El Elba pasó debajo de ellos y el avión se deslizó a su suave vuelo de ochenta kilómetros hasta Roma. Media hora entre los parloteantes altavoces del aeropuerto Ciampini, tiempo para beber dos excelentes copas de vermut con bíter, y partieron nuevamente, volando suavemente hacia el sur rumbo a la punta de la bota itálica; la mente de Bond volvió a examinar los minuciosos detalles del encuentro que se aproximaba a cuatrocientos ochenta kilómetros por hora.
¿Acaso todo el asunto era un complicado plan del MGB del que no conseguía encontrar la clave? ¿Estaría avanzando hacia algún tipo de trampa que ni siquiera podía desentrañar la tortuosa mente de M? Bien sabía Dios que a M le preocupaba la posibilidad de dicha trampa. Cada ángulo concebible de las evidencias, a favor y en contra, había sido escrutado, no sólo por M sino también por una reunión formal de los jefes de sección que habían trabajado durante toda la tarde y parte de la noche anteriores. Pero, con independencia del ángulo desde el que habían examinado el caso, no habían sido capaces de sugerir qué podían obtener los rusos con aquello. Puede que quisieran secuestrar a Bond e interrogarlo. Pero ¿por qué a Bond? No era más que un agente de operaciones que no estaba implicado en el funcionamiento general del servicio secreto, que no guardaba en la mente nada útil para los rusos, excepto los detalles de la misión del momento y cierta cantidad de información previa que no podía ser vital en modo alguno. O podrían querer matar a Bond, como acto de venganza. Sin embargo, él no se había cruzado con ellos en los últimos dos años. Si querían matarlo, sólo tenían que dispararle en las calles de Londres, o en su apartamento, o ponerle una bomba en el coche.
Los pensamientos de Bond se vieron interrumpidos por la azafata.
—Por favor, abróchense los cinturones de seguridad.
Mientras la mujer hablaba, el avión descendió vertiginosamente y volvió a ascender con una fea nota de tensión en el alarido de los reactores. El cielo se puso repentinamente negro en el exterior.
La lluvia martilleó las ventanillas. Se produjo el cegador destello de luz azul y blanca y los sacudió un choque, como si una bomba antiaérea les hubiese caído encima. El avión comenzó a sacudirse y a vibrar en el vientre de la tormenta eléctrica que los había emboscado en la entrada del Adriático.
Bond percibió el olor del peligro. Es un olor real, algo así como la mezcla de sudor y electricidad estática que se percibe en un salón de máquinas de juego. Una vez más, el rayo tendió su brazo sobre la ventanilla. Restalló. Fue como si se encontraran en el centro de un trueno. De repente, el avión pareció increíblemente pequeño y frágil. ¡Trece pasajeros! ¡Viernes trece! Bond pensó en las palabras de Loelia Ponsonby y sintió las manos húmedas aferradas a los posabrazos del asiento. ¿Qué edad tendrá este avión?, se preguntó. ¿Cuántas horas de vuelo ha realizado? ¿Se habría metido en sus alas el escarabajo mortal de la fatiga metálica? ¿Cuánto de su fortaleza se habría comido ya? Tal vez no llegaría a Estambul, después de todo. Tal vez una caída en picado en el golfo de Corinto sería el destino que él había estado explorando filosóficamente apenas una hora antes.
En el centro de los pensamientos de Bond había una habitación a prueba de huracanes, como el tipo de fortaleza que se encuentra en las casas antiguas de los trópicos. Estas habitaciones son celdas pequeñas, de construcción robusta, situadas en el centro de la vivienda, en medio de la planta baja, y a veces, excavadas dentro de los cimientos. A esta celda se retiran el dueño y su familia en caso de que una tormenta amenace con destruir la casa, y permanecen en ella hasta que pasa el peligro. Bond entraba en su habitación a prueba de huracanes sólo cuando la situación escapaba a su control y no podía emprenderse ninguna otra acción. Ahora se retiró a esta fortaleza, cerró la mente al infierno de ruido y violentas sacudidas, y aguardó con los nervios relajados lo que el destino hubiese decidido para el vuelo 130 de la BEA.
Casi de inmediato las cosas mejoraron dentro del avión. La lluvia dejó de martillear las ventanillas y el sonido de los reactores volvió a su silbido imperturbable. Bond abrió la puerta de su habitación a prueba de huracanes y salió. Giró la cabeza lentamente, miró con curiosidad por la ventanilla y observó la diminuta sombra del avión que corría allá abajo por las calmas aguas del golfo de Corinto. Profirió un suspiro enorme y se metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón para sacar su pitillera hecha con bronce de cañones. Se sintió satisfecho al ver que sus manos no temblaban en lo más mínimo mientras sacaba el mechero y encendía uno de los cigarrillos Morland, los de los tres anillos dorados. ¿Debía decirle a Lil que tal vez había estado a punto de tener razón? Decidió que si en Estambul podía encontrar una postal lo bastante grosera, lo haría.
En el exterior, el día se apagaba con los colores de un delfín moribundo, y el Monte Hymettós avanzó hacia ellos, azul en el ocaso. Descendieron sobre la parpadeante extensión de Atenas y, al cabo de poco, el Viscount rodaba por la pista de cemento reglamentaria con su manga catavientos flácida y los letreros en las extrañas letras danzantes que Bond apenas había visto desde que estaba en el colegio.
Bond bajó del avión con un puñado de pálidas personas silenciosas, y avanzó hasta el área de pasajeros en tránsito, donde estaba el bar. Pidió un vaso de ouzo, se lo bebió de un sorbo y a continuación bebió un sorbo de agua helada. Había una fuerte aspereza bajo el sedoso sabor anisado, y Bond sintió que la bebida le prendía un ligero, rápido fuego desde la garganta hasta el estómago. Dejó el vaso en la barra y pidió otro.
Para cuando los altavoces lo llamaron, ya estaba oscuro y la media luna navegaba limpia y alta por encima de las luces de la ciudad. El aire tenía la suavidad de la noche, olía a flores y se oía el pulso regular del canto de las cigarras y la lejana voz de un hombre que entonaba una canción.
La voz era clara y triste, y el canto tenía una nota de lamento. Cerca del aeropuerto un perro ladró nervioso al percibir un olor humano desconocido. De repente, Bond se dio cuenta de que había llegado a Oriente, donde el perro guardián aulla durante toda la noche. Por alguna razón, al darse cuenta de esto sintió una punzada de placer y emoción en el corazón.
Les quedaba sólo un vuelo de noventa minutos hasta Estambul, cruzando el oscuro Egeo y el mar de Mármara. Una cena excelente, con dos Martini secos y media botella de clarete Calvet, apartó de la mente de Bond toda reserva acerca de volar en viernes trece y sus preocupaciones respecto a la misión, y las sustituyó por un humor de placentera expectación.
Por fin llegaron y las cuatro turbinas del avión lo hicieron rodar hasta detenerse en la pista del moderno aeropuerto de Yesilkoy, a una hora de Estambul por carretera. Bond se despidió de la azafata, le dio las gracias por el agradable vuelo, pasó por el control de pasaportes con su pesado maletín y acudió a aduanas para esperar a que su maleta saliera del avión.
Así que estos feos funcionarios, pulcros e insignificantes, eran los turcos modernos. Escuchó sus voces llenas de vocales abiertas, sibilantes silenciosas y modificados sonidos de la letra «u», y observó los oscuros ojos que desmentían las voces suaves, corteses. Eran ojos brillantes, coléricos, crueles que hacía muy poco que habían descendido de las montañas. Bond creía conocer la historia de esos ojos. Se trataba de ojos que durante siglos habían sido formados para vigilar ovejas y descifrar pequeños movimientos en el horizonte. Eran ojos que no perdían de vista la mano del cuchillo, sin que se notara; contaban cada grano de cereal y pequeña fracción de moneda, y reparaban en el movimiento de los dedos del mercader. Eran ojos duros, desconfiados, celosos. A Bond no le gustaban.
Al salir de la aduana, un hombre alto y delgado, con caído mostacho negro, salió de las sombras. Llevaba puesto un elegante guardapolvos y una gorra de chófer. Lo saludó y, sin preguntarle a Bond su nombre, cogió la maleta de éste y abrió la marcha hacia un lustroso coche aristocrático: un Rolls Royce antiguo de color negro, modelo coupé-de-ville, que Bond supuso que debía de haber sido fabricado para un millonario de la década de 1920.
Cuando el coche se deslizaba fuera del aeropuerto, el hombre se volvió y, con voz cortés, habló por encima del hombro en un inglés excelente.
—Kerim Bey pensó que preferiría descansar esta noche, señor. Debo pasar a buscarlo mañana a las nueve de la mañana. ¿En qué hotel se alojará, señor?
—En el Kristal Palas.
—Muy bien, señor.
El coche avanzó como un suspiro por una ancha carretera moderna. Detrás de ellos, entre las luces y sombras del aparcamiento del aeropuerto, Bond oyó vagamente las crepitaciones de una motocicleta que se ponía en marcha. El sonido carecía de significado para él, así que se acomodó en el asiento para disfrutar del viaje.
James Bond despertó temprano en su sórdida habitación del Kristal Palas, situado en las elevaciones de Pera, y distraídamente bajó una mano para explorar una comezón que tenía en la parte exterior del muslo derecho. Algo lo había picado durante la noche. Irritado, se rascó la picadura. Era de esperar.
Al llegar la noche anterior y ser recibido por un hosco conserje de noche vestido con pantalones y camisa sin cuello, Bond inspeccionó brevemente el vestíbulo de entrada con sus palmeras infestadas de moscas plantadas en macetas de cobre, el suelo y las paredes cubiertas de baldosas moriscas decoloradas, y se dio cuenta de dónde se había metido. Pasó por su cabeza la idea de irse a otro hotel. La inercia, y su perversa afición al cursi romanticismo que rodea a los hoteles continentales anticuados, lo decidieron a quedarse; se registró y siguió al hombre hasta el tercer piso en un viejo ascensor operado mediante cables y fuerza de gravedad.
Su habitación, con unos cuantos muebles viejos de madera y un somier de hierro, era lo que había esperado encontrar. Sólo echó un vistazo para ver si había las típicas manchitas de sangre de las chinches aplastadas contra el papel de la pared que quedaba detrás del somier, antes de despedir al conserje.
Se había precipitado. Cuando entró en el baño y abrió el grifo del agua caliente, éste profirió un profundo suspiro, luego una tos despectiva y, por último, escupió un pequeño ciempiés dentro del lavamanos. Con el fino chorro de agua amarronada del grifo de agua fría, Bond, malhumorado, hizo que el ciempiés desapareciera por la tubería. Todo esto, reflexionó haciendo una mueca, por haber escogido un hotel por su nombre divertido y porque quería escapar de la vida regalada de los hoteles grandes.
Pero había dormido bien y ahora, con la salvedad de que tenía que comprar un insecticida, decidió olvidarse de sus comodidades y comenzar el día.
Bond salió de la cama, descorrió las pesadas cortinas de felpa rojas, se inclinó sobre la balaustrada de hierro y contempló una de las vistas más famosas del mundo: a su derecha, las quietas aguas del Cuerno de Oro; a su izquierda, las danzantes ondas del desprotegido Bósforo, y, en medio de ambos, los ruinosos terrados, encumbrados minaretes y achaparradas mezquitas de Pera. Al fin y al cabo, su elección había sido buena. La vista compensaba muchas chinches y numerosas incomodidades.
Durante diez minutos, Bond permaneció recorriendo con los ojos la chispeante barrera acuática que separaba Europa de Asia, luego regresó a la habitación, ahora iluminada por la brillante luz del sol, y pidió el desayuno por teléfono. No le entendieron en inglés, pero con el francés al menos consiguió algo. Abrió el grifo de la bañera para prepararse un baño frío, se afeitó pacientemente con agua fría, y deseó que el exótico desayuno que había pedido no acabara en chasco.
No lo decepcionó. El yogur que le trajeron en un cuenco de porcelana azul era de color amarillo oscuro y tenía la consistencia de la crema espesa. Los higos frescos, ya pelados, estaban plenamente maduros, y el café turco era negro como la brea y tenía un sabor a quemado que demostraba que acababan de molerlo. Bond tomó el desayuno en una mesa que acercó a la ventana abierta. Contempló los transbordadores de vapor y los caiques que cruzaban y entrecruzaban los dos mares que se extendían ante él, y se formuló preguntas acerca de Kerim y de las novedades que pudiera haber.
A las nueve en punto, el elegante Rolls acudió a buscarlo, atravesó con él la plaza Taksim, bajó por la concurrida calle Istiklal y salió de Asia. El espeso humo negro de los transbordadores que aguardaban, identificados con las gráciles anclas cruzadas de la marina mercante, flotaba en el viento sobre la primera mitad del Puente Gálata y ocultaba la otra orilla hacia la que se dirigía el Rolls entre las bicicletas y los tranvías, haciendo sonar su cortés bocina antigua para evitar por poco que los peatones se metieran debajo de sus ruedas. Luego el camino quedó despejado, y el sector europeo antiguo de Estambul resplandeció al final del ancho puente de ochocientos metros de largo. El sector europeo con los esbeltos minaretes guarneciendo los cielos y las cúpulas de las mezquitas, agazapadas a sus pies, con aspecto de grandes y firmes pechos. Debería haber sido un espectáculo de
Las mil y una noches
, pero, a los ojos de Bond, que lo veía por encima de los techos de los tranvías y de las cicatrices de modernos letreros publicitarios que se alineaban a lo largo de la orilla, parecía un decorado de teatro en otra época hermoso, que la moderna Turquía había apartado a un lado en favor de las planchas de acero y cemento del Istambul-Hilton Hotel, que relucía impersonal a sus espaldas, en las elevaciones de Pera. Al otro lado del puente, el coche giró a la derecha por una estrecha calle empedrada paralela a la orilla y se detuvo en el exterior de una puerta cochera de alto techo de madera.
Un guardián de aspecto fuerte, con un rostro rechoncho y sonriente y ataviado con gastadas ropas color caqui, salió de la caseta del portero e hizo el saludo militar. Abrió la puerta del coche, y con un gesto le indicó a Bond que lo siguiera. Echó a andar delante, pasando por la caseta y a través de una puerta, hasta un pequeño patio donde había parterres cubiertos de grava pulcramente alineados. En el centro se alzaba un nudoso eucalipto a cuyos pies picoteaban dos palomas torcaces. El ruido de la ciudad era allí un retumbar lejano; el lugar estaba en calma y silencioso.
Avanzaron por la grava y pasaron por otra puerta pequeña, y Bond se encontró en el extremo de un gran almacén que tenía altas ventanas circulares desde las cuales descendían polvorientas columnas oblicuas de sol sobre un espectáculo de bultos y fardos de mercancías. En el lugar reinaba un olor a humedad mezclado con especias y café y, al avanzar Bond siguiendo al guardia por el pasillo central, percibió una repentina oleada de fuerte aroma a menta.