Dios Vuelve en Una Harley (9 page)

BOOK: Dios Vuelve en Una Harley
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Joe debió de percibir mi risa contenida contra su espalda porque echó una ojeada por encima del hombro y me sonrió.

—Me alegro de que te diviertas —gritó al viento, y yo noté cómo se doblaban los duros músculos de su estómago al girarse y hablar.

No ponía en duda la capacidad de Joe para controlar la imponente máquina que nos llevaba hacia nuestro destino, ni sentía ningún deseo de interferir. Estudié la masa de cabello brillante y liso que caía por debajo de su casco y apreté la nariz para perderme en la fragancia del pelo recién lavado. Era como si de pronto todos mis sentidos salieran de su período de hibernación. Ningún detalle, por diminuto que fuera, se me pasaba por alto. Estaba el sol que relumbraba contra sus Ray Ban y las pequeñas líneas que formaban los ojos al entrecerrarse para protegerse del viento y la luz del sol. Estudié la insinuación de vello negro que empezaba a crecer en la barba, pese a estar recién afeitado. Cerré los ojos otra vez y gocé del sol que nos calentaba y del viento que nos refrescaba. Estar así con Joe era como estar en un pedacito de paraíso.

Noté que la moto daba un brusco giro y aminoraba la marcha hasta detenerse. Al parecer ya habíamos llegado, a donde fuera que tuviéramos que llegar. Me traía sin cuidado si se trataba del mismísimo Waldorf Palace. Lo único que sabía era que quería que el paseo no acabara nunca, pero Joe estaba acelerando el motor otra vez como señal de que tenía que bajarme. Observé cómo aparcaba y bajaba el pedal mientras yo me quitaba el casco e intentaba ahuecarme el pelo que se había quedado pegado. Joe se rió de mi gesto típicamente femenino y dijo:

—Los viejos hábitos nunca se abandonan… —mientras ambos colgábamos nuestros cascos del manillar.

Se acercó a mí con mucha calma y me pasó como al descuido un brazo protector por los hombros mientras empezábamos a subir las escaleras de entrada al «Surf: Chiringuito-Parrilla».

—Estás demostrando unas cualidades excelentes para disfrutar del momento presente —comentó mientras me guiaba por una puerta y a continuación por otra que llevaba a un patio exterior.

El mobiliario de mimbre blanco quedaba realzado por unas sombrillas playeras de exagerado tamaño y vivos colores. Escogimos una mesa en el extremo más alejado del patio, junto a la valla pintada también de blanco.

—Pero no te aferres demasiado a esos momentos o te quedarás estancada en ellos y te perderás los siguientes —concluyó mientras me ofrecía una silla. Para él era fácil decirlo.

El patio daba a una franja ondulante de playa llena de dunas y gaviotas y me pregunté cómo no había descubierto antes este lugar. Joe tenía razón. Ahí tenía otro momento sumamente deleitable, que no me hubiera gustado perderme por nada del mundo. Entonces, de modo inesperado, recordé algo que Joe había dicho por la mañana mientras yo me debatía en el dilema de mi restringido armario. Era algo relativo al ego y a que éste era la raíz de todos mis problemas. Aparté la vista de la playa serena y me topé con sus ojos castaños que parecían aguardar mi pregunta.

—¿Qué fue lo primero que dijiste esta mañana cuando apareciste en la casa de la playa? —pregunté—. Algo acerca de mi ego —añadí esforzándome por recordar.

Joe sonrió con su habitual franqueza y dijo:

—Pensaba que no lo ibas a preguntar nunca.

—Dímelo, Joe —imploré—. Es algo que de verdad quiero aprender —agregué con cierta impaciencia, aunque no tenía la menor idea de qué trataba la nueva lección.

—De acuerdo —accedió—, pero, por favor, comprende que tu impaciencia te está privando del placer de deducir poco a poco la respuesta.

—¿Qué?

—No importa. Tu mente todavía no está lo bastante disciplinada como para asimilar ese concepto. Mejor será que vayamos al grano lo antes posible.

—¿Qué concepto? —quise saber. No quería perderme ni un detalle de sus enseñanzas, pero hablar con Joe a veces suponía una sobrecarga de atención.

—El referente a buscar en la vida las respuestas —contestó imperturbable—. Pero como ya he dicho, aún no estás lista para eso. Hablemos primero del amor propio. Éste es la raíz de todos tus problemas. ¿Entiendes?

—En cierta forma —dije cautelosa.

El orgullo me impedía reconocer abiertamente que no tenía la menor idea de lo que estaba hablando.

—Tu amor propio te está ocasionando problemas ahora mismo —me dijo cariñoso—. Estás excesivamente dominada por tu amor propio como para confesarme que no entiendes de qué estoy hablando. La verdad, Christine, ¿qué posibilidad hay de que nos comuniquemos si no eres perfectamente honesta conmigo?

—Pues creo que estoy siendo bastante honesta —contesté poniendo mala cara.

Joe no se dejó engañar ni por un segundo.

—No se puede ser «bastante» honesta. O lo eres o no lo eres.

Había llegado el momento de demostrar un poco de humildad.

—De acuerdo —reconocí—. No tengo ni la más remota idea de lo que estás hablando.

Y de repente entendí a la perfección. Mi amor propio había estado interponiéndose en mi desarrollo sin yo advertirlo.

El rostro de Joe se enterneció de forma paulatina con una sonrisa y una vez más admiré lo perfectos que eran sus dientes.

—Eso está muy bien, Christine, veo que ya le vas cogiendo el tranquillo. Pero no te dejes distraer por detalles superficiales como tu percepción de una dentadura perfecta. Concéntrate en la lección que tenemos entre manos.

—Lo siento —dije. Su capacidad para oír mis pensamientos había dejado de asombrarme—. Es sólo que siempre he estado un poco obsesionada con mis dientes torcidos. —Advertí una insinuación de ceño fruncido en el rostro de Joe y decidí dejar aquel tema de las dentaduras que no venía a cuento—. Déjame pensar —dije adoptando un tono trascendental—, si el ego es la raíz de todos mis problemas… pero resulta que no me considero una ególatra, entonces no es de extrañar que siga hecha un lío. Pero Joe, dime, ¿en qué soy ególatra? Al margen de pasarme de lista contigo para que no me tomaras por una pava que no entiende lo que intentas enseñarme.

—Ese ejemplo encierra una lección importante —advirtió—. No lo descartes tan rápido.

Mis pensamientos quedaron interrumpidos por la aparición de una camarera muy bronceada y de largas piernas. Llevaba unos pantalones cortos blancos que resaltaban el moreno de sus magníficas piernas y un corpiño escotado que apenas cubría lo que había debajo. Sonrió a Joe y yo procuré no darme por enterada de que su dentadura también era perfecta. Sin apartar los ojos de Joe, nos preguntó si ya habíamos decidido qué pedir. No me gustó el modo en que él le sonreía ni la manera en que la chica continuaba mirándole fijamente mientras yo pedía mi bocata de pan de centeno con beicon, lechuga y tomate, y un poco untado de mayonesa.

No me preguntó qué quería beber pero sí tomó puntual nota de todas las peticiones de Joe que eligió una hamburguesa con queso, patatas y Coca-Cola. No me gustó ni pizca.

Joe contempló a la cimbreña camarera mientras ésta regresaba meneando el trasero hasta la cocina con nuestra nota. Finalmente volvió su bello rostro moreno hacia mí y me preguntó sin inmutarse:

—Y bien, ¿qué opinas?

—Creo que va de culo por ti —contesté—. Y también que tendría que aprender modales —añadí sin poder contenerme.

—No qué opinas de ella —se rió—. ¿Qué opinas de ti? Aquello sí que me puso en evidencia. ¡Estaba celosa!, y el único culpable de ese sentimiento mezquino era mi ego inestable.

—Supongo que si que soy una ególatra —dije no sin cierto asombro, aún inquieta por esa faceta poco conocida de mí misma.

—No te preocupes —dijo Joe con ternura mientras cubría mis manos entrelazadas con las suyas—. La parte más difícil es admitirlo. Luego todo resulta más sencillo. —Entonces sus aterciopelados ojos castaños adquirieron un brillo irónico para añadir—: Me pediste otro ejemplo, ¿no?

No me lo podía creer. Joe había conjurado todo el incidente del coqueteo con la camarera sólo para ofrecerme otro ejemplo de mi incontenible ego. ¿No había límites al poder de este hombre?

—Mis poderes tal vez te parezcan ilimitados —explicó—, pero para los seres espirituales como yo esto no es más que un juego de niños.

—Así que, aparte del asunto ese del ego —dije con aire pensativo—, la lección en este caso sería que si no me empeñara tanto en ser la niña de tus ojos, no tendrías posibilidad de herirme, ¿no es eso?

—Algo así —dijo con un gesto de asentimiento—. Lo esencial es ser honesto con uno mismo, para que nadie ni nada te intimide.

—Eso parece una instrucción un poco excesiva para mi nivel —respondí, un poco abrumada por todo lo que aún me quedaba por aprender.

Se inclinó hacia delante y su mirada reflejó una intensidad que no había visto antes.

—Christine, cuando sepas con exactitud quién y qué eres, con todos tus defectos y cualidades, entonces no tendrás que gastar tiempo y energía tratando de ser distinta. —Hizo una pausa lo suficientemente larga para asegurarse que yo digería lo que decía—. Y el siguiente paso será aceptar tus defectos y ahondar en tus virtudes, y amar todo lo que constituye tu persona. —Permaneció en silencio otro momento antes de concluir—: Igual que yo te amo —dijo, con una amable sonrisa dibujada en los labios y los ojos caoba resplandecientes de sinceridad.

Tragué saliva incapaz de emitir ningún otro sonido. ¿Joe me amaba? ¿Era posible? Naturalmente que sí. Joe no mentiría. No iba a gastar tiempo y energía en mentir, a diferencia de la mayoría de tíos que yo conocía.

Lo que no entendía era por qué Joe había dicho que me quería si antes había dicho que el amor romántico no se produciría hasta pasado un tiempo y que no sucedería con él. Bien, quizás había cambiado de opinión.

Ya había cambiado de parecer sobre un montón de cosas más, como había sucedido con su enfoque de los Diez Mandamientos, así que, ¿por qué no podía ocurrir lo mismo en su relación conmigo?

Estudié el rostro de aquel hombre que decía quererme en busca de mentiras, pero con la esperanza de encontrar la verdad. El cielo se había vuelto naranja con el resplandor de la inminente puesta de sol y teñía el rostro tostado de Joe de una luz similar al brillo irreal de una película.

—Esto no es una película, Christine —dijo y fijó su mirada en la mía—. Tú estás igual de hermosa bajo esta suave luz. Porque tú eres yo. Y, por supuesto, yo soy tú.

—Pe… pero dijiste que no debía enamorarme de ti —dije sin comprender nada.

—Es verdad —respondió, disparando una flecha envenenada directamente a mi corazón—. Pero eso no significa que no debas quererme. Del modo más puro, más natural —añadió—. Del modo que yo te quiero.

La flecha envenenada quedó neutralizada y los fuegos artificiales volvieron a hacer explosión en mi corazón.

Ahora entendía. Esto era el verdadero amor, la clase de amor que siempre había estado buscando y que había estado en mí misma durante todo ese tiempo. Aquella revelación empezó a precipitarse por todo mi cuerpo como un bolo de epinefrina inyectado a través de un tubo intravenoso. ¡Tantas penalidades! ¡Tanto amor no correspondido en relaciones anteriores! Lo absurdo de todo aquello se extendía ante mi vista con absoluta claridad. Lo único que tenía que hacer era verme a mí misma tal y como era, quererme por lo que era, y luego simplemente compartir ese amor. Que me correspondieran o no, poco importaba. Lo que contaba era permitirme sentir algo muy auténtico, querer de verdad sin necesidad de recibir algo a cambio. ¿Por qué no lo había comprendido años atrás? ¡Cuánto dolor me hubiera ahorrado!

Joe me apretó las manos con más fuerza y dijo:

—¿Ves?, desde el principio era tu amor propio lo que te impedía amar. No querías dar nada a menos que te garantizaran algo a cambio. Aún no sabías que el verdadero placer está en dar.

—Pero ¿qué me dices de la gente que se aprovecha de eso? —quise saber—. ¿De la gente codiciosa que toma todo lo que tú tienes para ofrecer pero que nunca devuelve nada? —confiaba en Joe con toda mi alma pero, en lo que a los demás miembros de su sexo se refería, seguían inspirándome serias dudas.

—No pueden aprovecharse de algo que tú no les das —contestó—. Dales tu amor pero no les entregues tu persona. Eso sólo te pertenece a ti.

Conforme. Eso tenía sentido. Pero aún no estaba satisfecha. Al fin y al cabo, ¿no era en eso en lo que consistía el matrimonio? ¿En darse completamente a alguien? ¿Acaso insinuaba Joe que el matrimonio no era del todo válido? Desde luego las estadísticas le respaldaban.

Como era de esperar, oyó mis pensamientos. Soltó mis manos, se echó hacia atrás en la silla y me estudió desde el otro lado de la mesa, sin prestar la más mínima atención a la hamburguesa con queso que la camarera acababa de dejar delante de él.

—El matrimonio es válido, Christine —dijo con expresión grave—. No tardarás en descubrirlo. Pero sólo funciona entre dos personas que han aniquilado sus propios dragones y que entienden que el verdadero amor es el que crece en un corazón que ha sido fertilizado con las semillas del conocimiento de uno mismo, en un corazón que es lo bastante fuerte como para ser coherente con esa identidad propia tan difícil de aceptar.

Sonaba perfectamente razonable. No era de extrañar que mis historias jamás hubieran funcionado. Las había utilizado como una solución para salir del paso; un parche con el que posponer el duro esfuerzo que en realidad tenía que hacer. Lo que de veras me había hecho falta durante todos aquellos años era el valor necesario para mirarme a mí misma con honestidad. Y, por supuesto, eso hubiera requerido renunciar a mi amor propio.

Joe tenía su vista fija en mí cuando por fin salí de aquel estado de ofuscamiento. El resplandor naranja de la puesta de sol se había intensificado y lo envolvía todo de aquellas sombras tamizadas con los colores fulgurantes del atardecer. La arena, el cielo e incluso las olas del mar que lamían suavemente la apretada arena de la marea baja estaban bañados por aquellos colores apagados del sol mortecino. Joe contemplaba el espectáculo de luz con orgullo mientras esperaba pacientemente la pregunta que sabía que me bullía en el cerebro.

—¿De verdad hay hombres por ahí que entienden el verdadero significado del amor? —interrogué, convencida de la imposibilidad de que los hubiera. No en balde había salido con una cantidad nada despreciable de tipos, y ninguno de ellos había hecho la menor alusión al respecto.

—Algunos —reconoció Joe.

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