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Authors: Benito Pérez Galdós

Doña Perfecta (13 page)

BOOK: Doña Perfecta
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Pepe Rey no sabía lo que le mortificaba más, si la severidad de su tía o las hipócritas condescendencias del canónigo.

—¿Por qué no se han de decir? —indicó la señora—. Él mismo no parece avergonzado de su conducta. Sépanlo todos. Únicamente se guardará secreto de esto a mi querida hija, porque en su estado nervioso son temibles los accesos de cólera.

—Vamos, que no es para tanto, señora —añadió el Penitenciario—. Mi opinión es que no se vuelva a hablar del asunto, y cuando esto lo dice el que recibió la pedrada, los demás pueden darse por satisfechos... Y no fue broma lo del trastazo, señor don José, pues creí que me abrían un boquete en el casco y que se me salían por él los sesos...

—¡Cuánto siento este accidente!... —balbució Pepe Rey—. Me causa verdadera pena, a pesar de no haber tomado parte...

—La visita de usted a esas señoras Troyas llamará la atención en el pueblo —dijo el canónigo—. Aquí no estamos en Madrid, señores, aquí no estamos en ese centro de corrupción, de escándalo...

—Allá puedes visitar los lugares más inmundos —manifestó doña Perfecta—, sin que nadie lo sepa.

—Aquí nos miramos mucho —prosiguió don Inocencio — . Reparamos todo lo que hacen los vecinos, y con tal sistema de vigilancia la moral pública se sostiene a conveniente altura... Créame usted, amigo mío, créame usted, y no digo esto por mortificarle; usted ha sido el primer caballero de su posición que a la luz del día... el primero, sí señor...
Troj& qui primus ab oris...

Después se echó a reír, dando algunas palmadas en la espalda al ingeniero en señal de amistad y benevolencia.

—¡Cuán grato es para mí —dijo el joven, encubriendo su cólera con las palabras que creyó más oportunas para contestar a la solapada ironía de sus interlocutores—, ver tanta generosidad y tolerancia, cuando yo merecía por mi criminal proceder...!

—¿Pues qué? A un individuo que es de nuestra propia sangre y que lleva nuestro mismo nombre —dijo doña Perfecta—, ¿se le puede tratar como a un cualquiera? Eres mi sobrino, eres hijo del mejor y más santo de los hombres, mi querido hermano Juan, y esto basta. Ayer tarde estuvo aquí el secretario del señor obispo, a manifestarme que Su Ilustrísima está muy disgustado porque te tengo en mi casa.

—¿También eso? —murmuró el canónigo.

—También eso. Yo dije que salvo el respeto que el señor obispo me merece y lo mucho que le quiero y reverencio, mi sobrino es mi sobrino, y no puedo echarle de mi casa.

—Es una nueva singularidad que encuentro en este país —dijo Pepe Rey, pálido de ira—. Por lo visto aquí el obispo gobierna las casas ajenas.

—Él es un bendito. Me quiere tanto que se le figura... se le figura que nos vas a comunicar tu ateísmo, tu despreocupación, tus raras ideas... Yo le he dicho repetidas veces que tienes un fondo excelente.

—Al talento superior debe siempre concedérsele algo —manifestó don Inocencio.

—Y esta mañana, cuando estuve en casa de las de Cirujeda, ¡ay!, tú no puedes figurarte cómo me pusieron la cabeza... Que si habías venido a derribar la catedral; que si eras comisionado de los protestantes ingleses para ir predicando la herejía por España; que pasabas la noche entera jugando en el Casino; que salías borracho... «Pero señoras —les dije—, ¿quieren ustedes que yo envíe a mi sobrino a la posada?». Además, en lo de las embriagueces no tienen razón, y en cuanto al juego, no sé que jugaras hasta hoy.

Pepe Rey se hallaba en esa situación de ánimo en que el hombre más prudente siente dentro de sí violentos ardores y una fuerza ciega y brutal que tiende a estrangular, abofetear, romper cráneos y machacar huesos. Pero doña Perfecta era señora y además su tía, don Inocencio era anciano y sacerdote. Además de esto las violencias de obra son de mal gusto e impropias de personas cristianas y bien educadas. Quedaba el recurso de dar libertad a su comprimido encono por medio de la palabra manifestada decorosamente y sin faltarse a sí mismo, pero aún le pareció prematuro este postrer recurso, que no debía emplear, según su juicio, hasta el instante de salir definitivamente de aquella casa y de Orbajosa. Resistiendo, pues, el furibundo ataque, aguardó.

Jacinto llegó cuando la cena concluía.

—Buenas noches, señor don José... —dijo estrechando la mano del joven—. Usted y sus amigas no me han dejado trabajar esta tarde. No he podido escribir una línea. ¡Y tenía que hacer!...

—¡Cuánto lo siento, Jacinto! Pues según me dijeron, usted las acompaña algunas veces en sus juegos y retozos.

—¡Yo! —exclamó el rapaz, poniéndose como la grana — . ¡Bah!, bien sabe usted que Tafetán no dice nunca palabra de verdad... ¿Pero es cierto, señor de Rey, que se marcha usted?

—¿Lo dicen por ahí?...

—Sí; lo he oído en el Casino, en casa de don Lorenzo Ruiz.

Rey contempló durante un rato las frescas facciones de
don Nominavito.
Después dijo:

—Pues no es cierto. Mi tía está muy contenta de mí; desprecia las calumnias con que me están obsequiando los orbajosenses... y no me arrojará de su casa aunque en ello se empeñe el señor obispo.

—Lo que es arrojarte... jamás. ¡Qué diría tu padre!...

—A pesar de sus bondades de usted, querida tía, a pesar de la amistad cordial del señor canónigo, quizás decida yo marcharme...

—¡Marcharte!

—¡Marcharse usted!

En los ojos de doña Perfecta brilló una luz singular. El canónigo a pesar de ser hombre muy experto en el disimulo, no pudo ocultar su júbilo.

—Sí; y tal vez esta misma noche...

—¡Pero hombre, qué arrebatado eres!... ¿Por qué no esperas siquiera a mañana temprano?... A ver... Juan, que vayan a llamar al tío Licurgo, para que prepare la jaca... Supongo que llevarás algún fiambre... ¡Nicolasa!... ese pedazo de ternera que está en el aparador... Librada, la ropa del señorito... pronto.

—No, no puedo creer que usted tome determinación tan brusca —dijo don Cayetano, creyéndose obligado a tomar alguna parte en aquella cuestión.

—¿Pero volverá usted... no es eso? —preguntó el canónigo.

—¿A qué hora pasa el tren de la mañana? —preguntó doña Perfecta, por cuyos ojos claramente asomaba la febril impaciencia de su alma.

—Sí me marcho; me marcho esta misma noche.

—Pero hombre, si no hay luna...

En el alma de doña Perfecta, en el alma del Penitenciario, en la juvenil alma del doctorcillo retumbaron como una armonía celeste estas palabras: «esta misma noche».

—Por supuesto, querido Pepe, tú volverás... Yo he escrito hoy a tu padre, a tu excelente padre... —exclamó doña Perfecta con todos los síntomas fisiognómicos que aparecen cuando se va a derramar una lágrima.

—Molestaré a usted con algunos encargos —manifestó el sabio.

—Buena ocasión para pedir el cuaderno que me falta de la obra del abate Gaume — indicó el abogadejo.

—Vamos, Pepe, que tienes unos arrebatos y unas salidas —murmuró la señora sonriendo, con la vista fija en la puerta del comedor—. Pero se me olvidaba decirte que Caballuco está esperando para hablarte.

Capítulo XV - Sigue creciendo hasta que se declara la guerra

T
odos miraron hacia la puerta, donde apareció la imponente figura del centauro, serio, cejijunto, confuso al querer saludar con amabilidad, hermosamente salvaje, pero desfigurado por la violencia que hacía para sonreír urbanamente y pisar quedo y tener en correcta postura los hercúleos brazos.

—Adelante, señor Ramos —dijo Pepe Rey.

—Pero no —objetó doña Perfecta—. Si es una tontería lo que tiene que decirte.

—Que lo diga.

—Yo no debo consentir que en mi casa se ventilen estas cuestiones ridículas...

—¿Qué quiere de mí el señor Ramos?

Caballuco pronunció algunas palabras.

—Basta, basta... —exclamó doña Perfecta, riendo—. No molestes más a mi sobrino. Pepe, no hagas caso de ese majadero... ¿Quieren ustedes que les diga en qué consiste el enojo del gran Caballuco?

—¿Enojo?

—Ya me lo figuro —indicó el Penitenciario, recostándose en el sillón y riendo expansivamente y con estrépito.

—Yo quería decirle al señor don José... —gruñó el formidable jinete.

—Hombre, calla por Dios, no nos aporrees los oídos.

—Señor Caballuco —apuntó el Penitenciario — , no es mucho que los señores de la corte desbanquen a los rudos caballistas de estas salvajes tierras...

—En dos palabras, Pepe: la cuestión es esta. Caballuco es no sé qué...

La risa le impidió continuar.

—No sé qué —añadió don Inocencio— de una de las niñas de Troya, de Mariquita Juana, si no estoy equivocado.

—¡Y está celoso! Después de su caballo, lo primero de la creación es Mariquita Troya.

—¡Bonito apunte! —exclamó la señora — . ¡Pobre Cristóbal! ¿Has creído que una persona como mi sobrino?... Vamos a ver, ¿qué ibas a decirle? Habla.

—Después hablaremos el señor don José y yo —repuso bruscamente el bravo de la localidad.

Y sin decir más se retiró.

Poco después, Pepe Rey salió del comedor para ir a su cuarto. En la galería hallóse frente a frente con su troyano antagonista, y no pudo reprimir la risa al ver la torva seriedad del ofendido cortejo.

—Una palabra —dijo éste, plantándose descaradamente ante el ingeniero—. ¿Usted sabe quién soy yo?

Diciendo esto puso la pesada mano en el hombro del joven con tan insolente franqueza, que éste no pudo menos de rechazarle enérgicamente.

—No es preciso aplastar para eso.

El valentón, ligeramente desconcertado, se repuso al instante y mirando a Rey con audacia provocativa, repitió su estribillo.

—¿Sabe usted quién soy yo?

—Sí; ya sé que es usted un animal.

Apartóle bruscamente hacia un lado y entró en su cuarto. Según el estado del cerebro de nuestro desgraciado amigo en aquel instante, sus acciones debían sintetizarse en el siguiente brevísimo y definitivo plan: romperle la cabeza a Caballuco sin pérdida de tiempo, despedirse enseguida de su tía con razones severas aunque corteses que le llegaran al alma, dar un frío adiós al canónigo y un abrazo al inofensivo don Cayetano; administrar por fin de fiesta una paliza al tío Licurgo, partir de Orbajosa aquella misma noche, y sacudirse el polvo de los zapatos a la salida de la ciudad.

Pero los pensamientos del perseguido joven no podían apartarse, en medio de tantas amarguras, de otro desgraciado ser a quien suponía en situación más aflictiva y angustiosa que la suya propia. Tras el ingeniero entró en la estancia una criada.

—¿Le diste mi recado? —preguntó él.

—Sí señor y me dio esto.

Rey tomó de las manos de la muchacha un pedacito de periódico, en cuya margen leyó estas palabras: «Dicen que te vas. Yo me muero».

Cuando Pepe volvió al comedor, el tío Licurgo se asomaba a la puerta, preguntando:

—¿A qué hora hace falta la jaca?

—A ninguna —contestó vivamente Pepe Rey.

—¿Luego no te vas esta noche? —dijo doña Perfecta — . Mejor es que lo dejes para mañana.

—Tampoco.

—¿Pues cuándo?

—Ya veremos —dijo fríamente el joven, mirando a su tía con imperturbable calma —. Por ahora no pienso marcharme.

Sus ojos lanzaban enérgico reto.

Doña Perfecta se puso primero encendida, pálida después. Miró al canónigo, que se había quitado las gafas de oro para limpiarlas, y luego clavó sucesivamente la vista en los demás que ocupaban la estancia, incluso Caballuco, que entrando poco antes, se sentara en el borde de una silla. Doña Perfecta les miró como mira un general a sus queridos cuerpos de ejército. Después examinó el semblante meditabundo y sereno de su sobrino, de aquel estratégico enemigo que se presentaba de improviso cuando se le creía en vergonzosa fuga.

¡Ay! ¡Sangre, ruina y desolación!... Una gran batalla se preparaba.

Capítulo XVI - Noche

O
rbajosa dormía. Los mustios farolillos del público alumbrado despedían en encrucijadas y callejones su postrer fulgor, como cansados ojos que no pueden vencer el sueño. A su débil luz se escurrían envueltos en sus capas los vagabundos, los rondadores, los jugadores. Sólo el graznar del borracho o el canto del enamorado turbaban la callada paz de la ciudad histórica. De pronto el
Ave María Purísima
de vinoso sereno sonaba como un quejido enfermizo del durmiente poblachón.

En la casa de doña Perfecta también había silencio. Turbábalo sólo un diálogo que en la biblioteca del señor don Cayetano sostenían éste y Pepe Rey. Sentábase el erudito reposadamente en el sillón de su mesa de estudio, la cual aparecía cubierta por diversas suertes de papeles, conteniendo notas, apuntes y referencias, sin que el más pequeño desorden las confundiese, a pesar de su mucha diversidad y abundancia. Rey fijaba los ojos en el copioso montón de papeles; pero sus pensamientos volaban, sin duda, en regiones muy distantes de aquella sabiduría.

—Perfecta —dijo el anticuario—, aunque es una mujer excelente, tiene el defecto de escandalizarse por cualquier acción frívola e insignificante. Amigo, en estos pueblos de provincia el menor desliz se paga caro. Nada encuentro de particular en que usted fuese a casa de las Troyas. Se me figura que don Inocencio, bajo su capita de hombre de bien, es algo cizañoso. ¿A él qué le importa?...

—Hemos llegado a un punto, señor don Cayetano, en que es preciso tomar una determinación enérgica. Yo necesito ver y hablar a Rosario.

—Pues véala usted.

—Es que no me dejan —respondió el ingeniero, dando un puñetazo en la mesa—. Rosario está secuestrada...

—¡Secuestrada! —exclamó el sabio con incredulidad—. La verdad es que no me gusta su cara, ni su aspecto, ni menos el estupor que se pinta en sus bellos ojos. Está triste, habla poco, llora... Amigo don José, me temo mucho que esa niña se vea atacada de la terrible enfermedad que ha hecho tantas víctimas en los individuos de mi familia.

—¡Una terrible enfermedad! ¿Cuál?

—La locura... mejor dicho, manías. En la familia no ha habido uno solo que se librara de ellas. Yo, yo soy el único que he logrado escapar.

—¡Usted!... Dejando a un lado las manías —dijo Rey con impaciencia—, yo quiero ver a Rosario.

—Nada más natural. Pero el aislamiento en que su madre la tiene es un sistema higiénico, querido Pepe, el único sistema que se ha empleado con éxito en todos los individuos de mi familia. Considere usted que la persona cuya presencia y voz debe de hacer más impresión en el delicado sistema nervioso de Rosarillo es el elegido de su corazón.

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