Tomada esta decisión, Bond avanzó hasta la puerta del baño y llamó con unos golpecitos.
Ella salió y él la tomó en sus brazos, la estrechó contra sí y la besó. La joven se aferró a él.
Permanecieron de pie y sintieron cómo el calor animal volvía a aparecer entre ellos, percibieron cómo relegaba a un segundo plano el frío recuerdo de la muerte de Kerim.
Tatiana se separó. Levantó los ojos hacia el rostro de Bond. Alzó una mano y apartó el negro mechón de cabello que caía sobre la frente del agente británico.
El rostro de ella había vuelto a la vida.
—Me alegro de que hayas regresado, James —dijo. Y luego, con tono práctico, añadió—: Y ahora debemos comer y beber, y empezar otra vez con nuestras vidas.
Más tarde, después del Slivovic
[25]
, el jamón ahumado y los melocotones, Tempo regresó y los llevó a la estación, donde aguardaba el expreso bajo las duras luces de las arcadas. Se despidió con rapidez y frialdad, y se desvaneció por el andén, de regreso a la estación y a su oscura existencia.
A las nueve en punto, la nueva locomotora hizo sonar su nuevo silbato y se llevó el largo tren hacia su viaje de toda una noche, descendiendo por el valle del Save. Bond pasó por la cabina del revisor para darle dinero y examinar los pasaportes de los nuevos viajeros.
Conocía la mayoría de las señales que había que buscar para saber si un pasaporte era falso: la escritura borroneada, la impresión demasiado exacta de los sellos de goma, los rastros de pegamento viejo en torno a los bordes de las fotografías, las ligeras transparencias en las páginas donde se habían manipulado las fibras del papel para alterar una letra o un número. Pero los cinco pasaportes nuevos —tres estadounidenses y dos suizos— parecían inocentes. Los documentos suizos, favoritos de los falsificadores rusos, pertenecían a un matrimonio, ambos de más de setenta años. Bond finalmente los dejó, regresó al compartimento y se preparó para pasar otra noche con la cabeza de Tatiana sobre el regazo.
Llegaron a Vincovci y luego, con una encendida aurora como telón de fondo, a la fea extensión de Zagreb. El tren se detuvo entre filas de locomotoras herrumbrosas capturadas a los alemanes y que aún permanecían abandonadas entre la hierba en los apartaderos. Bond leyó la placa de una de ellas —BERLINER MASCHINENBAU GMBH—, mientras salían del cementerio de hierro.
Su largo cilindro negro había sido barrido por balas de ametralladora. Bond oyó el alarido del bombardero que se lanzaba en picado y vio los brazos alzados del maquinista. Por un momento pensó, nostálgica e irracionalmente, en la emoción y el alboroto de la guerra, comparada con sus propias escaramuzas subterráneas desde que la guerra se había vuelto fría.
Entraron en las montañas de Eslovenia, donde los manzanos y los chalets eran casi austríacos. El tren atravesó trabajosamente Ljubliana. La muchacha despertó. Desayunaron huevos fritos y pan integral duro, con un café que era principalmente achicoria. El coche restaurante estaba lleno de alegres turistas ingleses y estadounidenses procedentes de la costa adriática, y Bond, con el corazón aligerado, pensó que por la tarde habrían pasado la frontera hacia la Europa Occidental, y que ya había quedado atrás una tercera noche de peligro.
Bond durmió hasta llegar a Sezana. Los yugoslavos de semblante duro, vestidos de paisano, subieron a bordo. Luego Yugoslavia quedó atrás y llegaron Poggioreale y los primeros aromas de vida cómoda, con el alegre parloteo de los oficiales italianos y los despreocupados rostros de la multitud de la estación que alzaban los ojos hacia ellos. La nueva locomotora diesel eléctrica hizo sonar su silbato como una festiva palmada, se agitó el prado de manos morenas en gesto de despedida y se encontraron bajando con marcha ligera y cómoda en dirección a Venecia, hacia el lejano centelleo de Trieste y el azul grisáceo del Adriático.
«Lo hemos conseguido —pensó Bond—. Realmente pienso que lo hemos conseguido.» Se deshizo del recuerdo de los últimos tres días. Tatiana vio que se relajaban las tensas líneas de su cara. Extendió un brazo y le tomó una mano. El se desplazó para quedar más cerca de la joven.
Miraban por la ventanilla las casas grises de la Corniche, los barcos de vela y la gente que hacía esquí acuático.
El tren emitió un entrechocar metálico al pasar varios cambios de agujas y se deslizó silenciosamente en la brillante estación de Trieste. Bond se levantó y bajó la ventanilla, y ambos se asomaron por la misma, el uno junto al otro. De pronto, Bond se sintió feliz. Rodeó con un brazo la cintura de la muchacha y la atrajo con fuerza hacia sí.
Contemplaron a la multitud que se encontraba abajo. El sol penetraba en dorados rayos por las altas ventanas limpias de la estación. La chispeante escena realzaba la oscuridad y suciedad de los países que había atravesado el tren, y Bond observaba con un placer casi sensual la gente de alegres atuendos que pasaba por las zonas iluminadas por el sol hacia la entrada de la estación, y la gente bronceada, los que habían concluido sus vacaciones, que se apresuraban por el andén para ocupar sus asientos en el tren.
Un rayo de sol iluminó la cabeza de un hombre que parecía típico de este mundo feliz, en horas de recreo. El sol destelló brevemente sobre unos cabellos dorados cubiertos por un sombrero, y sobre un dorado bigote joven. Quedaba tiempo de sobra para subir al tren. El hombre avanzaba sin prisa. Por la mente de Bond pasó la idea de que se trataba de un inglés. Tal vez se debió a la forma familiar del sombrero Kangol color verde oscuro o a la gabardina beige bastante usada, ese distintivo del turista inglés, o puede que el motivo fuesen las piernas enfundadas en franela gris, o los gastados zapatos marrones. Pero el caso es que los ojos de Bond se vieron atraídos por aquel hombre, como si se tratara de alguien a quien conocía, en el momento en que éste entraba en el andén.
El hombre llevaba una deslucida maleta marca Revelation y, bajo el otro brazo, un libro grueso y algunos periódicos. «Parece un atleta —pensó Bond—. Tiene los hombros anchos y la cara saludable, atractiva y bronceada de un tenista profesional que regresa a casa después de una gira de torneos.»
El hombre se aproximó más. Ahora miraba directamente a Bond. ¿Con expresión de reconocerlo? Bond rebuscó en su mente. ¿Acaso conocía a aquel hombre? No. Recordaría esos ojos que se fijaban con tanta frialdad bajo las pestañas pálidas. Eran opacos, casi muertos. Los ojos de un ahogado. Pero contenían algún mensaje para él. ¿Cuál era? ¿Reconocimiento? ¿Advertencia? ¿O sólo la reacción defensiva ante la propia mirada fija de Bond?
El hombre llegó a la altura del coche-cama. Sus ojos miraban ahora a lo largo del tren. Pasó de largo; sus zapatos de suela de goma acanalada no hicieron ningún ruido. Bond lo observó mientras se aferraba al pasamanos y subía con soltura los escalones del coche de primera clase.
De repente, Bond supo lo que significaba la mirada que le había dirigido, quién era aquel hombre. ¡Por supuesto! Pertenecía al Servicio. Después de todo, M había decidido enviarle ayuda.
Ése era el mensaje que habían intentado transmitirle los misteriosos ojos. Bond apostaría cualquier cosa a que el hombre le haría pronto una visita para establecer contacto.
¡Qué típico de M buscar asegurarse de manera absoluta!
Para facilitar el contacto, Bond salió y permaneció de pie en el corredor. Repasó los detalles de la contraseña del momento, unas pocas frases inofensivas que se cambiaban el primero de cada mes y que servían como señal de reconocimiento entre los agentes ingleses.
El tren sufrió una sacudida y avanzó lentamente saliendo al sol. Al final del pasillo, se cerró de golpe la puerta de comunicación. No se oyó sonido de pasos, pero de pronto el rostro rojo y dorado se reflejó en la ventanilla.
—Disculpe, ¿podría darme una cerilla?
—Uso encendedor. —Bond sacó su gastado Ronson y se lo entregó.
—Todavía mejor.
—Hasta que se estropean.
Bond alzó los ojos hacia el rostro del hombre, esperando una sonrisa ante la conclusión del infantil ritual de «¿Quién vive? Pase, amigo».
Los gruesos labios se contorsionaron brevemente. No había ni una pizca de vida en los ojos azul pálido.
El hombre se había quitado la gabardina. Llevaba una chaqueta vieja marrón rojiza de cheviot con los pantalones de franela, una camisa de verano color amarillo pálido y la corbata de dibujo azul oscuro y marrón en zigzag del cuerpo de artillería real. Estaba atada con un nudo Windsor.
Demostraba demasiada vanidad. Solía ser el distintivo de los sinvergüenzas. Bond decidió olvidar sus prejuicios. Un anillo de sello, de oro, con una cimera indescifrable, destellaba en el dedo meñique de la mano derecha que se aferraba al pasamanos. El extremo de un pañuelo de tonos rojos caía del bolsillo pectoral de la chaqueta del hombre. En su muñeca izquierda podía verse un usado reloj de plata con una vieja correa de cuero.
Bond conocía aquel tipo de hombre: una escuela pública sin prestigio, y luego atrapado por la guerra. Cuerpo de seguridad, quizá. No tenía ni idea de qué hacer después, así que permaneció con las tropas de ocupación. Al principio habría estado con la policía militar y luego, a medida que los veteranos se marchaban a casa, tuvo la oportunidad de ingresar en uno de los servicios de seguridad. Se trasladó a Trieste, donde le fue bastante bien. Quiso quedarse allí y evitar los rigores de Inglaterra. Probablemente tenía una novia, o se había casado con una italiana. El servicio secreto necesitaba un hombre para el pequeño puesto en que se había convertido Trieste después de la retirada. Este hombre estaba disponible. Lo aceptaron. Estaría haciendo trabajos de rutina: conseguir algunas fuentes entre los miembros de baja graduación de las policías italiana y yugoslava, y dentro de sus redes de inteligencia. Mil libras esterlinas al año. Una buena vida, sin que se esperase mucho de él. Y un día, como salida de la nada, le había llegado esta misión. Debió de haber sido todo un trastorno recibir uno de aquellos mensajes de Máxima Inmediatez.
Probablemente se sentía un poco tímido ante Bond. Extraño rostro. Los ojos parecían bastante dementes. Pero así eran en la mayoría de los hombres que realizaban trabajos secretos en el extranjero. Había que estar un poco loco para dedicarse a eso. Un tipo muy fuerte, probablemente tirando a estúpido, pero útil para este tipo de trabajo de guardaespaldas. M se había limitado a coger al hombre más próximo y decirle que subiera al tren.
Todo esto pasaba por la mente de Bond mientras grababa una impresión mental fotográfica de las ropas y la apariencia general del hombre.
—Me alegro de verle —dijo ahora—. ¿Cómo ha sucedido?
—Recibí un mensaje. A última hora de anoche. Personal de M. Me sorprendió, puedo asegurárselo, viejo.
Curioso acento. ¿Qué era? Una pizca de acento irlandés, de irlandés ordinario. Y algo más que Bond no pudo definir. Probablemente se debía a que había vivido en el extranjero durante demasiado tiempo, hablando constantemente idiomas extranjeros. Y ese desagradable «viejo» al final de la frase. Timidez.
—Con toda seguridad —replicó Bond, compasivamente—. ¿Qué decía el mensaje?
—Sólo me dijo que subiera esta mañana al Orient y estableciera contacto con un hombre y una muchacha en el cochecama de trayecto directo. Describió más o menos qué aspecto tenía usted. Luego debía quedarme con ustedes y asegurarme de que llegaban a París. Eso es todo, viejo.
¿Había un tono defensivo en la voz? Bond lo miró de soslayo. Los pálidos ojos giraron para encontrarse con los de él. Por ellos pasó una fugaz mirada feroz, al rojo vivo. Fue como si la puerta de seguridad de un horno se hubiese abierto. La llamarada se apagó. La puerta que daba al interior del hombre se había cerrado. Ahora los ojos volvían a estar opacos; eran los ojos de un introvertido, de un hombre que raras veces mira al mundo exterior, sino que está constantemente observando la escena de su propio interior.
Efectivamente, allí había demencia, pensó Bond, sobresaltado por el atisbo que había tenido de la misma. Síndrome de bombardeo, tal vez, o esquizofrenia. Pobre tipo, con ese magnífico cuerpo. Un día, sin duda se derrumbaría. La locura se haría con el control. Sería mejor que Bond hablara con los de Personal. Habría que comprobar su ficha médica. Por cierto, ¿cómo se llamaba?
—Bien, pues me alegro mucho de tenerlo aquí. Es probable que no tenga mucho que hacer. Empezamos el viaje con tres de los rojos pisándonos los talones. Nos hemos librado de ellos, pero podría haber otros en el tren. O podrían subir más adelante. Y yo tengo que llevar a esta joven hasta Londres sin problemas. Sólo necesito que se quede usted por aquí. Esta noche será mejor que permanezcamos juntos y nos turnemos para hacer guardia. Es la última noche y no quiero correr ningún riesgo. Por cierto, me llamo James Bond. Viajo como David Somerset. Y Caroline Somerset está ahí dentro.
El hombre metió una mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una deslucida cartera que parecía contener mucho dinero. Extrajo una tarjeta de visita y se la entregó a Bond; decía:
«Capitán Norman Nash» y, en la esquina inferior izquierda, «Real Automóvil Club».
Mientras Bond se la metía en el bolsillo, pasó los dedos por su superficie. Estaba grabada.
—Gracias —dijo—. Bien, Nash, venga a conocer a la señora Somerset. No existe ninguna razón por la que no debamos viajar más o menos juntos. —Le dedicó una sonrisa para darle ánimos.
Una vez más, la feroz mirada al rojo vivo se extinguió con rapidez. Los labios se contorsionaron bajo el dorado bigote joven.
—Encantado, viejo.
Bond se volvió, llamó a la puerta con un golpe suave y dijo su nombre.
La puerta se abrió. Bond hizo pasar a Nash; luego entró y cerró la puerta a sus espaldas.
La muchacha pareció sorprenderse.
—Este es el capitán Nash, Norman Nash. Se le ha ordenado que no nos quite el ojo de encima.
—¿Cómo está usted? —La mano se tendió, vacilante. El hombre la tocó brevemente. Su mirada era fija. No dijo nada. La joven profirió una risilla azorada—. ¿No quiere sentarse?
—Eh… gracias. —Nash se sentó, rígido, en el borde del asiento. Pareció recordar algo, algo que la gente hace cuando no tiene nada que decir. Rebuscó en el bolsillo lateral y sacó un paquete de Players.