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Authors: Friedrich Nietzsche

Ecce homo (13 page)

BOOK: Ecce homo
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Por qué soy yo un destino

1

Conozco mi suerte. Alguna vez irá unido a mi nombre el recuerdo de algo monstruoso, de una crisis como jamás la hubo antes en la Tierra, de la más profunda colisión de conciencias, de una decisión tomada, mediante un conjuro, contra todo lo que hasta este momento se ha creído, exigido, santificado. Yo no soy un hombre, soy dinamita. Y a pesar de todo esto, nada hay en mí de fundador de una religión; las religiones son asuntos de la plebe, yo siento la necesidad de lavarme las manos después de haber estado en contacto con personas religiosas. No quiero «creyentes», pienso que soy demasiado maligno para creer en mí mismo, no hablo jamás a las masas. Tengo un miedo espantoso de que algún día se me declare santo; se adivinará la razón por la que yo publico este libro antes, tiende a evitar que se cometan abusos conmigo. No quiero ser un santo, antes prefiero ser un bufón. Quizá sea yo un bufón. Y a pesar de ello, o mejor, no a pesar de ello —puesto que nada ha habido hasta ahora más embustero que los santos—, la verdad habla en mí. Pero mi verdad es terrible: pues hasta ahora se ha venido llamando verdad a la mentira. Transvaloración de todos los valores: ésta es mi fórmula para designar un acto de suprema autognosis de la humanidad, acto que en mí se ha hecho carne y genio. Mi suerte quiere que yo tenga que ser el primer hombre decente, que yo me sepa en contradicción a la mendacidad de milenios. Yo soy el primero que ha descubierto la verdad, debido a que he sido el primero en sentir —en oler— la mentira como mentira. Mi genio está en mi nariz. Yo contradigo como jamás se ha contradicho y soy, a pesar de ello, la antítesis de un espíritu que dice no. Yo soy un alegre mensajero como no ha habido ningún otro, conozco tareas tan elevadas que hasta ahora faltaba el concepto para comprenderlas; sólo a partir de mí existen de nuevo esperanzas. A pesar de todo esto, yo soy también, necesariamente, el hombre de la fatalidad. Pues cuando la verdad entable lucha con la mentira de milenios tendremos conmociones, un espasmo de terremotos, un desplazamiento de montañas y valles como nunca se había soñado. El concepto de política queda entonces totalmente absorbido en una guerra de los espíritus, todas las formaciones de poder de la vieja sociedad saltan por el aire; todas ellas se basan en la mentira: habrá guerras como jamás las ha habido en la Tierra. Sólo a partir de mí existe en la Tierra la gran política.

2

¿Se quiere una fórmula de un destino como ése, que se hace hombre? Se encuentra en mi
Zaratustra
.

—y quien tiene que ser un creador en el bien y en el mal: en verdad, ése tiene que ser antes un aniquilador y quebrantar valores.

Por eso el mal sumo forma parte de la bondad suma: mas ésa es la bondad creadora.

Yo soy, con mucho, el hombre más terrible que ha existido hasta ahora; esto no excluye que yo seré el más benéfico. Conozco el placer de aniquilar en un grado que corresponde a mi fuerza para aniquilar, en ambos casos obedezco a mi naturaleza dionisiaca, la cual no sabe separar el hacer no del decir sí. Yo soy el primer inmoralista, por ello soy el aniquilador
par excellence
.

3

No se me ha preguntado, pero debería habérseme preguntado qué significa cabalmente en mi boca, en boca del primer inmoralista, el nombre
Zaratustra
; pues lo que constituye la inmensa singularidad de este persa en la historia es justo lo contrario de esto. Zaratustra fue el primero en advertir que la auténtica rueda que hace moverse a las cosas es la lucha entre el bien y el mal, la trasposición de la moral a lo metafísico, como fuerza, causa, fin en sí, es obra suya. Mas esa pregunta sería ya, en el fondo, la respuesta. Zaratustra creó ese error, el más fatal de todos, la moral; en consecuencia, también él tiene que ser el primero en reconocerlo. No es sólo que él tenga en esto una experiencia mayor y más extensa que ningún otro pensador —la historia entera constituye, en efecto, la refutación experimental del principio del denominado «orden moral del mundo»—: mayor importancia tiene el que
Zaratustra
sea más veraz que ningún otro pensador. Su doctrina, y sólo ella, considera la veracidad como virtud suprema. Esto significa lo contrario de la cobardía del «idealista», que, frente a la realidad, huye;
Zaratustra
tiene en su cuerpo más valentía que todos los demás pensadores juntos. Decir la verdad y disparar bien con flechas, ésta es la virtud persa. ¿Se me entiende? La auto-superación de la moral por veracidad, la auto superación del moralista en su antítesis —en mí— es lo que significa en mi boca el nombre Zaratustra.

4

En el fondo, son dos las negaciones que encierra en sí mi palabra inmoralista. Yo niego en primer lugar un tipo de hombre considerado hasta ahora como el tipo supremo, los buenos, los benévolos, los benéficos, yo niego por otro lado una especie de moral que ha alcanzado vigencia y dominio de moral en sí, la moral de la
décadence
, hablando de manera más tangible, la moral cristiana. Sería lícito considerar que la segunda contradicción es la decisiva, pues para mí la sobreestimación de la bondad y de la benevolencia es ya, vistas las cosas a grandes rasgos, una consecuencia de la
décadence
, un síntoma de debilidad, algo incompatible con una vida ascendente y que dice sí: negar y aniquilar son condiciones del decir sí. Voy a detenerme primero en la sicología del hombre bueno. Para estimar lo que vale un tipo de hombre es preciso calcular el precio que cuesta su conservación, es necesario conocer sus condiciones de existencia. La condición de existencia de los buenos es la mentira: dicho de otro modo, el no querer ver a ningún precio cómo está constituida en el fondo la realidad, a saber, que no lo está de tal modo que constantemente suscite instintos benévolos, y aun menos de tal modo que permita constantemente la intervención de manos miopes y bonachonas. Considerar en general los estados de necesidad de toda especie como objeción, como algo que hay que eliminar, es la
niaiserie par excellence
[máxima estupidez]; es, vistas las cosas en conjunto, una verdadera desgracia en sus consecuencias, un destino de estupidez, casi tan estúpido como sería la voluntad de eliminar el mal tiempo, por compasión, por ejemplo, por la pobre gente. En la gran economía del todo los elementos terribles de la realidad (en los afectos, en los apetitos, en la voluntad de poder) son inconmensurablemente más necesarios que aquella forma de pequeña felicidad denominada «bondad»; hay que ser incluso indulgente para conceder en absoluto un puesto a esta última, ya que se halla condicionada por la mendacidad del instinto. Tendré una gran ocasión de demostrar las consecuencias desmesuradamente funestas que el optimismo, ese engendro de los
homines optimi
[hombres mejores entre todos], ha tenido para la historia entera. Zaratustra, el primero en comprender que el optimista es tan
décadent
como el pesimista, y tal vez más nocivo, dice: Los hombres buenos no dicen nunca la verdad. Falsas costas y falsas seguridades os han enseñado los buenos: en mentiras de los buenos habéis nacido y habéis estado cobijados. Todo está falseado y deformado hasta el fondo por los buenos. Por fortuna no está el mundo construido sobre instintos tales que cabalmente sólo el bonachón animal de rebaño encuentre en él su estrecha felicidad; exigir que todo se convierta en «hombre bueno», animal de rebaño, ojiazul, benévolo, «alma bella» o altruista, como lo desea el señor Herbert Spencer, significaría privar al existir de su carácter
grande
, significaría castrar a la humanidad y reducirla a una mísera chinería. ¡Y se ha intentado hacer eso!... Precisamente a eso se lo ha denominado moral... En este sentido Zaratustra llama a los buenos unas veces «los últimos hombres» y otras el «comienzo del final»; sobre todo, los considera como la especie más nociva de hombre, porque imponen su existencia tanto a costa de la verdad como a costa del futuro. Los buenos, en efecto, no pueden crear: son siempre el comienzo del final, crucifican a quien escribe nuevos valores sobre nuevas tablas, sacrifican el futuro a sí mismos, ¡crucifican todo el futuro de los hombres! Los buenos han sido siempre el comienzo del final. Y sean cuales sean los daños que los calumniadores del mundo ocasionen: ¡el daño de los buenos es el daño más dañino de todos!

5

Zaratustra, primer psicólogo de los buenos, es —en consecuencia— un amigo de los malvados. Si una especie decadente de hombre ascendió al rango de especie suprema, eso sólo fue posible a costa de la especie opuesta a ella, de la especie fuerte y vitalmente segura de hombre. Si el animal de rebaño brilla en el resplandor de la virtud más pura, el hombre de excepción tiene que haber sido degradado a la categoría de malvado. Si la mendacidad reclama a toda costa, para su óptica, la palabra «verdad», al auténticamente veraz habrá que encontrarlo entonces bajo los peores nombres. Zaratustra no deja aquí duda alguna: dice que el conocimiento de los buenos, de los «mejores», ha sido precisamente lo que le ha producido horror por el hombre en cuanto tal; esta repulsión le ha hecho crecer las alas para «alejarse volando hacia futuros remotos», no oculta que su tipo de hombre, un tipo relativamente sobrehu mano, es sobrehumano cabalmente en relación con los buenos, que los buenos y justos llamarán demonio a su superhombre.

“¡Vosotros los hombres supremos con que mis ojos tropezaron! Ésta es mi duda respecto a vosotros y mi secreto reír: ¡apuesto a que a mi superhombre lo llamaríais demonio! ¡Tan extraños sois a lo grande en vuestra alma que el superhombre os resultará temible en su bondad!”

De este pasaje, y no de otro, hay que partir para comprender lo que Zaratustra quiere: esa especie de hombre concebida por él concibe la realidad tal como ella es: es suficientemente fuerte para hacerlo, no es una especie de hombre extrañada, alejada de la realidad, es la realidad misma, encierra todavía en sí todo lo terrible y problemático de ésta, sólo así puede el hombre tener grandeza.

6

Pero también en otro sentido diferente he escogido para mí la palabra “inmoralista” como distintivo, como emblema de honor; estoy orgulloso de tener esa palabra para distinguirme de la humanidad entera. Nadie ha sentido todavía la moral cristiana como algo situado por debajo de sí: para ello se necesitaban una altura, una perspectiva, una profundidad y una hondura psicológicas totalmente inauditas hasta ahora. La moral cristiana ha sido hasta este momento la Circe de todos los pensadores; éstos se hallaban a su servicio. ¿Quién, antes de mí, ha penetrado en las cavernas de las que brota el venenoso aliento de esa especie de ideal —¡la difamación del mundo!—? ¿Quién se ha atrevido siquiera a suponer que son cavernas? ¿Quién, antes de mí, ha sido entre los filósofos psicólogo y no más bien lo contrario de éste, «farsante superior», «idealista»? Antes de mí no ha habido en absoluto sicología. Ser en esto el primero puede ser una maldición, es en todo caso un destino: pues se es también el primero en despreciar. La náusea por el hombre es mi peligro.

7

¿Se me ha entendido? Lo que me separa, lo que me pone aparte de todo el resto de la humanidad es el haber descubierto la moral cristiana. Por eso necesitaba yo una palabra que tuviese el sentido de un reto lanzado a todos. No haber abierto antes los ojos en este asunto representa para mí la más grande suciedad que la humanidad tiene sobre la conciencia, un autoengaño convertido en instinto, una voluntad de no ver, por principio, ningún acontecimiento, ninguna causalidad, ninguna realidad, un fraude
in psychologicis
[en cuestiones psicológicas] que llega a ser un crimen. La ceguera respecto al cristianismo es el
crimen par excellence
, el crimen contra la vida. Los milenios, los pueblos, los primeros y los últimos, los filósofos y las mujeres viejas —exceptuados cinco, seis instantes de la historia, yo como séptimo—, todos ellos son, en este punto, dignos unos de otros. El cristiano ha sido hasta ahora el «ser moral», una curiosidad sin igual y en cuanto «ser moral» ha sido más absurdo, más mendaz, más vano, más frívolo, más perjudicial a sí mismo que cuanto podría haber soñado el más grande despreciador de la humanidad. La moral cristiana, la forma más maligna de la voluntad de mentira, la auténtica Circe de la humanidad: lo que la ha corrompido. Lo que a mí me espanta en este espectáculo no es el error en cuanto error, ni la milenaria falta de «buena voluntad», de disciplina, de decencia, de valentía en las cosas del espíritu, manifestada en la historia de aquél: ¡es la falta de naturaleza, es el hecho absolutamente horripilante de que la antinaturaleza misma, considerada como moral, haya recibido los máximos honores y haya estado suspendida sobre la humanidad como ley, como imperativo categórico! ¡Equivocarse hasta ese punto, no como individuo, no como pueblo, sino como humanidad! Que se aprendiese a despreciar los instintos primerísimos de la vida; que se fingiese mentirosamente un «alma», un «espíritu», para arruinar el cuerpo; que se aprendiese a ver una cosa impura en el presupuesto de la vida, en la sexualidad; que se buscase el principio del mal en la más honda necesidad de desarrollarse, en el egoísmo riguroso
(¡ya la palabra misma es una calumnia!)
; que, por el contrario, se viese el valor superior, ¡qué digo!, el valor en sí, en los signos típicos de la decadencia y de la contradicción a los instintos, en lo «desinteresado», en la pérdida del centro de gravedad, en la «despersonalización» y «amor al prójimo» (¡vicio del prójimo!). ¡Cómo! ¿La humanidad misma estaría en
décadence
? ¿Lo ha estado siempre? Lo que es cierto es que se le han enseñado como valores supremos únicamente valores de
décadence
. La moral de la renuncia a sí mismo es la moral de decadencia
par excellence
, el hecho «yo perezco» traducido en el imperativo: «todos vosotros debéis perecer» ¡y no sólo en el imperativo! Esta única moral enseñada hasta ahora, la moral de la renuncia a sí mismo, delata una voluntad de final, niega en su último fundamento la vida. Aquí quedaría abierta la posibilidad de que estuviese degenerada no la humanidad, sino sólo aquella especie parasitaria de hombre, la del sacerdote, que con la moral se ha elevado a sí mismo fraudulentamente a la categoría de determinante del valor de la humanidad, especie de hombre que vio en la moral cristiana su medio para llegar al poder. Y de hecho, ésta es mi visión: los maestros, los guías de la humanidad, todos ellos teólogos, fueron todos ellos también
décadents
: de ahí la transvaloración de todos los valores en algo hostil a la vida, de ahí la moral. Definición de la moral: la idiosincrasia de
décadents
, con la intención oculta de vengarse de la vida, y con éxito. Doy mucho valor a esta definición.

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