—¡No! ¡No! —exclamaron muchas voces al unísono.
—¿Conque no? —replicó J. T. Maston—. No, es un monosílabo que me resulta totalmente incomprensible en este recinto.
—¡Pero, escuchad…!
—¡No puedo escuchar nada! —exclamó el fogoso orador—. Tarde o temprano la guerra se hará, y pido que estalle hoy mismo.
—¡Maston! —dijo Barbicane haciendo sonar el timbre con estrépito—. ¡Os suplico que no sigáis hablando!
Maston quiso replicar, pero algunos de sus colegas pudieron contenerle.
—Convengo —dijo Barbicane— en que el experimento no se puede ni se debe intentar sino en territorio de la Unión, pero si mi impaciente amigo me hubiese dejado hablar, si hubiese recorrido con la vista este mapa, sabría que es perfectamente inútil declarar la guerra a nuestros vecinos, en atención a que ciertas fronteras de los Estados Unidos se extienden más allá del paralelo 28. Mirad el mapa y veréis que tenemos a nuestra disposición, sin salir de nuestro país, toda la parte meridional de Tejas y de Florida.
El incidente no tuvo consecuencias, si bien a J. T. Maston le costó no poco dejarse convencer. Se decidió fundir el columbiad en el suelo de Tejas o en el de Florida.
Pero esta decisión debía crear una rivalidad sin antecedentes entre las ciudades de estos dos Estados.
En la costa americana, el paralelo 28 atraviesa la península de Florida y la divide en dos partes casi iguales. Después, cruzando el golfo de México, se apoya en los extremos del arco formado por las costas de Alabama, Mississippi y Luisiana. Entonces, abordando Tejas, de la que corta un ángulo, se prolonga por México, salva Sonora, pasa por encima de la antigua California y se pierde en los mares del Pacífico. Situadas debajo de este paralelo, no había más que las porciones de Tejas y Florida que se hallasen en las condiciones de latitud recomendadas por el observatorio de Cambridge.
En su parte meridional, Florida, erizada de fuertes levantados contra los indios nómadas, no tiene ciudades de importancia. Tampa es la única población que por su situación merece tenerse en cuenta.
En Tejas las ciudades son más numerosas a importantes. Corpus Christi, en el distrito de Nueces, y todas las poblaciones situadas en el río Bravo: Laredo, Realitos, San Ignacio, Webb, Roma, Río Grande City, Pharr, Edimburgo, Hidalgo, Santa Rita, Panda, Brownsville, La Feria y San Manuel formaron contra las pretensiones de Florida una liga imponente.
Los diputados tejanos y floridenses, apenas conocieron la decisión, se trasladaron a Baltimore por el camino más corto, y desde entonces el presidente Barbicane y los miembros más influyentes del Gun-Club se vieron día y noche asediados por formidables reclamaciones.
Con menos afán se disputaron siete ciudades de Grecia la gloria de haber sido la cuna de Homero que el Estado de Tejas y el de Florida la de ver fundir un cañón en su regazo.
Aquellos feroces hermanos recorrían armados las calles de Baltimore. Era inminente un conflicto de incalculables consecuencias.
Afortunadamente, la prudencia y el buen tacto del presidente Barbicane conjuraron el peligro. Las demostraciones personales hallaron un derivativo en los periódicos de varios Estados. En tanto que el New York Herald y la Tribune se declaraban partidarios de Tejas, el Times y el American Review se constituían en órganos de los diputados floridenses. Los miembros del Gun-Club estaban perplejos.
Tejas hacía orgulloso alarde de sus veintiséis condados, que parecía poner en batería; pero Florida contestaba que, siendo ella un país seis veces más pequeño, tenía doce condados que son relativamente a la extensión del territorio más que los veintiséis de Tejas.
Tejas sacaba a relucir sus 300.000 habitantes, pero Florida, menos extensa, se consideraba más poblada con sus 56.000. Acusaba a Tejas de tener una variedad de fiebres palúdicas que costaba la vida todos los años a algunos miles de habitantes. Y, desde luego, tenía razón. Tejas, a su vez, replicaba que Florida, respecto a fiebres, nada tenía que envidiar a nadie, y que no era prudente que acusase de insalubres a otros países un Estado que tenía la honra de poseer entre sus enfermedades endémicas el vómito negro. Y Tejas tenía razón también.
Además, añadían los tejanos en el New York Herald, algunas consideraciones que merece un Estado que produce el mejor algodón de América y la mejor madera de construcción para buques, encerrando también en sus entrañas soberbio carbón de piedra y minas de hierro que dan un 50 por ciento de mineral puro.
A esto el American Review contestaba que el suelo de Florida, sin ser tan rico, ofrecía mejores condiciones para fundir y vaciar el columbiad, porque estaba compuesto de arena y arcilla.
—Pero —replicaban los tejanos— antes de fundir algo, sea lo que sea, en un país, es preciso llegar al país, y las comunicaciones con Florida son difíciles, mientras que la costa de Tejas ofrece la bahía de Galveston, que tiene catorce leguas de extensión y podría contener holgadamente a todas las escuadras del mundo.
—¡Bueno! —repetían los periódicos defensores de Florida—. ¡Gran cosa tenéis en vuestra bahía de Galveston, situada encima del paralelo 29! ¿No tenemos acaso nosotros la bahía del Espíritu Santo, abierta precisamente a 28° de latitud, y por la cual los buques llegan directamente a Tampa?
—¡Magnífica bahía! —respondía sarcásticamente Tejas—. ¡Una bahía medio cegada!
—¡Vosotros sois los que estáis cegados por la pasión! —exclamaba Florida—. ¡Cualquiera, al oíros, diría que yo soy un país de salvajes!
—La verdad es que los semínolas recorren vuestras praderas.
—¿Y vuestros apaches y comanches son gente civilizada?
Después de algunos días de dimes y diretes, Florida llamó a su adversario a otro terreno, y una mañana salió el Times con la pata de gallo de que siendo la empresa esencialmente americana, no podía llevarse a cabo sino en un terreno esencialmente americano.
A estas palabras, Tejas se salió de sus casillas.
—¡Americanos! —exclama—. ¿No lo somos tanto como vosotros? ¿Tejas y Florida no se incorporaron las dos a la Unión en 1845?
—Sin duda —respondió el Times—. ¡Después de haber sido españoles o ingleses por espacio de doscientos años, os vendieron a los Estados Unidos por cinco millones de dólares!
—¡Qué importa! ——replicaron los floridenses—. ¿Debemos por ello avergonzarnos? En 1903, ¿no fue comprada la Luisiana a Napoleón por dieciséis millones de dólares?
—¡Qué vergüenza! —exclamaron entonces los diputados de Tejas—. ¡Un miserable pedazo de tierra como Florida ponerse en parangón con Tejas, que, en lugar de venderse, se hizo ella misma independiente, expulsó a los mexicanos el 2 de marzo de 1836 y se declaró república federal después de la victoria alcanzada por Samuel Houston en las márgenes del San Jacinto sobre las tropas de Santana! ¡Un país, en fin, que se anexionó voluntariamente a los Estados Unidos de América!
—¡Sí, por miedo a los mexicanos! —respondió Florida.
¡Miedo! Desde el momento que se pronunció esta palabra, demasiado fuerte, en realidad, la posición se hizo intolerable. Era de temer un degüello de los dos partidos en las calles de Baltimore. Fue preciso vigilar a los diputados con centinelas.
El presidente Barbicane se hallaba metido en un atolladero. Llegaban continuamente a sus manos notas, documentos y cartas preñadas de amenazas. ¿Qué partido había de tomar? Bajo el punto de vista de la posición, facilidad de las comunicaciones y rapidez de los transportes, los derechos de los dos Estados eran perfectamente iguales. En cuanto a las personalidades políticas, nada tenían que ver en el asunto.
La vacilación y la perplejidad se habían prolongado ya mucho y ofrecían visos de perpetuarse, por lo que Barbicane trató de salir resueltamente al paso ocurriéndosele una solución que era indudablemente la más discreta.
—Todo bien considerado —dijo—, es evidente que las dificultades suscitadas por la rivalidad de Tejas y Florida se producirán entre las ciudades del Estado favorecido. La rivalidad descenderá del género a la especie, del Estado a la ciudad, y no habremos adelantado nada. Pero Tejas tiene once ciudades que gozan de las condiciones requeridas, y las once, disputándose el honor de la empresa, nos crearán nuevos conflictos, al paso que Florida no tiene más ciudades que Tampa. Optemos, pues, por Florida.
Esta disposición, apenas fue conocida, puso a los diputados de Tejas de un humor de perros. Se apoderó de ellos un furor indescriptible, y dirigieron insultos desmedidos a los distintos miembros del Gun-Club. Los magistrados de Baltimore no podían tomar más que un partido, y lo tomaron. Mandaron preparar un tren especial, metieron en él de grado o fuerza a los tejanos, y les hicieron abandonar la ciudad con una rapidez de treinta millas por hora.
Pero, por precipitado que fuese su obligado viaje, tuvieron tiempo de echar un último sarcasmo amenazador a sus adversarios.
Aludiendo a la poca extensión de Florida, península en miniatura encerrada entre dos mares, se consolaron con la idea de que no resistiría al sacudimiento del disparo y saltaría al primer cañonazo.
—¡Que salte! —respondieron los floridenses, con un laconismo digno de los tiempos antiguos.
Resueltas las dificultades astronómicas, mecánicas y topográficas, se presentaba la cuestión económica. Tratábase nada menos que de procurarse una enorme cantidad para la ejecución del proyecto. Ningún particular, ningún Estado hubiera podido disponer de los millones necesarios.
Por más que la empresa fuese americana, el presidente Barbicane tomó el partido de darle un carácter de universalidad para poder pedir su cooperación a todas las naciones. Era a la vez un derecho y un deber de toda la Tierra intervenir en los negocios de su satélite. Abriose con este fin una suscripción que se extendió desde Baltimore al mundo entero.
Urbi et orbi
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La suscripción debía tener un éxito superior a todas las esperanzas. Tratábase, sin embargo, de un donativo, y no de un préstamo. La operación, en el sentido literal de la palabra, era puramente desinteresada, sin la más remota probabilidad de beneficio. Pero el efecto de la comunicación de Barbicane no se había limitado a las fronteras de los Estados Unidos, sino que había salvado el Atlántico y el Pacífico, invadiendo a la vez Asia y Europa, África y Oceanía. Los observadores de la Unión se pusieron inmediatamente en contacto con los de los países extranjeros. Algunos, los de París, San Petersburgo, El Cabo, Berlín, Altona, Estocolmo, Varsovia, Hamburgo, Budapest, Bolonia, Malta, Lisboa, Benarés, Madrás y Pekín cumplimentaron al Gun-Club; los demás se encerraron en una prudente expectativa.
En cuanto al observatorio de Greenwich, con el beneplácito de los otros veintidós establecimientos astronómicos de la Gran Bretaña, no se anduvo en chiquitas ni paños calientes, sino que negó terminantemente la posibilidad del éxito, y se colocó sin vacilar en las filas del capitán Nicholl, cuyas teorías prohijó sin la menor reserva.
Así es que, en tanto que otras ciudades científicas prometían enviar delegados a Tampa, los astrónomos de Greenwich acordaron, en una sesión especial, no darse por enterados de la proposición de Barbicane. ¡A tanto llega la envidia inglesa! Pero el efecto fue excelente en el mundo científico en general, desde el cual se propagó a todas las clases de la sociedad, que acogieron el proyecto con el mayor entusiasmo. Este hecho era de una importancia inmensa tratándose de una suscripción para reunir un capital considerable.
El 8 de octubre, el presidente Barbicane redactó un manifiesto capaz de entusiasmar a las piedras, en el cual hacía un llamamiento a todos los hombres de buena voluntad que pueblan la Tierra. Aquel documento, traducido a todos los idiomas, tuvo un éxito portentoso.
Se abrió suscripción en las principales ciudades de la Unión para centralizar fondos en el banco de Baltimore, 9 Baltimore Street, y luego se establecieron también centros de suscripción en los diferentes países de los dos continentes:
Tres días después del manifiesto del presidente Barbicane se había recaudado en las varias ciudades de la Unión cuatro millones de dólares, con los cuales el Gun-Club pudo empezar los trabajos.
Algunos días después se supo en América, por partes telegráficos, que en el extranjero se cubrían las suscripciones con una rapidez asombrosa. Algunos países se distinguían por su generosidad, pero otros no soltaban el dinero tan fácilmente. Cuestión de temperamento. Rusia, para cubrir su contingente, aprontó la enorme suma de 368.733 rublos.
Francia empezó riéndose de la pretensión de los americanos. Sirvió la Luna de pretexto a mil chanzonetas y retruécanos trasnochados y a dos docenas de sainetes en que el mal gusto y la ignorancia andaban a la greña. Pero así como en otro tiempo, los franceses soltaron la mosca después de cantar, la soltaron esta vez después de reír, y se suscribieron por una cantidad de 253.930 francos. A este precio, tenían derecho a divertirse un poco.
Austria, atendido el mal estado de su Hacienda, se mostró bastante generosa. Su parte en la contribución pública se elevó a la suma de 216.000 florines, que fueron bien recibidos.
Suecia y Noruega enviaron 52.000 rixdales, que, en relación al país, son una cantidad considerable, pero hubiera sido mayor aún si se hubiese abierto suscripción en Cristianía al mismo tiempo que en Estocolmo. Por no sabemos qué razón, a los noruegos no les gusta enviar su dinero a Suecia.