de alegría, para irnos en coche. Tenía en mis brazos a la que había sido para mí el manantial de todas las nobles emociones que había sentido, la que había sido el centro de mi alma, el círculo de mi vida… ¡Mi mujer! Y mi cariño por ella estaba tallado en la roca.

—Esposo mío —dijo Agnes—; ahora que puedo darte este nombre, tengo todavía algo que decirte.

—Dilo, amor mío.

—Es un recuerdo de la noche en que Dora murió.

—Ya sabes que te rogó que fueras a buscarme.

—Sí.

—Me dijo que me dejaba una cosa; y ¿sabes lo que era?

Creí adivinarlo, y estreché más fuerte contra mi corazón a la mujer que me amaba desde hacía tanto tiempo.

—Me dijo que me hacía una última súplica y que me encargaba un último deber que cumplir.

—¿Y era?

—Nada más que ocupara el sitio que ella dejaba vacío.

Y Agnes, apoyando su cabeza en mi pecho, lloraba, y yo lloraba con ella, aunque éramos muy dichosos.

Capítulo 23

Un visitante

Llego al fin de lo que me había propuesto relatar; pero hay todavía un incidente en el que mi recuerdo se detiene a menudo con gusto, y sin el cual faltaría algo.

Mi nombre y mi fortuna habían crecido, y mi felicidad doméstica era perfecta, llevaba casado diez años. Una tarde de primavera estábamos sentados al lado del fuego, en nuestra casa de Londres, Agnes y yo. Tres de nuestros niños jugaban en la habitación, cuando vinieron a decirme que un desconocido quería verme.

Le habían preguntado si venía para negocios, y había contestado que no, que venía para tener el gusto de verme, y que llegaba de un largo viaje. Mi criado decía que era un hombre de edad y que tenía un aspecto colonial.

Aquella noticia me produjo cierta emoción; tenía algo misterioso que recordaba a los niños el principio de una historia favorita que a su madre le gustaba contarles, y donde se veía llegar, disfrazada así, bajo una capa, a un hada vieja y mala que detestaba a todo el mundo. Uno de nuestros niños escondió la cabeza en las rodillas de su madre, para estar a salvo de todo peligro, y la pequeña Agnes (la mayor de nuestros hijos) sentó a la muñeca en su silla para que figurase en su lugar, y corrió a esconderse detrás de las cortinas de la ventana, por donde dejaba asomar el bosque de bucles dorados de su cabecita rubia, curiosa de ver lo que sucedería.

—Díganle que pase —dije yo.

Y vimos aparecer y detenerse en la sombra de la puerta a un anciano de aspecto saludable y robusto, con cabellos grises. La pequeña Agnes, atraída por su aspecto bondadoso, corrió a su encuentro; yo no había reconocido todavía bien sus rasgos, cuando mi mujer, levantándose de pronto, me dijo con voz conmovida que era míster Peggotty.

¡Era míster Peggotty! Estaba viejo; pero de esa vejez bermeja viva y vigorosa. Cuando se calmó nuestra primera emoción y estuvo sentado, con los niños encima de las rodillas, delante del fuego, cuya llama iluminaba su rostro, me pareció más fuerte, más robusto, y hasta ¿lo diré? más guapo que nunca.

—Señorito Davy —dijo, y aquel nombre de otro tiempo, pronunciado en el tono de otro tiempo, halagaba mi oído—. Señorito Davy, ¡es un hermoso día para mí éste en que vuelvo a verle con su excelente esposa!

—¡Sí, amigo mío; es verdaderamente un hermoso día! —exclamé.

—Y estos preciosos niños —dijo míster Peggotty— parecen florecillas. Señorito Davy, no era usted mayor que el más pequeño de estos tres cuando le vi por primera vez. Emily era lo mismo, y nuestro pobre muchacho también era un chiquillo.

—He cambiado mucho desde entonces —le dije—. Pero dejemos a los niños que vayan a acostarse, y como en toda Inglaterra no puede haber para usted por esta noche más albergue que esta casa, dígame dónde puedo enviar a buscar su equipaje, y después, mientras bebemos un vaso de aguardiente de Yarmouth, charlaremos de lo sucedido en estos diez años.

—¿Ha venido usted solo? —preguntó Agnes.

—Sí, señora —dijo, besándole la mano—; he venido solo.

Se sentó a nuestro lado. No sabíamos cómo demostrarle nuestra alegría; y escuchando aquella voz, que me era tan familiar, estaba a punto de creer que vivíamos todavía en los tiempos en que emprendía su largo viaje en busca de su sobrina querida.

—Es un buen charco que atravesar para tan poco tiempo. Pero el agua nos conoce (sobre todo cuando es salada), y los amigos son los amigos, ¡y ya estarnos reunidos! Casi me ha salido en verso —dijo míster Peggotty, sorprendido de aquel descubrimiento—; pero ha sido sin querer.

—¿Y piensa usted volver a recorrer toda esas millas muy pronto? —preguntó Agnes.

—Sí, señora —respondió—; se lo he prometido a Emily antes de partir. Pero, ¿saben ustedes?, los años no me rejuvenecen, y si no hubiera venido ahora es probable que no lo hubiese hecho nunca. Y tenía demasiadas ganas de verlos, señorito Davy, en su casa feliz, antes de hacerme demasiado viejo.

Nos miraba como si no pudiera saciar sus ojos. Agnes le retiró de la frente, con alegría,— los largos mechones de sus cabellos grises para que pudiera vernos mejor.

—Y ahora, cuéntenos usted —le dije— todo lo sucedido.

—No es muy largo, señorito Davy. No hemos hecho fortuna, pero hemos prosperado bastante. Claro que hemos trabajado mucho; y al principio era una vida un poco dura. Sin embargo, hemos prosperado. Hemos criado corderos, hemos cultivado la tierra, hemos hecho un poco de todo, y hemos terminado por estar todo lo bien que podíamos desear. Dios nos ha protegido siempre —dijo, inclinando respetuosamente la cabeza—, y hemos tenido éxito; es decir, a la larga, no en el primer momento; si no era ayer, era hoy, y si no era hoy, era mañana.

—¿Y Emily? —dijimos a la vez Agnes y yo.

—Emily, señora, desde nuestra partida no ha dicho ni una vez su oración de la noche, al irse a acostar, allá en los bosques del otro lado del sol, sin pronunciar su nombre. Cuando usted la dejó y perdimos de vista al señorito Davy, aquella famosa tarde en que partimos, al principio estaba muy abatida, y estoy seguro de que si hubiera sabido entonces lo que el señorito Davy tuvo la prudencia y la bondad de ocultarnos, no hubiese podido resistir el golpe. Pero había a bordo buenas gentes, y había enfermos, y se dedicó a cuidarlos; también había niños en quienes ocuparse, y eso la distraía; y haciendo el bien a su alrededor, se lo hacía a sí misma.

—¿Y cuándo supo la desgracia? —le pregunté.

—Se la he ocultado aun después de saberlo yo —dijo míster Peggotty—. Vivíamos en un lugar solitario, pero en medio de los árboles más hermosos y de rosales que subían hasta nuestro tejado. Un día, mientras yo trabajaba en el campo, llegó un viajero inglés, de nuestro Norfolk o Suffolk (no sé bien cuál de los dos), y, como es natural, le hicimos entrar para darle de comer y de beber; lo recibimos lo mejor que pudimos. Es lo que hacemos todos en la colonia. Llevaba consigo un periódico viejo, donde estaba el relato de la tempestad. Así se enteró. Cuando volví por la noche vi que lo sabía.

Bajó la voz al decir aquello, y su rostro tomó la expresión de gravedad que tan bien le conocía.

—¿Y eso la ha cambiado mucho?

—Sí; durante mucho tiempo, quizá aún ahora mismo. Pero creo que la soledad le ha hecho mucho bien. Tiene mucho que hacer en la granja; tiene que cuidar las aves y muchas cosas más. El trabajo le ha hecho bien. No sé —dijo pensativo— si ahora reconocería usted a nuestra Emily, señorito Davy.

—¿Tanto ha cambiado?

—No lo sé; como la veo todos los días, no puedo saberlo; pero hay momentos en que me parece que está tan delgada —dijo míster Peggotty mirando el fuego— y tan decaída, con sus tristes ojos azules; tiene el aspecto delicado, y su linda cabecita, un poco inclinada, la voz tranquila… casi tímida. ¡Así es mi Emily!

Le observábamos en silencio; él seguía mirando al fuego, pensativo.

—Unos creen que es un amor mal correspondido; otros, que su matrimonio ha sido roto por la muerte. Nadie sabe lo que es. Hubiese podido casarse; no le han faltado ocasiones; pero me ha dicho siempre: «No, tío; eso ha terminado para mí». Conmigo está alegre; pero es muy reservada cuando hay extraños; y le gusta ir lejos, para dar una lección a un niño, o cuidar un enfermo, o para hacer un regalo a alguna chica que se va a casar: pues ella ha hecho muchas bodas, pero sin querer asistir nunca a ninguna. Quiere con ternura a su tío; es paciente; todo el mundo la adora, jóvenes y viejos. Todos los que sufren la buscan. ¡Esa es mi Emily!

Se pasó la mano por los ojos, con un suspiro, y levantó la cabeza.

—¿Y Martha, está todavía con usted? —pregunté.

—Martha se casó al segundo año, señorito Davy. Un muchacho, un joven labrador, que pasaba por delante de casa al ir al mercado con las reses de su amo… el viaje es de quinientas millas para ir y volver… la pidió en matrimonio (las mujeres escasean por allí) para ir a establecerse por su cuenta en los grandes bosques. Ella me pidió que le contara su historia a aquel hombre, sin ocultarle nada. Yo lo hice; se casaron, y viven a cuatrocientas millas de toda voz humana. No oyen más voz que la suya y la de los pajaritos…

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