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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Día de perros (16 page)

BOOK: Día de perros
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Debía de ser verdad. Aquella peluquería canina presentaba un aspecto incluso más sofisticado que las humanas. Alicatada completamente con losetas de color verde claro, tenía varias mesas donde los chuchos eran atendidos por señoritas de uniforme impecable. La regentaba una francesa de unos treinta y tantos, sonriente y amable, de bello rostro pecoso y pelo negro brillante. No se negó a contestar nada de cuanto le preguntamos y se llevó las manos a la boca con infantil gesto de horror cuando supo que investigábamos un asesinato. No, no conocía a Lucena pero si queríamos esperar, su esposo, dueño junto con ella de todo aquello, tendría mucho gusto en hablar con nosotros y no tardaría en llegar. Mientras tanto, se ofreció a mostrarnos la rutina del establecimiento.

—Por aquí ingresan los perros... —dijo imprimiendo a las erres un escalofrío francés— y aquí reciben un largo baño con mucho champú... —señaló una pileta digna de Cleopatra—, luego se les da un buen masaje antiparasitario y pasan a cortar. Yo soy la única que corto el pelo. Ya saben ustedes que cada raza tiene su estilo y que hay que contar además con el gusto del propietario. No es algo demasiado fácil de hacer, si me permiten la inmodestia.

—¿Qué hace usted si un perro se rebela e intenta morderle?

Sonrió y cruzó una imaginaria mejilla de perro con la punta de los dedos como si quisiera retarlo a un duelo.

—Los perros saben quién domina —afirmó.

Más tarde nos enseñó las mesas donde las bellas señoritas trabajaban armadas con cepillos y potentes secadores de mano. En una de ellas había un minúsculo chiffon enano de largos pelos grises que parecía a punto de volar a cada embestida de aire caliente. Nos miró con notorio mal talante.

—Ése es
Óscar,
un viejo cliente de la casa. Y aquélla,
Ludovka,
un magnífico ejemplar de pastor inglés.

Intuimos unos ojos fijos en nosotros tras la cortina peluda de
Ludovka.

—¿Y éste? —preguntó Garzón señalando un tercer perro encaramado a la mesa de atrezzo.

—¡Ah, ése es
Macrino,
un costosísimo galgo afgano.

—¡Cielos, se parece a mi antigua patrona! —soltó Garzón en un arranque de espontaneidad.

A la francesa le hizo gracia la salida y ambos rieron un rato.

Garzón preguntó:

—¿Se sabe usted de memoria los nombres de todos los animales que le traen por aquí?

—Así es, aunque sólo hayan venido una vez.

—¡Increíble!

—¡Oh, no crea, no tiene tanta importancia!

—Sería usted una excelente relaciones públicas. Lástima que los perros no se enteren.

Ella rió de nuevo, esta vez alborozadamente. Vaya, aquello era el colmo. ¿Pensaría Garzón ligársela también, o es que había ya adquirido una arrolladora capacidad para la seducción que ni él mismo controlaba?

—Después les damos colonia, y abrillantador para el pelo y...

Un hombre había entrado en la sala y, de tres pasos, se plantó a nuestro lado. La francesa interrumpió su explicación.

—Les presento a mi esposo, Ernesto. Se dirigió a él en francés.

—Écoute, chéri, ces monsieur dame sont des policiers. Ils voudraient bien te poser des questions.

Ignoro si intentó evitarlo o no, pero su rostro se contrajo un instante. Después mostró un gesto de abierto disgusto. La parte amable de aquella visita había terminado. Nos pasó a un despacho sin pronunciar palabra. Espetó secamente:

—Ustedes dirán.

—Disculpe que hayamos venido a interrumpirlo, señor...

—Me llamo Ernesto Pavía.

—Estamos investigando el asesinato de Ignacio Lucena Pastor y nos gustaría que...

Saltó como un rayo.

—¿Un asesinato?, pues no sé qué demonio buscan aquí.

—El caso es que existe un testimonio que le involucra, señor Pavía, de modo que...

—¿Yo involucrado en un asesinato? ¡Seamos serios, por favor!, quiero que me expliquen inmediatamente...

—Está bien, señor Pavía, le ruego que no se altere, ni siquiera me ha dejado terminar. Se trata de un asunto relacionado con el robo de perros de raza. Alguien ha testificado que usted tenía tratos profesionales con Ignacio Lucena Pastor.

—No sé quién es.

—Quizás usted lo conociera por otro nombre, por Pincho, Susito, cualquier mote. Se trata de este hombre.

Le enseñé la fotografía. La miró con displicencia durante un momento, pero yo hubiera jurado que le relampaguearon los ojos, que respiraba con dificultad.

—No he visto a este tipo en mi vida.

—¿Está usted seguro?

—Sé a quién conozco y a quién no. Ahora me gustaría que me explicaran cómo es posible que alguien me haya involucrado en un crimen si ustedes ni siquiera sabían mi nombre.

—Lo señaló como un peluquero de San Gervasio.

—¡Estupendo!, ¿y por qué no lo han traído para que me reconociera personalmente?

—Él no lo conoce personalmente, pero dice que...

—¿No me conoce personalmente y me acusa de un asesinato?

—Tampoco se trata de que le acuse directamente pero...

—¡Oigan, esto es el colmo! ¿Tienen una orden judicial para interrogarme? ¿Tienen alguna prueba en la que basarse? Creo que he tenido mucha paciencia. Ahora les pido por favor que salgan de mi negocio. Cuando sepan ustedes algo concreto que me inculpe en el robo de perros o en cualquier otra cosa, vuelvan y deténganme. Mientras tanto sería mucho mejor que no molestaran a la gente honrada que se gana la vida trabajando.

Se levantó y abrió la puerta con brusquedad esperando a que saliéramos.

—¡Fuera! —masculló.

Estaba blanco. Su mujer se acercó enseguida.

—Qu'est qu'il arrive, chéri?

No le contestó. Su índice, trémulo, nos indicaba la salida.

—¡Fuera! —gritó esta vez.

Las peluqueras caninas miraron sorprendidas y hasta los propios canes se volvieron para curiosear. El afgano rugió por lo bajo. Salimos sin despedirnos.

—Todo un carácter, ¿verdad?

—¡Un tipo con mucha clase! ¿Ha visto el buen gusto de su ropa cara, su bronceado artificial, sus zapatos italianos?

—En el fondo pienso que lleva razón al cabrearse, inspectora; las pruebas que tenemos son muy poco contundentes. Quizás hubiera sido mejor no alertarlo sobre lo que sabemos.

—¡Ni hablar! Hay que procurar ponerlo nervioso para que ejecute algún movimiento sospechoso. Ordene que lo vigilen a él y a su mujer durante las veinticuatro horas.

—Parece convencida de que ese tipo está en el ajo.

—Sea lo que fuere el ajo, puede asegurar que está en él. Ahora hay que ver cómo lo cazamos.

—No será fácil, me ha dado la impresión de que es listo.

—Listo, pero sin suficiente sangre fría. Hay que forzarle los nervios. Pídale al juez una orden para obtener datos de sus clientes. Creo que cometerá algún error.

—¿Tiene una intuición?

—Lo que tengo es un buen dolor de cabeza.

—¡Lástima!, ahora que están abiertas las tiendas...

Lo interrumpí poniéndole las manos sobre las solapas.

—¡Tranquilo, inmediatamente vamos a ir! ¿Lleva usted dinero, tarjetas de crédito?

—¡Ni hablar, inspectora, sólo faltaría que doliéndole la cabeza...!

—He dicho que vamos a ir a ese maldito supermercado y lo haremos, o que en este momento me caiga muerta.

Garzón no estaba en el fondo equivocado. Un gran supermercado no deja de ser un lugar ligeramente temible. Nunca, salvo en aquella ocasión influida por sus palabras, lo había visto así, pero algo había de eso. Aquellas hileras de latas y paquetes brillantes, impolutos, inertes, entre las que te movías arrastrando un carrito, producían una cierta angustia existencial. Algo así como una visión simbólica de la vida: avanzas lastrado desde el principio por un peso muerto, vas escogiendo las cosas que piensas son buenas para ti, descartando otras que quizás fueran mejores, cada vez te encuentras más cargado con tus elecciones y, al final, todo se paga.

—Se me olvidó decirle que esta mañana hubo una llamada del doctor Castillo.

Como andaba sumida en mis filosofías contingentes le hice repetir el dato.

—¿Es que no le recuerda?

—¡Por supuesto que sí! ¿Qué demonio quería?

—Nada, preguntar por los avances del caso. Dijo que sentía curiosidad.

—¡El ansia de saber del científico!

Eché varios paquetes de azúcar en el carro.

—¿Cree de verdad que se trata de eso? A mí me parece sospechoso que se interese hasta el punto de llamarnos. ¿Por qué compramos tanto azúcar?

—Tiene que tener un acopio sólido de productos básicos: azúcar, arroz, aceite, harina... eso no se compra cada semana. ¿Qué motivos tendría un hombre como Castillo para matar a Lucena?

—No sé, los sabios tiene fama de excéntricos. ¿Y levadura, inspectora, compro levadura?

—¡No!, ¿para qué
coño
quiere usted levadura?

—¡Joder, no sé, para amasar pan! ¿Y si Lucena sabía algo de Castillo y le amenazó con divulgarlo? Oiga, macarrones sí cojo, ¿verdad?

—Compre si le gustan. No, no me parece verosímil. Además, si fuera culpable, telefonearnos sería enseñar demasiado las cartas. Eche al carro esos tarros de tomate en conserva.

—Para los macarrones, ¿a que sí?

—Acierto total, ya va usted aprendiendo.

—Yo, de cualquier manera, no lo dejaría de lado como posible sospechoso. Oiga, inspectora, ¿y queso rallado para los macarrones?

—¡Carajo, Garzón, me tiene usted admirada!

Pasamos a la sección de productos perecederos. Le hice una somera explicación que pudiera entender.

—Mire, hay cosas que tendrá que congelar. Hágalo poniendo un cartelito que indique el contenido del envoltorio y la fecha. Si necesita verduras, cómprelas ya congeladas; es más fácil y son de buena calidad.

—De acuerdo, ¿dónde están las lechugas congeladas? Me gusta comerme una buena ensalada de vez en cuando.

—No hay lechugas congeladas, subinspector, ni tampoco puede usted congelar las frescas; y no busque entre las latas, tampoco existen. Para comer lechuga hay que comprarla en el día.

Me miró con desánimo.

—Creo que nunca me apañaré, es demasiado complicado.

—Déjese de coñas. ¿Ve esos filetes de buey? Tenga siempre uno o dos kilos listos para descongelación. Como vive usted solo será mejor que los envuelva pieza a pieza. ¡Y no me diga que eso es demasiado complicado!

Observaba los pedazos de carne roja como si se tratara de fórmulas einsteinianas.

—¿Han acabado de confeccionarnos el mapa informático de los robos?

—Falta la lista de Rescat Dog.

—Se me había olvidado ese asunto. Esta tarde tenemos que pasarnos por allí.

—He llamado varias veces por teléfono y nunca había nadie. Un contestador automático recogía las llamadas.

—Recuérdeme que hay que ir. Ahora daremos una vuelta por la sección de productos para la limpieza.

—¿Qué?, ¿encima productos de limpieza?

—¡Joder, Garzón!, bien tendrá que echarle detergente a la lavadora. Y su asistenta necesitará limpiacristales, y lejía, quizás también amoniaco; hay algunas asistentas muy partidarias del amoniaco.

Se restregó los ojos, suspiró. Supuse que sólo la visión prometedora de las dos hermosas «chicas» entrando en el flamante apartamento, lo disuadió de volver
ipso facto
a su pensión.

—¿Para cuándo es esa fiesta? —pregunté con el ánimo de motivarlo.

—Creo que haré primero la de Valentina, y eso puede ser mañana mismo. ¿Me ayudará con los preparativos o le parece que me estoy excediendo?

—Se excede, pero le ayudaré.

—No sé cómo darle las gracias.

—No me las dé. Ya buscaré un favor completamente desmesurado con el que pueda resarcirme. ¿Sabe usted pintar paredes, deshollinar chimeneas, desatascar cañerías?

—Desde luego que sé.

—Entonces algún día estaremos en paz.

En Rescat Dog no había nadie que nos abriera la puerta por mucho que insistiéramos. Preguntamos a los vecinos y una señora dijo que la oficina llevaba un par de días cerrada. Era extraño. Algunos paquetes se amontonaban junto al umbral, y el buzón de correspondencia rebosaba de papeles y cartas. Si habían tomado vacaciones, era un modo inusual de hacerlo. Para forzar la puerta necesitábamos una orden judicial, así que fuimos a buscarla. Aquello me daba la peor de las espinas, todo me inclinaba a conjeturar que Puig y su secretaria habían levantado el vuelo justo después de nuestra visita. También podíamos meter la pata e irrumpir en la sede de una empresa limpia y legal organizando un lío innecesario. ¿Era la sospecha lo suficientemente sólida como para reventarles la puerta a los rescatadores de perros, o sería más prudente espetar a que volvieran de dondequiera que pudieran estar? Pensé que no cabía andarse con remilgos; si se producía una denuncia a resultas de nuestra actuación, asumiríamos la culpa.

Dos horas más tarde, ya provistos de todos los plácets legales y de un par de guardias que forzaron la puerta, hicimos nuestra teatral entrada en Rescat Dog. Nada más echar una mirada al interior, comprendimos que la teoría del vuelo era impecable. Los ficheros habían sido vaciados a toda prisa, había papeles por el suelo y el estado de desorden general evidenciaba una huida precipitada.

—Nosotros mismos pusimos en fuga a la presa —dije entre dientes.

—Voy a averiguar los datos personales del tipo, su domicilio particular.

—Quédese hasta que completemos el registro, Garzón, me temo que sea inútil apresurarse, el pájaro debe de estar ya lejos.

Me agaché sobre los papeles que tapizaban el suelo: facturas, pasquines de publicidad, cartas comerciales... Si hubiera habido algo comprometedor, sin duda ya no estaría allí. Lástima, lo habíamos tenido al alcance de la mano sin percibir la menor sospecha. Eso a lo que llaman instinto policial no estaba obviamente grabado en nuestros genes. Ahora echarle el guante a aquel prófugo resultaría complicado. De repente nos sobresaltó el timbre del teléfono. Tanto Garzón como yo quedamos clavados en el suelo sin hacer el menor movimiento. A la segunda llamada el contestador automático se activó. Oímos el mensaje de respuesta: «Habla con Rescat Dog. Ahora no estamos disponibles. Nos pondremos en contacto con usted en cuanto podamos. Deje su nombre y número de teléfono». Después de una señal acústica un hombre empezó a hablar. «Señor Puig, soy Martínez, el persianero. Ya le tengo preparado el presupuesto que me pidió. Llámeme y me dice algo. Hasta luego.»

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