David Copperfield (85 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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—¡Oh míster Copperfield! —dijo míster Jorkins—. Míster Tiffey y yo vamos a examinar el pupitre, los cajones y todos los papeles del difunto, para poner el sello sobre sus papeles personales y buscar su testamento. No encontrarnos huellas en ninguna parte. ¿Quiere tener la bondad de ayudarnos?

Desde el suceso estaba muy preocupado, pensando en qué situación se quedaría mi Dora, quién sería su tutor, etc., y la proposición de míster Jorkins me daba ocasión de disipar mis dudas. Nos pusimos todos a ello. Míster Jorkins abría los pupitres y los cajones, y nosotros sacábamos todos los papeles. Pusimos a un lado los de la oficina y a otro los que eran personales del difunto, que no eran numerosos. Todo se hizo con la mayor gravedad; y cuando nos encontrábamos un sello o un guardapuntas, o una sortija o cualquier otro objeto menudo de uso personal, bajábamos instintivamente la voz.

Habíamos sellado ya muchos paquetes, y continuábamos, en medio del silencio y del polvo, cuando míster Jorkins me dijo, sirviéndose exactamente de los términos en que su asociado, míster Spenlow, nos había hablado de él:

—Míster Spenlow no era hombre que se dejara fácilmente desviar de las tradiciones y de los caminos ya hechos. Usted lo conocía. ¡Pues bien! Yo creo que no ha hecho testamento.

—¡Oh, estoy seguro de lo contrario! —dije.

Los dos se detuvieron para mirarme.

—El día que le vi por última vez —repuse— me dijo que había hecho un testamento y que tenía ordenados sus asuntos desde hace mucho tiempo.

Míster Jorkins y el viejo Tiffey movieron la cabeza de común acuerdo.

—Eso no promete nada bueno —dijo Tiffey.

—Nada bueno —dijo míster Jorkins.

—Sin embargo, no dudarán ustedes —dije.

—Mi querido míster Copperfield —me dijo Tiffey, y puso la mano encima de mi brazo, mientras cerraba los ojos y movía la cabeza—, si llevara usted tanto tiempo como yo en este estudio sabría usted que no hay asunto sobre el cual los hombres sean menos previsores y en el que se les debe creer menos por sus palabras.

—Pero si en realidad esas son sus propias expresiones —repliqué, insistiendo.

—Entonces es decisivo —repuso Tiffey—. Mi opinión entonces es… que no hay testamento.

Esto me pareció al principio la cosa más extraña del mundo; pero el caso es que no había testamento. Los papeles no proporcionaban el menor indicio de que hubiera podido haber nunca ninguno; no se encontró el menor proyecto ni el menor memorándum que anunciara que hubiese tenido nunca la intención de hacerlo. Lo que casi me sorprendió tanto es que sus negocios estaban en el mayor desorden. No se podía uno dar cuenta ni de lo que debía, ni de lo que había pagado, ni de lo que poseía. Es muy probable que desde hacía años él mismo no tuviera ni la menor idea. Poco a poco se descubrió que, empujado por el deseo de brillar entre los procuradores del Tribunal de Doctores, había gastado más de lo que ganaba en el estudio, que no era demasiado, y que había hecho una brecha importante en sus recursos personales, que probablemente tampoco habían sido nunca muy considerables. El mobiliario de Norwood se puso a la venta, se alquiló la casa, y Tiffey me dijo, sin saber todo el interés que yo tomaba en ello, que una vez pagadas las deudas y deducida la parte de sus asociados en el estudio él no daría por todo el resto ni mil libras. Todo esto lo supe después de seis semanas. Había estado sufriendo todo aquel tiempo, y estaba a punto de poner fin a mi vida cada vez que miss Mills me decía que mi pobre Dorita no contestaba cuando le hablaban de mí más que gritando: «¡Oh mi pobre papá, mi querido papá!». Me dijo también que Dora no tenía más parientes que dos tías, hermanas de míster Spenlow, solteras, y que vivían en Putney. Desde hacía muchos años tenían muy rara comunicación con su hermano. Sin embargo, no se habían peleado nunca; pero míster Spenlow no las invitó más que a tomar el té el día del bautizo de Dora, en lugar de invitarlas a comer, como ellas tenían la pretensión, y le habían contestado por escrito que, por el interés de ambas partes, creían más prudente no moverse de su casa. Desde aquel día su hermano y ellas habían vivido cada uno por su lado.

Aquellas dos damas salieron, sin embargo, de su retiro para ir a proponer a Dora que se fuera a vivir con ellas en Putney. Dora se arrojó a sus cuellos llorando y sonriendo: «¡Oh, sí, tías; os lo ruego; llevadme a Putney con Julia Mills y Jip!». Y se volvieron todas juntas poco después del entierro.

Yo no sé cómo encontré tiempo para ir a rondar alrededor de Putney; pero el caso es que, de una manera o de otra, me escapaba muy a menudo por sus alrededores. Miss Mills, para mejor llenar todos los deberes de la amistad, escribía un diario de lo que sucedía cada día. Muchas veces salía a mi encuentro en el campo para leérmelo, o prestármelo cuando no tenía tiempo de leérmelo. ¡Con qué felicidad recorría yo los diversos artículos de aquel registro concienzudo! He aquí una muestra:

«Lunes. -Mi querida Dora continúa muy abatida. -Violento dolor de cabeza -Llamo su atención sobre la belleza del pelo de Jip -D. Acaricia a J. -Asociación de ideas que abren las esclusas del dolor. -Torrente de lágrimas. -(Las lágrimas ¿no son el rocío del corazón? -J. M.)

»Martes. -Dora, débil e inquieta -Bella en su palidez (misma observación para el lunes… J. M.). D., J. M. y J. salen en coche -J. saca la nariz fuera de la portezuela y ladra violentamente contra un barrendero. -Una ligera sonrisa aparece en los labios de D. -(He aquí los débiles anillos de que se compone la cadena de la vida. -J. M.)

»Miércoles. -D., alegre en comparación de los días precedentes. -Le he cantado una melodía conmovedora: Las campanas de la tarde, que no la ha tranquilizado, ni mucho menos -D., conmovida hasta el summum. -La he encontrado más tarde llorando en su habitación; le he recitado versos donde la comparaba con una joven gacela -Resultado mediocre. -Alusión a la imagen de la paciencia sobre una tumba -(Pregunta: ¿,Por qué sobre una tumba? -J. M.)

»Jueves. -D. bastante mejor. -Mejor noche -Ligero matiz rosado en las mejillas. -Me he decidido a pronunciar el nombre de D. C. -Este nombre lo vuelvo a insinuar con precaución durante el paseo -D., inmediatamente trastornada. «¡Oh querida Julia, oh! He sido una niña desobediente.» -La tranquilizo con mis caricias. -Hago un cuadro ideal de D. C. a las puertas de la muerte. -D., de nuevo trastornada. «¡Oh, qué hacer, qué hacer! ¡Llévame a alguna parte!» -Gran alarma. -Desvanecimiento de D. -Vaso de agua traído de un café. -(Comparación poética. Una muestra extravagante sobre la puerta del café. La vida humana también es abigarrada, ¡ay! -J. M.)

Viernes. -Día lleno de sucesos. -Un hombre se ha presentado en la cocina con un saco azul; ha pedido las botas de una señora dejadas para arreglar. La cocinera responde que no ha recibido órdenes. El hombre insiste. La cocinera se retira para preguntar lo que hay de ello. Deja al hombre solo con Jip. A la vuelta de la cocinera el hombre insiste todavía; después se retira. J. ha desaparecido; D. está desesperada. Se ha avisado a la policía. El hombre tiene la nariz curva y las piernas torcidas como las balaustradas de un puente. Se busca por todas partes. J. no aparece. -D. llora amargamente, está inconsolable -Nueva alusión a una joven gacela, a propósito, pero sin efecto. -Por la tarde un muchacho desconocido se presenta. Le hacen entrar al salón. Tiene la nariz grande, pero las piernas derechas. Pide una guinea por un perro que ha encontrado. Se niega a explicarse más claramente. D. le da la guinea; lleva a la cocinera a una casita donde se encuentra el perro atado al pie de un mesa. -Alegría de D., que baila alrededor de J. mientras come. -Animada por este dichoso cambio, hablo de D. C. cuando estamos en el primer piso. -D. vuelve a ponerse a sollozar: «¡Oh, no, no; no debo pensar más que en mi papá!». -Abraza a J. y se duerme llorando. -(¿No debe confiar D. C. en las vastas alas del tiempo? -J. M.)»

Miss Mills y su diario eran entonces mi único consuelo. En mi pena, el único recurso era verla (ella acababa de estar con Dora) y encontrar la inicial de Dora en cada línea de aquellas páginas llenas de simpatía, aumentando así mi dolor. Me parecía que hasta entonces había vivido en un castillo de naipes que acababa de derribarse, dejándonos a miss Mills y a mí en medio de sus ruinas. Me parecía que un horrible mago había rodeado a la divinidad de mi corazón de un círculo mágico, y que las alas del tiempo, aquellas alas que llevan tan lejos a tantas criaturas humanas, podrían únicamente ayudarme a franquearlo.

Capítulo 19

Wickfield y Deep

Mi tía supongo que empezó a preocuparse seriamente por mi abatimiento prolongado, e ideó enviarme a Dover con el pretexto de ver si todo iba bien en su casita, que había alquilado, y con objeto de renovar el alquiler con el inquilino actual. Janet había entrado al servicio de mistress Strong, donde la veía todos los días. Había estado indecisa, al dejar Dover, respecto a si confirmaría o denegaría de una vez el renunciamiento desdeñoso por el sexo masculino que había sido el fundamento de su educación. Se trataba de casarse con un piloto. Pero no quiso exponerse, menos, sin embargo, en honor del principio en sí mismo que porque el piloto no la acabara de gustar.

Aunque me costaba trabajo dejar a miss Mills, me parecieron bastante bien las intenciones de mi tía; aquello me proporcionaría el placer de pasar unas cuantas horas tranquilas al lado de Agnes. Consulté al doctor para saber si podría ausentarme tres días, y me aconsejó que estuviera más tiempo fuera; pero me interesaba demasiado mi trabajo para tomarme unas vacaciones muy largas. Por fin me decidí a partir.

En cuanto a mi oficina del Tribunal de Doctores, no tenía por qué preocuparme del trabajo. A decir verdad, no estábamos en olor de santidad entre los procuradores de primer vuelo; es más, habíamos caído casi en una situación equívoca. Los negocios en tiempos de míster Jorkins, antes de míster Spenlow, no habían sido muy brillantes. Después el difundo socio los había animado renovando con una infusión de sangre joven la vieja rutina del estudio y les había dado algo de brillo con su tren de vida; pero aquello no reposaba sobre bases bastante sólidas para que la muerte repentina de su principal director no lo quebrantara. Los negocios disminuyeron sensiblemente. Míster Jorkins, a pesar de la reputación que tenía entre nosotros, era un hombre débil e incapaz, y su reputación, de puertas a fuera, no era lo bastante fuerte. Desde la muerte de míster Spenlow yo estaba colocado a su lado, y cada vez que le veía tomar tabaco e interrumpir el trabajo sentía más las mil libras de mi tía.

Y no era éste el mayor mal. Había en el Tribunal de Doctores una cantidad de desocupados que, sin ser procuradores, se apoderaban de gran parte de los negocios, para hacerlos ejecutar enseguida por verdaderos procuradores, dispuestos a prestar sus nombres a cambio de una parte del dinero. Como necesitábamos negocios a toda costa, nosotros nos asociamos a aquella noble corporación y tratamos de atraerlos. Lo que pedían sobre todo, por ser lo que más producía, eran las autorizaciones de matrimonio o las actas probatorias para validez de testamento; pero todos querían obtenerlos, y la competencia era tanta, que se ponían de plantón a la entrada de las galerías que conducían al Tribunal enviados encargados de atraerse a los despachos respectivos a todas las personas de luto y a todos los jóvenes inexpertos. Estas instrucciones eran tan fielmente ejecutadas, que dos veces, a pesar de lo conocido que era, fui «raptado» para el estudio de nuestro más temible rival. Los intereses contrarios de aquellos reclutadores modernos solían terminar en combates cuerpo a cuerpo, y nuestro principal agente, que había empezado por el comercio de vinos al por menor, dio en el mismo Tribunal el escandaloso espectáculo, durante algunos días, de tener un ojo negro. Estos virtuosos personajes no tenían el menor escrúpulo, cuando ofrecían la mano para que bajara del coche a alguna anciana señora de luto, de matar de golpe al procurador por quien preguntaba, presentando a su patrón como legítimo sucesor del difunto y llevando en triunfo a la anciana, a veces todavía conmovida por la noticia que acababan de darle. Así me llevaron a mí muchos prisioneros. En cuanto a las autorizaciones de matrimonio, la competencia era tan formidable, que un pobre señor tímido que venía con ese objeto hacia nosotros no tenía mejor cosa que hacer que abandonarse al primer agente que se le presentase si no quería ser causa de guerra y presa del vencedor. Uno de estos empleados en esta especialidad no abandonaba nunca su sombrero cuando estaba sentado, con objeto de estar siempre dispuesto a lanzarse sobre las víctimas que apareciesen en el horizonte. Aquel sistema de persecución todavía está en vigor, según creo. La última vez que yo fui a «Doctors Commons» , un hombre muy educado, revestido de un delantal blanco, me saltó encima bruscamente, murmurando a mi oído las palabras sacramentales: «¿Una autorización de matrimonio?», y con gran trabajo le impedí que me llevara en brazos al estudio de un procurador.

Pero después de estas digresiones pasemos a Dover.

Encontré todo en un estado muy satisfactorio y pude halagar la pasión de mi tía contándole que su inquilino había heredado sus antipatías y hacía una guerra encarnizada a los asnos. Pasé una noche en Dover para arreglar algunos asuntillos, y al día siguiente muy temprano me dirigí a Canterbury. Estábamos en invierno; el tiempo fresco y el viento fuerte reanimaron un poco mi espíritu.

Erraba lentamente a través de las antiguas calles de Canterbury con una alegría tranquila, que me serenaba el corazón. Volví a ver las muestras de las tiendas, los nombres, las caras conocidas. Me parecía que hacía tanto tiempo que había estado en el colegio en aquella ciudad, que no hubiera podido comprender cómo había cambiado tan poco, si no hubiera pensado en lo poco que también había cambiado yo. Lo que es extraño es que la influencia dulce y tranquila que ejercía sobre mí el pensamiento de Agnes parecía extenderse sobre el lugar en que habitaba. Encontraba en todo una serenidad, una apariencia tan tranquila y pensativa en las torres de la venerable catedral como en los viejos cuervos, cuyos gritos lúgubres parecían dar a los edificios antiguos una sensación de soledad mayor de lo que hubiera podido hacerlo un silencio absoluto; también la había en las puertas en ruinas, antes decoradas con estatuas y hoy reducidas a polvo. Tanto en los peregrinos respetuosos que les rendían homenaje, como en los nichos silenciosos donde la hiedra centenaria trepaba hasta el tejado a lo largo de los muros de las casas viejas; y como el paisaje campestre, todo parecía llevar en sí, como Agnes, el espíritu de tranquila inocencia, bálsamo soberano para un alma inquieta.

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