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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

Diario de la guerra del cerdo (2 page)

BOOK: Diario de la guerra del cerdo
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Permanecieron todavía otros veinte minutos. Para congraciar la suerte, Vidal agotó los recursos más acreditados: esperó con fidelidad, aguantó con resignación. Tampoco era cosa de mostrarse terco. El jugador inteligente asegura que la suerte prefiere que la sigan, no apoya a quien se le opone. Si no había cartas, con semejantes compañeros, ¿cómo ganar? Tras la quinta derrota, Vidal anunció:

—Señores, ha sonado la hora de levantar campamento.

Sumaron y dividieron, pagó Dante deudas y adición, los compañeros le reembolsaron su parte, bajo protesta. Ni bien Dante deslizó la propina, todos los otros alzaron la algarabía de siempre.

—Yo voy a decir que a éste no lo conozco —informó Arévalo.

—No podés dejar eso —protestó Jimi.

Le reprochaban, en tono de broma, la avaricia.

Departiendo animadamente pasaron a la intemperie. El frío por un instante los enmudeció. Una vaporosa niebla se difundía en llovizna y envolvía en un halo blanco los faroles. Alguien aventuró:

—Esta humedad va a podrir los huesos. Rey, con empaque, observó:

—Desde ya promueve carrasperas.

En efecto, varios habían tosido. Se encaminaron por Cabello rumbo a Paunero y Bulnes. Néstor comentó:

—¡Qué noche!

En su apagado tono irónico apuntó Arévalo:

—A lo mejor llueve.

Dante los hizo reír:

—¿Qué me cuentan si después refresca?

Jimi, el Bastonero, resumió:

—Brrr.

La vida social es el mejor báculo para avanzar por la edad y los achaques. Lo diré con una frase que ellos mismos emplearon: a pesar de las rigurosas condiciones atmosféricas, el grupo se manifestaba entonado. Entre burlas y veras, mantenían un festivo diálogo de sordos. Los ganadores hablaban del truco y los otros rápidamente respondían con observaciones relativas al tiempo. Arévalo, que tenía el don de ver de afuera cualquier situación, incluso aquellas en que él participaba, acotó como si hablara solo:

—Un entretenimiento de muchachos. Nunca dejamos de serlo. ¿Por qué los jóvenes de ahora no lo entienden?

Iban tan absortos en ese entretenimiento, que al principio no advirtieron el clamor que venía de el pasaje El Lazo. La gritería de pronto los alarmó y entonces notaron que un grupo de gente miraba, expectante, hacia el pasaje.

—Están matando un perro —sostuvo Dante.

—Cuidado —previno Vidal—. ¿No estará rabioso?

—Han de ser ratas —opinó Rey.

Perros, ratas y una enormidad de gatos merodeaban por el lugar, porque allí los feriantes del mercadito, que forma esquina, vuelcan los desperdicios. Como la curiosidad es más fuerte que el miedo, los amigos avanzaron unos metros. Oyeron, primero en conjunto y luego distintamente, injurias, golpes, ayes, ruidos de hierros y chapas, el jadeo de una respiración. De la penumbra surgían a la claridad blancuzca, saltarines y ululantes muchachones armados de palos y hierros, que descargaban un castigo frenético sobre un bulto yacente en medio de los tachos y montones de basura. Vidal entrevió caras furiosas, notablemente jóvenes, como enajenadas por el alcohol de la arrogancia. Arévalo dijo por lo bajo:

—El bulto ese es el diarero don Manuel.

Vidal pudo ver que el pobre viejo estaba de rodillas, el tronco inclinado hacia adelante, protegida con las manos ensangrentadas la destrozada cabeza, que todavía procuraba introducir en un tacho de residuos.

—Hay que hacer algo —exclamó Vidal en un grito sin voz— antes que lo maten.

—Callate —ordenó Jimi—. No llamés la atención.

Envalentonado porque sus amigos lo retenían, Vidal insistió:

—Intervengamos. Van a matarlo.

Arévalo observó flemáticamente:

—Está muerto.

—¿Por qué? —preguntó Vidal, un poco enajenado.

En su oído, Jimi murmuró fraternalmente:

—Calladito.

Jimi debió de alejarse del lugar. Mientras lo buscaba, Vidal descubrió una pareja que miraba con desaprobación esa matanza. El muchacho, de anteojos, llevaba libros debajo del brazo; ella parecía una chica decente. En procura del apoyo moral que tantas veces encontró en los desconocidos de la calle, Vidal comentó:

—¡Qué ensañamiento!

Ella abrió la cartera, sacó unos anteojos redondos y, sin apuro, se los puso. Ambos volvieron hacia Vidal sus caras con anteojos y lo miraron, impávidos. Con dicción demasiado clara la muchacha afirmó:

—Yo soy contraria a toda violencia. Sin detenerse a considerar la frialdad de tales palabras, Vidal intentó congraciarlos:

—Nosotros no podemos hacer nada, pero la policía, ¿para qué está?

—Abuelo, no es hora de andar ventilándose —el muchacho le advirtió en un tono casi cordial—. ¿Por qué no se va antes que le pase algo?

Ese mote injustificado —Isidorito no tenía hijos y él estaba seguro de parecer, a pesar de la incipiente calvicie, más joven que sus contemporáneos— tal vez lo cegó, porque interpretó la frase como un rechazo. Trató de reunirse con el grupo, pero no lo encontró. Se alejó por fin. Estaba un poco desorientado, sin los muchachos para conversar, para compartir el disgusto.

Llegó a su casa, que viene a quedar frente al taller del tapicero de autos, en la calle Paunero. El cuarto le pareció inhospitalario. Últimamente sentía una invencible propensión a la tristeza, que modificaba el aspecto de las cosas más habituales. De noche veía los objetos de su cuarto como testigos impasibles y hostiles. Trató de no hacer ruido: en la pieza contigua dormía su hijo, que se acostaba tarde porque trabajaba en la escuela nocturna. Ni bien se cubrió con la manta, preguntó alarmado si no pasaría la noche en vela. Ninguna posición le convenía. Porque pensaba, se movía; digan después que el pensamiento no afecta la materia. Los hechos que vieron sus ojos, ahora se le presentaban con una vividez intolerable, y se movía en la esperanza de que la visión y el recuerdo cesaran. Al rato se le ocurrió, tal vez para cambiar de tema, ir al baño; nada más que para estar seguro y dormirse tranquilo. La travesía de los dos patios, en noches de helada, lo arredraba; pero no permitiría que una duda sobre la utilidad de ese viaje lo dejara sin dormir.

En medio de la noche, cuando se encontraba en la inhóspita dependencia del fondo —fría, oscura, maloliente— solía deprimirse. Motivos para ello nunca faltan, pero ¿por qué precisamente incidían a esa hora y en ese lugar? Para olvidar al diarero y a sus matadores recordó una época, hoy increíble, en que la aventura misma no se descartaba… La culminación llegó la tarde en que sin saber cómo se encontró en los brazos de una chica llamada Nélida, hija de una cocinera, la señora Carmen, que trabajaba en casas de familia del barrio norte. Nélida vivía con su madre en la segunda sala del frente, donde ahora funcionaba el taller de costura. Por una simple casualidad el recuerdo del fin de ese amorío coincidía con otro, para Vidal desgarrador (no sabía muy bien por qué) y repugnante, de un anciano excitado y borracho que perseguía con un largo cuchillo desenvainado a la señora Carmen. De Nélida guardaba, en un baúl, donde tenía cosas viejas y reliquias de sus padres, una fotografía que les tomaron en el Rosedal y una cinta de seda, descolorida. Los tiempos habían cambiado. Si antes se encontraba en el fondo con una mujer, ambos reían; ahora pedía disculpas y rápidamente se alejaba, para que no pensaran que era un degenerado o algo peor. Acaso tal deterioro de su posición en la sociedad lo volvía nostálgico. El hecho era que de meses, tal vez años, a esta parte, se había dado al vicio de los recuerdos; como otros vicios, primero entretenía y a la larga lesionaba y perjudicaba. Se dijo que al día siguiente estaría muy cansado y apresuró la vuelta a la pieza. Ya en cama, formuló con relativa lucidez (pésimo síntoma para el desvelado) la observación: «He llegado a un momento de la vida en que el cansancio no sirve para dormir y el sueño no sirve para descansar». Revolviéndose en el colchón, recordó nuevamente el crimen que había presenciado y quizá para sobreponerse al desagrado que le infundía el cadáver que primero había visto y ahora imaginaba, se preguntó si el muerto realmente sería el diarero. Lo acometió una vivísima esperanza, como si la suerte del pobre diarero fuera esencial para él; se vio tentado de figurárselo por las calles, corriendo y pregonando, pero se resistía a esas imaginaciones por temor a la desilusión. Recordó la frase de la muchacha de anteojos: «Yo soy contraria a toda violencia». ¡Cuántas veces había oído esa frase como si no significara nada! Ahora, en el mismo instante en que se decía «Qué chica pretenciosa», por primera vez la entendió. Entrevió entonces una teoría sobre la violencia, bastante atinada, que lamentablemente olvidó luego. Recapacitó que en noches como esa, en que daría cualquier cosa por dormir, involuntariamente pensaba con la brillantez de un suelto del diario. Cuando los pájaros cantaron y en las hendijas apareció la luz de la mañana, se apesadumbró de veras, porque había perdido la noche. En ese momento se durmió.

II

Jueves, 26 de junio

La impaciencia por acudir al velorio lo despertó. Últimamente se impacientaba con facilidad.

En el calentador a querosén preparó unos mates, que despachó a la disparada, con dos o tres mordiscos de pan de la víspera. Su desayuno estaba perfectamente calculado; no se permitía un exceso en los mates o en el pan, sin que empezara ese ardor que lo asustaba un poco. Se lavó los pies, las manos, la cara, el cuello. Se peinó con agua de violetas y brillantina. Ni bien se vistió, se presentó en el taller de las chicas y preguntó si podía usar el teléfono. La dentadura se había convertido en manía. Hubiera jurado que las chicas lo miraban y comentaban, como si fuera un monstruo o tal vez el primer hombre con dientes nuevos. Una circunstancia lo extrañó: aunque estaba prevenido, no sorprendió una sola sonrisa, ni nada que sugiriera la burla. Vio caras graves, preocupadas, asombradas, quizá temerosas y aun coléricas. Todo esto le pareció inexplicable.

Llamó a casa de Jimi, pero no obtuvo comunicación. En casa de Rey una de las hijas le advirtió que el padre había salido y le aconsejó que no molestara. Mientras tanto, una de las chicas del taller, una trigueña de piel blanca, llamada Nélida, que le recordaba, siquiera por el nombre, a la Nélida de otros tiempos, lo miraba con alguna obstinación, como si quisiera decirle algo. Si realmente quería hablarle, la muchacha encontraría oportunidades, pues vivía en el inquilinato (en las piezas de su amiga Antonia y de la madre de ésta, doña Dalmacia). A Vidal siempre le molestaba que lo miraran cuando hablaba por teléfono. Se perturbaba como si lo distrajeran en medio de una prueba difícil; más molesto aun resultaba que lo miraran cuando su parte en la conversación era deslucida. ¿Una puerilidad? A veces Vidal se preguntaba qué aprendemos a lo largo de los años, ¿a resignarnos a nuestras deficiencias? De soslayo miró los ojos que lo observaban, la piel cercana, la tricota con la forma del pecho, y se dijo que para un admirador de la belleza no había nada como la juventud. Imprevistamente angustiado pensó también que las chicas de esa edad son capaces de cualquier locura, pero que él, plantado ahí, con aire de no entender nada, pasaría por tonto. Dejó en la repisa el importe de las comunicaciones y se retiró para no abusar del teléfono.

Iría al restaurante y hablaría con toda comodidad por el teléfono público. Además compraría el diario, para ver si ya pagaban, como dijeron Faber y otros, la jubilación de mayo. Antes de salir se fijó si no rondaba el encargado, un gallego acriollado y anarquista, que defendía celosamente los intereses del propietario. Por suerte tampoco estaba en el zaguán el señor Bogliolo, que por un sordo aborrecimiento al género humano, honorariamente oficiaba de policía del gallego. Hasta alrededor del 20, en que solía cobrar la jubilación y pagar el alquiler, todos los meses Vidal evitaba con el mayor cuidado a esos dos individuos.

Encontraba agrado en caminar por el barrio en un día de sol, en «desentumir» las tabas, como decía Jimi. La mañana se presentaba limpia y, de acuerdo con las previsiones de los muchachos, el frío no había disminuido. En cuanto asomó a la calle advirtió que el taller del tapicero estaba cerrado. Sin amargura comentó:

—Todavía no es mediodía y ya bajaron la cortina. La gente de hoy no quiere trabajar. Qué vidurria.

Notó que nunca le faltaba el pretexto para hablar solo y ensayar una sentencia de moralista.

El teléfono del restaurante exhibía, como de costumbre, el letrerito
No funciona
. Mientras caminaba por Las Heras, en dirección a la plaza, en voz alta se preguntó qué tenía esa mañana la ciudad, porque parecía más linda y más alegre. La verdad es que algunos transeúntes lo miraban con insistencia, de manera para él incómoda. Consideró extraño que un arco dental llamara tanto la atención, y arguyó: «Al fin y al cabo va dentro de una boca cerrada, o poco menos». ¿Su dentadura y las miradas que provocaba eran la causa de la angustia que sentía en el pecho? No, había que buscarla, tal vez, en los atractivos de esa muchacha, que a lo mejor se ofreció, y en su retirada, rápida como una fuga. Inexplicablemente su timidez había aumentado con los años; como si no creyera en sí mismo, por si acaso estaba siempre retirándose. ¿O la verdadera causa de la angustia se ocultaba en la jubilación impaga, en las preocupaciones de dinero, ahora primordiales?

Tras un cordial saludo, en que volcó una afabilidad llana, pero generosa, preguntó al diarero de Salguero y Las Heras:

—¿Dónde velan a don Manuel?

—Todavía no salió de la morgue —repuso el hombre en un tono que Vidal se atrevió a calificar de neutro.

—El fin de semana —explicó, guiñando un ojo—. Apostaría que el médico forense aprovecha el fin de semana y no quiere que le hablen de cadáveres.

Intuyó de improviso que su locuacidad, o quién sabe qué en su persona, molestaba al individuo. La sola presunción lo ofendió. ¿No era el muerto un diarero, un colega de este joven ingratamente hosco? La exquisita deferencia que él manifestaba, tanto más valiosa por provenir de alguien ajeno al gremio, ¿merecía el desdén? Opinó que no era necesario criar cuervos para cosecharlos. La fe en la esencial camaradería de los hombres lo movió a dar otra oportunidad:

—¿Lo velan en Gallo?

—Usted lo dice.

—¿Usted va? —insistió.

—¿A santo de qué?

—Y… yo pienso ir.

Tal vez porque una chiquilina pidió una revista, el muchachón le volvió la espalda. Vidal pensó que para no humillarse del todo no le compraría el diario. Ya se alejaba, deprimido, cuando oyó una frase que lo desorientó:

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