Demian (3 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Novela de formación

BOOK: Demian
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Tenía necesidad de pensar sobre este asunto y trazar caminos para el día siguiente; pero no pude hacerlo. Me pasé toda la tarde intentando acostumbrarme al ambiente transformado que reinaba en nuestro cuarto de estar. El reloj y la mesa, la Biblia y el espejo, la librería y los cuadros se despedían de mí; con el corazón helado, me veía obligado a contemplar cómo mi mundo y mi vida feliz y buena se transformaban en pasado y se desligaban de mí. Me veía sujeto por nuevas y absorbentes raíces al mundo extraño y tenebroso. Descubrí el gusto de la muerte; y la muerte sabe amarga porque es nacimiento, porque es miedo e incertidumbre ante una aterradora renovación.

Por fin, llegó la hora de acostarme. Pero antes, como último purgatorio, tuve que aguantar las oraciones de la noche, en las que se cantó una de mis oraciones preferidas. Yo no canté; cada tono era como hiel y veneno para mí. Tampoco recé con ellos; y cuando mi padre pronunció la acción de gracias y terminó con las palabras:

«Tu espíritu esté con nosotros», un impulso me apartó de su comunidad. La gracia de Dios estaba con todos ellos pero no conmigo. Me fui a mi cuarto aterido y profundamente cansado.

En la cama, después de un rato, cuando el calor y la seguridad me envolvían cariñosamente, mi corazón volvió otra vez a la angustia, revoloteando temeroso en torno a lo que había pasado. Mi madre acababa de darme las buenas noches, como siempre; sus pasos aún resonaban en la habitación y el resplandor de su vela aún refulgía en la puerta entreabierta. «Ahora —pensé—, ahora vendrá otra vez. Se ha dado cuenta de todo. Me dará un beso, me preguntará con bondad y comprensión y entonces podré llorar. Se me derretirá el hielo que tengo en la garganta, la abrazaré y se lo diré todo. Entonces, todo volverá a la normalidad. ¡Será la salvación!» Cuando la rendija de la puerta volvió a quedar a oscuras, estuve un rato escuchando, convencido de que tenía que suceder así por fuerza.

Luego volví a mis penas y me enfrenté con mi enemigo. Le veía claramente. Tenía guiñado un ojo, su boca reía brutalmente y, mientras yo le miraba, seguro de que no podía escapar, él crecía y se hacía cada vez más horrible y sus ojos malvados lanzaban destellos diabólicos. Estuvo junto a mí hasta que me dormí; y entonces no soñé con él ni con las cosas de aquel día sino que mis padres, mis hermanas y yo íbamos en una barca y nos rodeaba la paz y la luz de un día de vacaciones. En medio de la noche me desperté, con el sabor de la felicidad aún en la boca; todavía veía brillar los trajes blancos de mis hermanas bajo el sol. Pero me precipité desde aquel paraíso a la realidad y de nuevo me encontré, cara a cara, con el enemigo de los ojos malvados.

Por la mañana, cuando mi madre entró presurosa diciendo que era tarde y preguntándome por qué estaba aún en la cama, tenía yo muy mala cara. Al preguntarme si me pasaba algo, vomité.

Parecía que con aquello ganaba algo. Me gustaba estar un poco enfermo y pasarme una mañana entera en la cama, tomando manzanilla y escuchando cómo mi madre arreglaba el cuarto de al lado y Lina recibía al carnicero en el pasillo. Una mañana sin colegio era algo maravilloso y legendario. El sol jugueteaba en la habitación, pero no era el mismo sol contra el que se bajaban las cortinas verdes en el colegio. Sin embargo, todo aquello no tenía hoy el sabor de otras veces y me sonaba a falso.

¡Ojalá me hubiera muerto! Pero sólo me sentía un poco mal, como muchas veces me había sentido, y con eso no se arreglaba nada. Sí; me salvaba del colegio, pero no me salvaba de Kromer, que me esperaría a las once en el mercado. El cariño de mi madre no me consolaba; me molestaba y me dolía. Me hice el dormido y me puse a pensar. No había salida: a las once tenía que estar en el mercado. A las diez me levanté y dije que estaba mejor. Me contestaron, como siempre en estos casos, que me volviera a la cama y que si no tendría que ir al colegio por la tarde. Dije que iría de buena gana al colegio. Ya tenía trazado un plan.

Sin dinero no podía presentarme a Kromer. Tenía que hacerme con la hucha, que al fin y al cabo me pertenecía. No contenía dinero suficiente, eso ya lo sabía; pero algo era, y un presentimiento me decía que mejor era eso que nada y que así Kromer se apaciguaría.

Tuve una sensación malísima al entrar en calcetines en el cuarto de mi madre para sacar la hucha de su escritorio. Pero no era una sensación tan insoportable como la de ayer. Los latidos del corazón casi me ahogaban, y no me fue mejor cuando descubrí en el zaguán que la hucha estaba cerrada. Era fácil abrirla: sólo había que romper una fina rejilla de hojalata; pero me dolió hacerlo porque con ese acto había cometido realmente un robo. Hasta ahora sólo había goloseado terrones de azúcar y fruta. Esto, sin embargo, era robar, aunque fuera mi dinero. Me di cuenta de que había dado un paso más hacia Kromer y su mundo, de que iba poco a poco cuesta abajo, pero me obstiné en ello. ¡Al diablo todo! Ahora no podía volverme atrás. Conté el dinero con miedo. En la hucha hacía mucho ruido, pero ahora en la mano era una miseria: 65 céntimos. Escondí la hucha bajo la escalera y con el dinero en la mano salí de la casa, con una sensación totalmente nueva... Arriba alguien me llamaba, o eso me pareció; eché a andar de prisa.

Aún tenía mucho tiempo por delante y fui dando rodeos por las callejas de una ciudad transformada, bajo nubes nunca vistas, ante edificios que me observaban y entre personas que sospechaban de mí. En el camino me acordé de que un compañero mío había encontrado un día un táler en el mercado de ganado. De buena gana hubiera rezado para que Dios hiciera un milagro y me permitiera un descubrimiento así. Pero yo no tenía derecho a rezar. Además, eso no hubiera arreglado la hucha rota.

Franz Kromer me vio venir de lejos, pero se acercó lentamente y como si no me viera. Cuando llegó a mi me hizo un gesto para que le siguiera, bajó por la Strohgasse, cruzó el puente y siguió caminando hasta que se detuvo cerca de un edificio en construcción, ya en las afueras. Nadie estaba trabajando en la obra; los muros se levantaban desnudos, sin ventanas ni puertas. Kromer echó un vistazo a su alrededor y entró por una puerta. Yo le seguí. Se paró detrás de un muro, me llamó y tendió la mano.

—¿Qué, lo traes? —preguntó fríamente.

Saqué el puño del bolsillo y dejé caer mi dinero en la palma de su mano. Antes de que hubiera caído la última moneda, ya lo había contado.

—Son sesenta y cinco céntimos —dijo, y me miró.

—Sí —contesté tímidamente—. Es todo lo que tengo; no es bastante, ya lo sé. Pero es todo. No tengo más.

—Te creía más listo —me replicó casi con bondad—. Entre hombres de honor tiene que haber orden. No quiero aceptar nada de ti que no sea justo, tú lo sabes. ¡Toma tus perras! El otro, ya sabes quién, no intentará regatear conmigo. Ese paga.

—¡Pero no tengo más! Son todos mis ahorros.

—Eso es cosa tuya. Pero vamos, no quiero hacerte daño. Me debes aún un marco y treinta y cinco céntimos. ¿Cuándo me los vas a dar?

—Los tendrás, Kromer. ¡Seguro! Aún no sé cuándo, pero quizá tenga pronto dinero, mañana o pasado. Comprenderás que no puedo decírselo a mi padre.

—A mí eso no me importa. Pero ya sabes que no quiero hacerte daño. Yo podía tener ese dinero antes del mediodía, y ya sabes que soy pobre. Tú tienes trajes bonitos y te dan mejor comida que a mí. Pero no voy a decir nada. Esperaré un poco. Pasado mañana te llamaré por la tarde, y me lo traes. ¿Conoces bien mi silbido? Me silbó una señal que ya había oído muchas veces.

—Sí —dije—, ya sé.

Se marchó como si yo no tuviera nada que ver con él. Aquello había sido un negocio y nada más.

Hoy todavía me asustaría el silbido de Kromer si lo oyera inesperadamente. Desde aquel día lo tuve que escuchar muchas veces; me daba la impresión de oírlo constantemente, sin cesar. No había lugar, juego, trabajo o pensamiento adonde no llegara ese silbido que me esclavizaba y que era mi destino. A menudo bajaba yo en las tardes suaves y multicolores de otoño a nuestro pequeño jardín, que tanto me gustaba, y un extraño impulso me llevaba a los juegos infantiles de épocas pasadas; jugaba a ser un niño mas pequeño de lo que yo era y que aún era bueno, libre, inocente y protegido. En medio de los juegos sonaba desde cualquier parte el silbido de Kromer, siempre esperado pero siempre terriblemente inquietante e inoportuno, rompiendo la paz, destruyendo mis pensamientos. Entonces tenía que salir y seguir a mi verdugo a sitios apartados y feos, justificarme ante él y escuchar sus amenazadoras peticiones de dinero. Todo esto duraría unas semanas, pero a mí me pareció que fueron años, una eternidad. Raras veces conseguía dinero: de vez en cuando, alguna perra que robaba en la cocina, cuando Lina dejaba allí la bolsa de la compra. Kromer siempre me reñía y me hundía en su desprecio, diciendo que yo quería engañarle y estafarle, que era yo quien le robaba lo suyo y le hacía desgraciado. Nunca, en toda mi vida, he sentido la desdicha tan cerca del corazón; nunca he sentido mayor desesperanza ni mayor dependencia.

Había llenado la hucha de fichas de jugar y la había vuelto a dejar en su Sitio. Nadie preguntó por ella. Pero también aquello podía venírseme encima cualquier día. Más que al silbido brutal de Kromer temía yo a mi madre cuando se acercaba a mi suavemente:

¿vendría acaso a preguntarme por la hucha?

Como muchas veces me presentaba ante mi verdugo sin dinero, éste empezó a atormentarme y a utilizarme de otra manera. Me hacía trabajar para él. Me obligaba a hacer en su lugar los recados que le encargaba su padre, o me mandaba a hacer algo difícil como saltar diez minutos a la pata coja o colgar a un transeúnte un monigote en la espalda. Estos suplicios se prolongaban muchas noches en los sueños y yo me despertaba empapado de sudor.

Durante un tiempo caí enfermo. Durante el día vomitaba a menudo y tenía frío; por la noche, sin embargo, tenía fiebre y sudores. Mi madre se daba cuenta de que algo no iba bien y me demostraba un cariño tan grande que me martirizaba, ya que no podía corresponderle con franqueza.

Una vez mi madre me trajo un trocito de chocolate a la cama. Aquello era un recuerdo de años pasados, cuando solía recibir estas pequeñas sorpresas si había sido bueno. Me dolió tanto el recuerdo que sólo pude mover la cabeza. Ella me preguntó qué me pasaba y me acarició el pelo. Sólo pude responder: «Nada, nada. No quiero que me des nada.» Dejó el chocolate en la mesilla y salió de la habitación. Cuando al día siguiente me quiso interrogar sobre lo sucedido, hice como si no me acordara de ello. Un día trajo al médico, que me hizo un reconocimiento y me recetó abluciones frías por la mañana.

Mi estado durante aquel tiempo era una especie de desquiciamiento. En medio de la paz ordenada de nuestra casa yo vivía atemorizado y torturado como un fantasma; no participaba en la vida de los demás y raras veces me olvidaba de mí mismo. Con mi padre, que muchas veces me interrogaba irritado, me mostraba frío y hermético.

2. Caín

La salvación de mis penalidades vino de una manera totalmente inesperada y fue acompañada al mismo tiempo de algo nuevo que ha estado actuando hasta hoy en mi vida.

En nuestro colegio había ingresado hacía poco un nuevo alumno. Era hijo de una viuda rica, que había venido a vivir a nuestra ciudad, y llevaba un brazalete negro en la manga. Iba a una clase superior a la mía y tenía unos años más; pero a mí como a todos, me llamó en seguida la atención. Este alumno tan sorprendente parecía mucho mayor de lo que en realidad era. A nadie le daba la impresión de que fuera un chico. Entre nosotros se movía extraño y maduro, como un hombre, como un señor más bien. No era popular, no participaba en los juegos y menos en las peleas; únicamente su tono seguro y decidido frente a los profesores nos gustaba. Se llamaba Max Demian.

Un día, como solía ocurrir en nuestro colegio, instalaron a otra clase en nuestra espaciosa aula, por no sé qué motivos. Esta clase era la de Demian. Nosotros, los pequeños, teníamos Historia Sagrada, y los mayores debían hacer una redacción. Mientras nos explicaban la historia de Caín y Abel, yo miraba de reojo la cara de Demian, que me fascinaba de manera extraña, y observaba aquel rostro seguro, inteligente y claro inclinado sobre su trabajo con atención y carácter. No parecía en absoluto un alumno haciendo sus deberes, sino un investigador dedicado a sus propios problemas. En el fondo no me resultaba simpático; al contrario, sentía algo contra él: me resultaba superior y frío, demasiado seguro de sí mismo. Sus ojos tenían la expresión de los adultos —que nunca gusta a los niños—, un poco triste y con destellos de ironía. Pero yo me sentía obligado a mirarle constantemente, me gustara o no; sin embargo, cuando él me dirigía la mirada, yo apartaba los ojos asustado. Si hoy recuerdo el aspecto que tenía Demian entonces, puedo decir que era diferente de todos los demás en cualquier sentido y que tenía una personalidad muy definida; por eso mismo llamaba la atención, aunque él hacía todo lo posible por pasar inadvertido, comportándose como un príncipe disfrazado que se encuentra entre campesinos y se esfuerza en parecer uno de ellos.

Al terminar las clases, salió detrás de mí. Cuando los demás se dispersaron, me alcanzó y saludó. También este saludo resultaba muy adulto y cortés, aunque imitara nuestro tono de colegiales.

—¿Vamos un rato juntos? —me preguntó con amabilidad.

Me sentí muy halagado y dije que sí. Entonces le expliqué dónde vivía.

—¡Ah! ¿Allí? —dijo sonriendo—. Conozco esa casa. Sobre vuestra puerta hay una cosa muy curiosa que me ha interesado desde que la vi.

No supe al principio a lo que se refería y me asombró que conociera mi casa mejor que yo. Debía referirse al escudo que campeaba sobre el portón; con el paso del tiempo se había desgastado y había sido pintado varias veces; creo que no tenía nada que ver con nosotros y nuestra familia.

—No sé lo que es —dije tímidamente—. Me parece que es un pájaro o algo parecido. Debe de ser muy antiguo. Dicen que la casa perteneció antiguamente a un convento.

—Puede ser —asintió él—. Obsérvalo bien; esas cosas suelen ser muy interesantes. Creo que el pájaro es un gavilán.

Seguimos adelante, yo muy aturdido. De pronto, Demian se rió, como si se le hubiera ocurrido algo muy divertido.

—Hoy he asistido a vuestra clase —dijo—. Sobre la historia de Caín, el que llevaba un estigma en la frente, ¿no? ¿Te gusta?

No, pocas veces me gustaba lo que tenía que estudiar. Sin embargo, no me atrevía a decirlo, porque era como si estuviera hablando con una persona mayor. Contesté que la historia me gustaba.

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