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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

Deja en paz al diablo (20 page)

BOOK: Deja en paz al diablo
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Gurney se preguntó si eso formaba parte del objetivo del Buen Pastor: no solo matar a propietarios ricos, sino también reducir los símbolos de su riqueza a pilas de chatarra sin sentido. La humillación final de los ricos y poderosos. Polvo al polvo.

—¿Interrumpimos algo? —Era la voz de Madeleine.

Gurney levantó la mirada, asombrado. Su mujer estaba de pie en el umbral del estudio. Kim estaba detrás de ella. No las había oído entrar en la casa. Todavía llevaban puestas aquellas chaquetas tan coloridas.

—¿Interrumpir?

—Parecías muy concentrado.

—Solo estaba tratando de absorber cierta información.

—¿Estabas hablando solo?

—¿Qué?

—¿O quizás estabas hablando por teléfono?

—Por teléfono. Hace un par de minutos. ¿Qué estáis tramando?

—Ha salido el sol. Va a ser un día precioso. Voy a hacer con Kim una excursión por la colina.

—¿No estará llena de barro? —Percibió el mal genio en su propia voz.

—Puede ponerse un par de botas mías.

—¿Vais a ir ahora?

—¿Hay algún problema con eso?

—No, claro que no. De hecho, yo también tengo que salir un par de horas.

Madeleine lo miró con alarma.

—¿En coche? ¿Tal y como tienes el brazo?

—El ibuprofeno es un gran invento.

—¿Ibuprofeno? Hace doce horas te caíste, acabaste en urgencias y tuvieron que traerte a casa. ¿Ahora, un par de pastillas y estarás como nuevo?

—No como nuevo, pero no tan lisiado como para no poder funcionar.

Madeleine lo miró exasperada.

—¿Adónde has de ir que es tan importante?

—¿Recuerdas a la doctora Holdenfield?

—Recuerdo su nombre. Rebecca, ¿no?

—Exacto. Rebecca. Psicóloga forense.

—¿Dónde está?

—Tiene la consulta en Albany.

Madeleine arqueó una ceja.

—¿Albany? ¿Vas a ir a Albany?

—No. Hoy va a estar en Cooperstown. Hay una especie de simposio profesional… o algo así.

—¿En el Otesaga?

—¿Cómo lo sabes?

—¿Dónde más puede haber un simposio en Cooperstown? —Lo miró con curiosidad—. ¿Ha surgido algo urgente?

—No, no ha surgido nada. Pero tengo algunas preguntas sobre el caso del Buen Pastor. En el perfil del FBI aparecía un libro suyo sobre el asesino en serie, en una nota al pie. Creo que puede que haya escrito artículos específicos sobre el caso.

—¿No podías hacer las preguntas por teléfono?

—Demasiadas. Demasiado complicado.

—¿A qué hora estarás en casa?

—Me va a conceder cuarenta y cinco minutos, hasta las dos, así que debería estar en casa a las tres, como muy tarde.

—A las tres como muy tarde. Recuérdalo.

—¿Por qué?

Madeleine entrecerró los ojos.

—¿Me estás preguntando por qué deberías recordar algo?

—Lo que quiero decir es si va a pasar algo a las tres en punto, algo que yo no sepa.

—Cuando me dices que vas a hacer algo, creo que estaría bien que lo hicieras de verdad. Si me dices que vas a llegar a casa a las tres, me gustaría poder confiar en que estarás de verdad en casa a las tres. Nada más. ¿Vale?

—Desde luego.

Si Kim no hubiera estado allí, podría haber tardado un poco más en mostrarse de acuerdo, podría haber sido más tenaz y preguntar por qué aquello era tan importante precisamente ese día. Sin embargo, Gurney había crecido en una casa donde ni la menor discrepancia podía airearse delante de un extraño. En su interior tenía arraigada una suerte de rígida reticencia angloirlandesa a mostrarse en público tal como era.

Kim parecía preocupada.

—¿No debería ir contigo?

—Casi no tiene sentido que vaya yo. Así pues, desde luego, no hay necesidad alguna de que vayamos los dos.

—Vamos —dijo Madeleine, volviéndose hacia Kim—. Iré a buscarte unas botas. Aprovechemos que aún hace sol para subir a la colina.

Al cabo de dos minutos, Gurney, todavía en el estudio, oyó que la puerta corredera se abría y se cerraba con firmeza. La casa quedó sumida en el silencio. Se volvió hacia la pantalla de su ordenador, cerró el documento con las fotos del Mercedes aplastado del doctor Brewster y buscó en Google los términos «Holdenfield» y «Pastor».

El primer resultado fue un artículo de revista con un título desalentadoramente académico: «Patrón de resonancia: deducciones sobre la formación de la personalidad aplicadas a un asesino desconocido (alias Buen Pastor), mediante la utilización de protocolos de modelado bivalentes inductivo-deductivos. R. Holdenfield
et al
.».

Fue bajando por los resultados, saltándose aquellos en los que los términos de búsqueda habían encontrado cualquier otra cosa, desde una noticia sobre un hombre de Holdenfield, Nebraska, al que había mordido un pastor alemán, hasta el obituario de un trombonista negro llamado Holdenfield y oficiado por un pastor episcopaliano. Al final, contó una docena de páginas relevantes que relacionaban a Rebecca con aquel caso de homicidio. Todas hacían referencia a artículos profesionales.

Las repasó una por una. Sin embargo, en la mayoría de los casos solo se podía acceder a los artículos si estabas suscrito a las revistas que los habían publicado. Y bien pensado, su curiosidad en relación con ellos tampoco era tan alta. Por otro lado, si el lenguaje empleado en su artículo sobre el patrón de resonancia resultaba indicativo, podía concluir que leerse de cabo a rabo todos aquellos textos podía provocarle un terrible dolor de cabeza.

18. Patrón de resonancia

Cooperstown estaba situada al sur de un largo y estrecho lago, en las colinas rurales del condado de Otsego. Dos clases de turismo constituían la seña indicativa del lugar: por un lado, el apacible y adinerado; por el otro, el relacionado con el béisbol; por una parte, una calle principal llena de recuerdos deportivos; por otra, calles laterales tranquilas donde las casas de estilo neogriego reposaban a la sombra de robles centenarios. La América profunda en el centro del pueblo mezclada con tiendas de ropa Brooks Brothers bajo los altos árboles.

Había tardado en llegar a Walnut Crossing un poco más de lo previsto, más de una hora de viaje. De todos modos, llegó al Otesaga mucho antes de la hora prevista para su cita. Puede que, en el fondo, inconscientemente, quisiera oír la conferencia de Holdenfield, o al menos parte de ella.

Finales de marzo no era temporada alta, y menos para un hotel situado junto a un lago. Solo un tercio del aparcamiento estaba ocupado. El lugar, aunque bien cuidado, parecía medio desierto.

Gurney creía que se podía saber lo caro que era un hotel por lo rápida y sonriente que era la persona que acudía a abrirte la puerta. Según ese criterio, concluyó que una habitación en el Otesaga costaría al menos cuatrocientos dólares por noche.

La elegancia del vestíbulo confirmó esa impresión. Gurney estaba a punto de preguntar por la ubicación de la sala Fenimore cuando vio un caballete de madera que sostenía un cartel con una flecha que respondía a su pregunta. La flecha señalaba a un amplio pasillo con paredes de molduras clásicas. El cartel indicaba que la sala estaba reservada ese día para una reunión de la Asociación de Psicología Filosófica de Estados Unidos.

Al final del pasillo, había otro cartel idéntico junto a una puerta abierta. Cuando Gurney se acercó, oyó una salva de aplausos. Al llegar, comprobó que acababan de presentar a Rebecca Holdenfield. La mujer estaba ocupando su lugar al fondo de la sala, en el estrado. Era un espacio de techos altos que bien podría haber dado cobijo a una reunión de senadores romanos.

«No está mal», pensó Gurney.

Habría unas doscientas sillas, casi todas ocupadas. La inmensa mayoría de los asistentes eran varones, y muchos de ellos parecían de mediana edad o mayores. Gurney entró en la sala y ocupó un asiento en la última fila. Se sentía tan fuera de lugar como cuando iba a bodas, funerales o celebraciones por el estilo.

Holdenfield captó su mirada, pero no mostró ningún signo de reconocimiento. Acomodó unos papeles en el atril y sonrió a su público. Su expresión revelaba seguridad e intensidad más que calidez.

Nada nuevo.

—Gracias, señor presidente. —La sonrisa se apagó, la voz era clara y potente—. Estoy aquí para aportarles una idea sencilla. No les pido que estén de acuerdo o en desacuerdo. Les pido que piensen en ello. Lo que les aporto es una nueva visión del papel de la imitación en nuestras vidas, y de cómo afecta a todo lo que pensamos, sentimos y hacemos. En mi opinión, la imitación puede ser un instinto de supervivencia de la especie humana, tan indispensable como el sexo. Es una idea revolucionaria. La imitación nunca se ha clasificado como un instinto: una tendencia a la acción impulsada por la acumulación y descarga de tensión. Pero ¿no es exactamente eso lo que es?

Hizo una pausa. Su público permanecía atento.

—Quizás el hecho más revelador y que se ha pasado por alto respecto a la imitación es que… sienta bien. El proceso de imitación proporciona al organismo humano una forma de placer, una liberación de tensión. En todo lo que hacemos suele haber un sesgo a favor de la repetición, porque sienta bien.

A Holdenfield le brillaban los ojos. Su público parecía extasiado.

—Disfrutamos viendo lo que hemos visto antes y haciendo lo que hemos hecho antes. El cerebro busca un patrón de resonancia porque la resonancia proporciona placer.

Se apartó del podio, para conectar más directamente con sus oyentes.

—La supervivencia de cualquier especie depende de que cada nueva generación sea capaz de replicar los comportamientos de la generación anterior. Esta réplica podría surgir de la programación genética o del aprendizaje. Por ejemplo, las hormigas confían en gran medida en la programación genética de su conducta. Nosotros confiamos en gran medida en el aprendizaje. Los cerebros de los insectos nacen sabiendo prácticamente todo lo que necesitan saber, mientras que los cerebros humanos nacen sin saber prácticamente nada de lo que necesitan saber. El imperativo de supervivencia de los insectos es actuar. El imperativo de supervivencia del ser humano es aprender. El instinto del insecto lo impulsa a través de los actos específicos de su ciclo vital, mientras que nuestro instinto de imitación nos conduce a través del proceso de aprendizaje de cómo actuar.

Por lo que Gurney podía ver, todos los presentes estaban encandilados con sus palabras. En aquella sala, Holdenfield era una especie de estrella del rock.

—En este instinto se hunden las raíces del arte, del hábito, del placer de la creatividad, del dolor de la frustración. Mucho sufrimiento humano resulta de que el instinto de imitación tenga que enfrentarse directamente a recompensas y castigos externos. Consideremos el caso de un padre que pega a un hijo para castigarlo por haber pegado a otro niño. Se enseñan dos lecciones: pegar es una mala forma de tratar la conducta que nos resulta cuestionable (ya que está siendo castigada); y pegar es la forma adecuada de tratar la conducta que consideramos cuestionable (ya que se muestra como modelo de forma de castigar). El padre que pega a su hijo para enseñarle que no pegue, de hecho, le está enseñando a pegar. El potencial daño psíquico es enorme cuando la conducta que se muestra como modelo es la conducta que se castiga.

Durante la siguiente media hora, a Gurney le pareció que Holdenfield solo estaba repitiendo con otras palabras lo que ya había dicho. Aun así, lejos de aburrir a su público, parecía estar extasiándolo más todavía. Paseando y haciendo gestos teatrales, parecía una mujer con un dominio total de aquella gran sala de conferencias.

Finalmente, volvió a su posición detrás del estrado. En su expresión dejaba ver un gesto de triunfo.

—Por consiguiente, les pido que consideren la posibilidad de que el impulso de satisfacer el instinto de imitación sea el ingrediente más importante que falta en nuestra comprensión de la naturaleza del ser humano. Gracias por su atención.

Un fuerte aplauso se extendió por la sala. Un miembro del público de tez rubicunda y pelo blanco se levantó en la fila delantera y se dirigió a sus compañeros asistentes con la voz serena de un presentador de radio de los viejos tiempos.

—En nombre del grupo me gustaría dar las gracias a la doctora Holdenfield por esta estupenda presentación. Ha dicho que quería darnos algo en lo que pensar y, sin duda, eso es exactamente lo que ha hecho. Estamos ante un concepto más que intrigante. Dentro de unos quince minutos tendremos abierto el bar y el bufé. Entre tanto, tienen oportunidad de hacer preguntas y comentarios. ¿Le parece bien, Rebecca?

—Por supuesto.

Las «preguntas» fueron más bien una serie de loas a la originalidad del razonamiento de Holdenfield y expresiones de gratitud por su presencia. Después de veinte minutos de lo mismo, el hombre de pelo blanco se levantó otra vez, dio las gracias a Rebecca, una vez más, y anunció que el bar ya estaba abierto.

—Interesante —dijo Gurney con una sonrisa astuta.

Holdenfield le dedicó una mirada entre reticente y examinadora. Estaban sentados en un pequeño patio con una galería que daba a un césped muy bien cuidado salpicado de arbustos de boj. Brillaba el sol y, más allá del césped, el lago era tan azul como el cielo. Holdenfield lucía un traje chaqueta beis de seda y una blusa blanca del mismo material. No llevaba maquillaje ni joyas, a excepción de un reloj de oro que parecía caro. Se había recogido el cabello, de un castaño rojizo. Sus ojos castaño oscuro lo estaban estudiando.

—Ha venido muy pronto —dijo.

—Ya que venía quería aprender lo más posible.

—¿De psicología filosófica?

—De usted y de su forma de pensar.

—¿Mi forma de pensar?

—Tengo curiosidad por cómo llega a sus conclusiones.

—¿En general? ¿O tiene una pregunta específica que no está formulando?

Gurney sonrió.

—¿Cómo le ha ido?

—¿Qué?

—Tiene buen aspecto. ¿Cómo le ha ido?

—Bien, supongo. Ocupada. Muy ocupada, de hecho.

—Parece que da réditos.

—¿A qué se refiere?

—Fama. Respeto. Aplausos. Libros. Artículos. Conferencias.

Ella asintió, ladeó la cabeza, lo observó, esperó.

—¿Y?

Gurney miró por encima del césped, al lago reluciente.

—Solo estoy remarcando la notable carrera que ha hecho. Primero un gran nombre en la psicología forense, ahora un gran nombre en la psicología filosófica. La marca Holdenfield está creciendo y brillando. Estoy impresionado.

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