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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Dioses, Tumbas y Sabios (49 page)

BOOK: Dioses, Tumbas y Sabios
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Más de una vez hemos apuntado en esta historia cómo el azar puede jugar su papel en el descubrimiento de culturas pretéritas sumergidas. Por eso hemos de hacer constar ahora que Hernán Cortés, el conquistador que más interés despierta en nosotros, pues fue el descubridor del Imperio azteca, había sido estudiante de leyes. El poco interés que el foro despertaba en su ambición turbulenta le hizo alistarse para la expedición que preparaba Nicolás de Ovando, el sucesor de Colón; pero fracasó en este primer intento, porque, poco antes de partir, Cortés sufría las consecuencias del derrumbamiento de una tapia que pretendiera saltar en una aventura galante.

Las lesiones le obligaron a guardar cama. Pero pensemos en el diferente rumbo que la historia de América podría haber tomado de ser más alta aquella tapia.

Pero no nos dejemos llevar por las fantasías de la historia posibilista, pues bien sabemos que hasta los hombres más geniales pueden ser sustituidos si su época lo requiere. Mas el hecho es que Cortés partió hacia el Nuevo Mundo y en una campaña guerrera sin igual llegó a México. Cuando realizó su expedición por tierras aztecas ya llevaba en América dieciséis años. Y diecinueve de edad contaba cuando, al desembarcar en La Española, replicó orgullosamente al escribiente del gobernador, que se disponía a asignarle una tierra: «¡He venido a buscar el oro, no a labrar la tierra como un campesino!».

A la edad de veinticuatro años participó con Velázquez en la conquista de Cuba, distinguiéndose en tal empresa; luego se unió al partido del nuevo gobernador y fue encarcelado. Huyó, fue detenido, se fugó de nuevo, hasta que finalmente consiguió reconciliarse con el gobernador.

Durante algún tiempo se dedicó, a pesar de todo, a faenas agrícolas como propietario de las tierras que ganara y así trabajó en su finca, siendo el primero en introducir en Cuba el ganado vacuno europeo; explotó minas de oro y acumuló la importante suma de unos 2.000 o 3.000 ducados castellanos. El padre De Las Casas, el gran amigo de los indios en el Nuevo Mundo, observaba: «Dios, que es el único que sabe a costa de cuántas vidas de indios reunió tal suma, le pedirá cuentas».

La posesión de esta fortuna fue un hecho decisivo en la vida de Cortés, pues como ahora ya podía participar económicamente en cualquier empresa, consiguió el mando supremo de una flota de guerra. Equipándola en común con el gobernador Velázquez, ambos se aprestaban a dirigirse a tierra firme, a aquel país legendario del cual los indígenas contaban cada vez más maravillas. En el último instante surgieron nuevas divergencias entre Cortés y el gobernador; y cuando Cortés estaba ya en la Trinidad —Cuba— con la flota en que había invertido su fortuna y la de sus amigos, Velázquez ordenó su detención. Mas entonces Cortés era ya un personaje querido por sus soldados y la ejecución de tal orden hubiera provocado la revuelta de sus huestes, en vista de lo cual se permitió que zarparan sus navíos, el mayor de los cuales era de cien toneladas, hacia el teatro de su aventura más emocionante y trascendental.

Aquel día, toda su fuerza combativa, con la que zarpaba a la conquista de un país del que no tenía una idea muy clara, consistía en 110 marineros y 553 soldados —entre ellos 32 ballesteros y 13 arcabuceros—, 10 cañones pesados, 4 culebrinas ligeras y 16 caballos.

Bajo su estandarte de terciopelo negro bordado de oro, con la cruz encarnada y la inscripción latina: «Amigos, sigamos a la Cruz», dirigió una arenga a sus hombres, cuyo contenido conocemos por la tradición, que terminaba así: «Sois escasos en número, pero fuertes en decisión, y si ésta no falta, no dudéis que el Todopoderoso, que nunca ha abandonado al español en su lucha contra los paganos, os protegerá aunque os veáis rodeados por gran número de enemigos; pues vuestra causa es justa, y lucharéis bajo la insignia la cruz. Adelante, pues, con serenidad y confianza; terminad la obra que se empezó con tan felices auspicios, y llevadla a un final glorioso».

El día 16 de agosto de 1519, desde un lugar de la costa situado en las proximidades de lo que después sería Veracruz, empezó la conquista de México. Había creído que tendría que habérselas con
tribus
; mas ahora veía que tenía que conquistar un Imperio. Había supuesto que tendría que medir sus fuerzas con grupos de
salvajes
bárbaros, mas ahora se daba cuenta de que luchaba contra un
pueblo
muy civilizado. Había esperado que en su camino vería rudimentarios poblados y chozas; mas ahora surgían ante él, en la llanura, inmensas ciudades con templos y palacios. El hecho de que después de tales encuentros y tal perspectiva no vacilase en su designio de someter a aquel pueblo, demuestra cuál era la índole de aquellos hombres a los que la posteridad condenaría a la execración y al olvido si fracasaban.

No podemos narrar en todos sus detalles los episodios de esta conquista temeraria, insensata, que en sólo tres meses colocó a Cortés ante la capital de Moctezuma. Venció los obstáculos del terreno, del clima y las enfermedades desconocidas. Luchó contra unos treinta o cincuenta mil indios y los venció. Su fama de invencible corre de ciudad en ciudad. En él se unen el más exacto conocimiento del arte militar con la conducta más enérgica y en todo demuestra una gran agudeza política. Así, despide a los emisarios de Moctezuma con ricos presentes, incita a luchar entre sí a los distintos pueblos vasallos del emperador de los aztecas y sabe dominar en poco tiempo a un pueblo como los tlaxcaltecas, haciendo de ellos sus aliados y amigos. Persigue una meta, y, obsesionado, no le retienen ni las amenazas ni las súplicas de Moctezuma, que por último le
ruega
—él, que disponía de más de cien mil guerreros— que se abstenga de hollar la capital de su reino.

Difícil de explicar es esta triunfal y velocísima carrera. La fuerza de Cortés residía en la unión de una fama verdaderamente mítica con la superioridad de saber conducir la guerra de una forma organizada, disciplinada.

Aquí —como dice un historiador— estaban de nuevo los griegos contra los persas.

Pero en este caso los «griegos» habían reforzado su disciplina con las nuevas armas de fuego, terribles para el enemigo. Además poseían aún otro elemento de combate que aterrorizaba a los indios: los caballos, gigantescos y fabulosos seres. A los ojos de los indígenas, caballo y jinete parecían un solo ser, y ni siquiera perdían su temor supersticioso cuando cogían a uno de estos animales, hasta tal punto que no fue eficaz la medida que adoptó uno de los consejeros del rey, que mandó cortar en pedazos un caballo y mandar sus trozos a todas las ciudades del reino.

De este modo se aproximó rápidamente el día de la conquista de la capital, 8 de noviembre de 1519, conquista que sólo era una ocupación. Pero una vez instalado en la metrópoli mexicana, el hallazgo del tesoro con que tanto había soñado de joven, y su precipitación de colocar prematuramente el signo de la Cruz en los templos de los dioses aztecas, fueron causa de múltiples complicaciones que estuvieron a punto de malograr la empresa.

El 10 de noviembre de 1519, tres días después de la entrada en la capital, Cortés pidió al emperador azteca permiso para instalar una capilla en uno de los palacios que habían asignado para el alojamiento de los españoles. Le fue concedido inmediatamente y Moctezuma incluso le mandó unos artesanos indígenas para que les ayudasen.

Los españoles, mientras tanto, iban estudiando el terreno y pronto observaron que en una parte de los viejos muros de aquella estancia se veían huellas recientes de argamasa, y, con la experiencia adquirida por muchos hallazgos, sospecharon al punto que allí se ocultaba una puerta. Y aunque por el momento eran huéspedes del emperador, sin el menor escrúpulo de conciencia comenzaron a derribar el muro. Pronto descubrieron, en efecto, una puerta, que abrieron inmediatamente, y fueron en busca de Cortés.

Cuando éste echó una mirada a la estancia recién abierta tuvo que cerrar los ojos. Se hallaba ante una sala llena de las más ricas telas, de joyas, de toda clase de enseres preciosos, plata y oro, no solamente en objetos maravillosamente labrados, sino en lingotes. Bernal Díaz, el cronista, escribe: «Yo era muy joven y me parecía que todas las riquezas del mundo se hallaban en aquella estancia».

Estaban ante el tesoro de Moctezuma; mejor dicho, el del padre de Moctezuma, aumentado por las adquisiciones del hijo.

Cortés demostró gran inteligencia al ordenar que fuera tapada inmediatamente la puerta, pues él no se hacía ilusiones debido a lo arriesgado de su situación.

Sabía que estaba sobre un volcán que podía estallar en cualquier momento. La audacia de aquel pequeño grupo de españoles, encerrados en aquella ciudad gigantesca, que se calcula tenía 65.000 casas, no conocía límite. Pues ¿con qué probabilidades de triunfo podían contar?

¿Cómo acabaría su aventura? ¿Tenían la menor perspectiva de poder sacar de la metrópoli donde estaban encerrados aquellos tesoros tangibles? ¿Estarían tan ciegos para creer que podrían apoderarse algún día de aquel Imperio y que su colonización iba a serles tan fácil como lo había sido la de las islas salvajes del Nuevo Mundo hasta entonces conquistadas?

Sí, en efecto; estaban tan ciegos. Pero su ceguera, llevada por Cortés, nunca salió de las posibilidades de una política audacísima, pero muy realista, aunque tal política hoy nos parezca pueril. Sólo había un medio de afianzar su posición en la capital, un medio al que sólo pueden recurrir unos aventureros y sólo unos conquistadores audaces pueden ejecutar. Cortés había comprendido la significación casi sagrada de la persona de Moctezuma, cuyas órdenes, por perniciosas o absurdas que fuesen, eran fanáticamente obedecidas. Por lo cual dedujo que si se apoderaba de la persona del emperador eliminaba todo peligro de actitud hostil por parte de sus súbditos. Y así, cuando hubo transcurrido un plazo prudencial, invitó a Moctezuma a trasladarse a su palacio y a unir, por lo tanto, la residencia imperial con la suya. Fundamentaba tal petición en razones en las que iban mezcladas la súplica y la amenaza —en las puertas de la residencia real hacían guardia sus mejores caballeros completamente armados—, y Moctezuma, en un momento de cobardía, cedió.

Aquella misma noche, los padres Olmedo y Díaz celebraban la santa misa en la capilla recién instalada en una estancia contigua a la del tesoro, del cual cada uno de los españoles que allí rezaban se creían con derecho a una buena participación. A la derecha estaba sentado el propietario del tesoro —emperador en medio de su Imperio y simple rehén en manos de un puñado de hombres—, que se limitaba a escuchar palabras de consuelo para atenuar lo indigno de su situación. Bernal Díaz observa que los españoles permanecían serios y dignos durante el oficio, «en parte por el oficio mismo y en parte por ejercer influencia edificante sobre los paganos sumidos en la oscuridad de las tinieblas».

Todavía no se había producido el gran cambio en los éxitos de Cortés. Aún parecía que todos sus golpes habían de triunfar, pero pronto, y en breve lapso de tiempo, se produjeron tres acontecimientos que cambiaron por completo la situación.

Los primeros contratiempos surgieron en las propias filas de los españoles. Cuando Cortés hubo hecho prisionero a Moctezuma, ya no vio motivo alguno que le impidiera tocar el tesoro. El infeliz emperador intentó conservar su dignidad manifestando que regalaba todo aquel tesoro al gran soberano de Cortés —a Su Majestad hispana—, uniendo a ello el juramento de ser su fiel vasallo, cosa que no representaba gran mérito habida cuenta de su situación. Cortés mandó trasladar el tesoro a una de las grandes salas, para valorarlo. Los españoles tuvieron que construir ellos mismos las balanzas y pesas, pues los aztecas, grandes matemáticos, no conocían los sistemas de peso ni el valor total. Y así hallaron que era de unos 162.000 pesos oro, suma que, según cálculo hecho el siglo pasado, equivalía a unos 6.300.000 dólares. En el siglo XVI era esto una cantidad tan fabulosa que podemos suponer con bastante fundamento que ningún soberano europeo tenía atesorada tal suma en aquella época. ¿Era extraño, pues, que los soldados se volvieran locos al calcular su participación proporcional?

Pero llegado este momento, Cortés se opuso a una participación igualitaria. ¿Era injusto? Por lo menos fue hábil. Desde luego, él había marchado a Ultramar por encargo de Su Majestad el rey, que con razón tenía derecho a una participación; pero él, Cortés, había equipado los barcos con su dinero, contrayendo muchas deudas que un día tendría que pagar. Por eso, Cortés dispuso que una quinta parte del tesoro correspondería al rey de España, otra quinta parte a él; otra quinta parte la reservaba a Velázquez, como gobernador que era, y para aplacarlo, ya que no había obedecido sus órdenes, huyendo de su jurisdicción con todos los barcos; otra quinta parte, para los caballeros, artilleros, arcabuceros, ballesteros y la guarnición que había dejado en la costa de Veracruz. Quedaba, pues, una quinta parte para repartirla entre los soldados, a cada uno de los cuales tocaba 100 pesos oro. ¡Aquello era una miseria para lo que habían hecho, una limosna para quienes habían contemplado todo el tesoro!

Los soldados estaban a punto de amotinarse y llegaron a producirse duelos sangrientos, cuando intervino Cortés, con más elocuencia que severidad, «con aquellas palabras convincentes que sabía emplear en cada caso —dice uno de sus soldados—, y los convenció». Cortés supo pintar en las frágiles paredes de su fantasía una ganancia mucho mayor que la que ellos mismos soñaran.

Por consiguiente, de todo el tesoro sólo una quinta parte se repartió por igual. Las otras cuatro, destinadas al rey, al gobernador y las de Cortés y sus hombres escogidos, quedaron bien guardadas en el palacio.

Lo que sucedió pocos meses después fue mucho más serio. Cortés supo, por el capitán que había dejado en la costa, que al mando de un tal Narváez, y por orden de Velázquez, habían desembarcado en Veracruz tropas que llevaban la orden de destituirle y conducirle prisionero a Cuba, para responder de un delito de rebelión manifiesta y por extralimitarse en el desempeño de sus funciones. Se enteró también de otros detalles increíbles. Los dieciocho barcos de Narváez traían 900 hombres, entre ellos 80 jinetes, 80 arcabuceros y 150 ballesteros, además de numerosos cañones. Cortés, metido en su polvorín de la ciudad de México, se veía atacado por un ejército de propios compatriotas que venían a su encuentro con fuerzas mucho mayores que las suyas y que representaban el mayor ejército que hasta entonces se había empleado en la conquista del Nuevo Mundo.

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