Read Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal Online
Authors: Hannah Arendt
El principio de la personalidad pasiva, que en Jerusalén se basó en la ilustrada opinión de P. N. Drost, expuesta en
Crime of State
(1959), según el cual, en ciertas circunstancias, «el
forum patriae victimae
puede ser el competente para juzgar los hechos», comporta, desgraciadamente, que el procedimiento penal sea promovido por el Estado en representación de las víctimas, a las que se concede un presunto derecho de venganza. Esta fue la tesitura adoptada por el fiscal Hausner, quien comenzó su discurso inicial con las siguientes palabras: «Ante vosotros comparezco, jueces de Israel que formáis esta sala, para acusar a Adolf Eichmann, pero no comparezco solo. Aquí, en este momento, a mi lado, hay seis millones de acusadores. Pero no, no pueden levantarse e indicar con el dedo de la acusación esta cabina de cristal, ni gritar un
J'accuse
dirigido al hombre que la ocupa... Su sangre dama justicia al cielo, pero sus voces no pueden hacerse oír. Por esto, en mi persona recae el deber de ser su portavoz, y de pronunciar la terrible acusación en su nombre». Con tal vestimenta retórica expresó la acusación el principal argumento que se esgrimía en contra de la celebración del juicio, es decir, que se había iniciado, no para satisfacer las exigencias de la justicia, sino para colmar el deseo de venganza de las víctimas, deseo quizá legítimo. Por lo general, los procedimientos penales que son iniciados de oficio, es decir, obligatoriamente, incluso cuando la víctima prefiere perdonar y olvidar, se basan en disposiciones legales que, dicho sea con las palabras empleadas por Telford Taylor en el
New York Times Magazine
, están inspiradas en el principio de que «el delito no se comete solamente contra la víctima, sino primordialmente contra la comunidad cuya ley viola». El delincuente es sometido a la acción de la justicia porque sus actos han constituido una perturbación de la vida comunitaria globalmente considerada, poniéndola en grave peligro, y no porque, como ocurre en los procedimientos civiles, los haya cometido contra individuos que tienen derecho a la pertinente reparación. La reparación, en el ámbito de la legislación penal, tiene distinta naturaleza; es el mismísimo cuerpo político quien necesita la «reparación», y es el orden público general lo que ha sido perturbado y debe ser restablecido. En otras palabras, debe prevalecer la ley antes que el individuo perjudicado.
Todavía menos justificada que los intentos de la acusación de basarse en el principio de la personalidad pasiva, fue la tendencia del tribunal a reclamar la competencia en nombre de la jurisdicción universal, por cuanto esto estaba en flagrante contradicción con la ley que se aplicó a Eichmann, así como con los motivos del juicio. Se dijo que cabía aplicar el principio de jurisdicción universal debido a que los delitos contra la humanidad eran semejantes al viejo delito de piratería, ya que quienes cometen aquellos pasan a ser, cual el pirata en el tradicional derecho de gentes,
hostis humani generis
. Sin embargo, Eichmann fue principalmente acusado de delitos contra el pueblo judío, y su captura, que el principio de la jurisdicción universal debía justificar, no fue motivada por el hecho de que también hubiera cometido delitos contra la humanidad, sino, exclusivamente, por su papel en la Solución Final del problema judío.
Sin embargo, incluso en el caso de que Israel hubiera raptado a Eichmann única y exclusivamente porque era
hostis humani generis
, y no porque era
hostis Judaeorum
, hubiera sido difícil justificar jurídicamente su detención. La suspensión de la aplicación del principio territorial en el caso del pirata ―lo cual, a falta de un código penal internacional, constituye el único principio válido― se aplica no porque aquel sea un enemigo común y, en consecuencia, pueda ser juzgado por cuantos forman la comunidad de las naciones, es decir, por todos, sino porque comete su delito en alta mar, y esta no está sometida a particulares jurisdicciones. Además, el pirata, «que desafía toda ley, y no obedece a bandera alguna» (H. Zeisel,
Britannica Book of the Year
, 1962), hace, por definición, la guerra por su propia cuenta; es un forajido porque ha querido situarse fuera de toda organización política, y, por esta razón, se convierte en el «enemigo de todos, por igual». Sin duda alguna no habrá quien sostenga que Eichmann trabajaba por su propia cuenta, ni que no reconocía bandera alguna. En este aspecto, la teoría de la piratería solamente sirvió para soslayar uno de los problemas fundamentales planteados por los delitos como el de Eichmann, a saber, que fueron cometidos, y únicamente podían ser cometidos, bajo el imperio de un
ordenamiento jurídico
criminal y por un
Estado
criminal.
La analogía entre piratería y genocidio no es nueva. Por ello resulta importante señalar que la Convención sobre Genocidio, cuyas resoluciones fueron adoptadas por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 9 de diciembre de 1948, rechaza expresamente el principio de jurisdicción universal, y en su lugar establece que «las personas acusadas de genocidio... serán juzgadas por los tribunales competentes de los estados en cuyos territorios hubiesen sido cometidos los actos, o por el tribunal penal internacional que sobre ellos tenga competencia de jurisdicción». Según esta Convención, de la que el Estado de Israel es signatario, el tribunal de Jerusalén hubiera debido procurar la formación de un tribunal internacional o bien volver a formular el principio territorial de tal manera que la competencia recayera en Israel. Ambas alternativas se hallaban dentro de la esfera de lo posible y en el ámbito de la competencia del tribunal. La posibilidad de establecer un tribunal internacional fue perentoriamente rechazada por los juzgadores, en méritos de razones que estudiaremos más adelante, pero la razón por la que no se intentó hallar una pertinente nueva formulación del principio territorial ―y al final los juzgadores se atribuyeron la competencia de jurisdicción en virtud de los tres principios, a saber, el territorial, el de la personalidad pasiva y el de la jurisdicción universal, como si por el hecho de sumar tres principios jurídicos enteramente distintos pudieran obtener un resultado nuevo y valedero― estaba estrechamente relacionada con la extremada renuencia de todas las partes interesadas a actuar sin el amparo de los precedentes y a abrir nuevos caminos. Israel hubiera podido fácilmente reclamar la jurisdicción en virtud del principio territorial, con solo explicar que el concepto de «territorio», en el contexto legal, es de carácter político y jurídico, y no meramente geográfico. Primordialmente, no está tan relacionado con una porción de tierra como con un cierto espacio que media entre los individuos que forman un grupo cuyos miembros están unidos entre sí, y al mismo tiempo recíprocamente separados y amparados, por relaciones de todo género, basadas en la comunidad de idioma, religión, historia, costumbres y leyes. Tales relaciones se manifiestan especialmente en tanto en cuanto, en sí mismas, constituyen el espacio en el que los miembros del grupo se tratan y establecen vínculos. El Estado de Israel jamás hubiera nacido si los judíos no hubieran creado y mantenido su propio espacio específico «intermedio», en el decurso de muchos siglos de dispersión, es decir, antes de que regresaran a su antigua tierra. Sin embargo, el tribunal no se enfrentó con la necesidad de actuar sin precedentes, ni siquiera ante la naturaleza sin precedentes del origen del Estado de Israel, que ciertamente podían comprender muy bien, intelectualmente y afectivamente. Por el contrario, los juzgadores enterraron el procedimiento jurídico bajo un alud de precedentes ―durante las sesiones de la primera semana, es decir, las primeras cincuenta y tres secciones―, muchos de los cuales parecían, por lo menos al lego, complicados sofismas.
En realidad, el proceso de Eichmann fue, ni más ni menos, el último de los procesos secuela de los de Nuremberg. Y el auto de procesamiento contenía, muy pertinentemente, en un apéndice, la interpretación oficial de la ley de 1950, efectuada por Pinhas Rosen, a la sazón ministro de Justicia, que no podía ser más clara e inequívoca: «Mientras otros pueblos promulgaran la legislación pertinente para el castigo de los nazis y sus colaboradores, poco después de la guerra, y algunos incluso antes, el pueblo judío... careció de autoridad política para someter a la acción de la justicia a los criminales nazis y a quienes con ellos colaboraron, hasta la constitución del Estado de Israel». De ahí que el proceso de Eichmann se diferenciara de los restantes procesos secuela en tan solo un aspecto: el acusado no fue legalmente detenido y trasladado, en méritos de extradición, al Estado de Israel, sino que, al contrario, se cometió una flagrante transgresión de la ley internacional, a fin de someterle a la acción de la justicia. Ya hemos dicho anteriormente que solo la apatridia de facto de Eichmann permitió a Israel efectuar un rapto con los resultados apetecidos, y no es difícil comprender que, pese a los innumerables precedentes citados en Jerusalén a fin de justificar dicho rapto, el único que verdaderamente era de aplicar al caso, a saber, el de la captura de Berthold Jakob, periodista alemán judío, de izquierdas, efectuada en Suiza por agentes de la Gestapo, en 1935, no fue mencionado. (Los restantes precedentes carecían de pertinencia, debido a que invariablemente hacían referencia a fugitivos de la justicia que fueron transportados al lugar de sus delitos y puestos a disposición de una autoridad judicial que había dictado una orden de arresto, o que, por lo menos, podía dictarla, circunstancias estas que no se daban en Israel.) En lo referente a la detención de Eichmann, Israel violó el principio de territorialidad, cuya vigencia deriva del hecho de que la tierra está habitada por muchos pueblos y que estos pueblos viven regidos por leyes muy distintas, de tal manera que la aplicación de la ley imperante en un territorio más allá de los límites de dicho territorio y de los de la validez de dicha ley, provocará automáticamente el conflicto con la ley de otro territorio.
Desgraciadamente, este fue casi el único rasgo sin precedentes en el proceso de Eichmann, y es bien cierto que también fue el que menos podía llegar a constituir un precedente aceptable en el futuro. (¿Qué diríamos si mañana un Estado africano mandara agentes a Mississippi y raptara a uno de los dirigentes segregacionistas de allí? ¿Y qué diríamos si un tribunal de Ghana o del Congo citara el caso de Eichmann a modo de precedente?) La justificación del rapto se hallaba en que el delito carecía de precedentes, así como en la nueva aparición del Estado soberano de Israel. Además, se daba la muy calificada circunstancia atenuante de que no había ninguna alternativa, salvo el rapto, si se quería someter a Eichmann a la acción de la justicia. Argentina tenía un impresionante historial, en cuanto a no conceder la extradición de criminales nazis; incluso si hubiera habido un tratado de extradición entre Argentina e Israel, difícilmente se hubiera concedido esta. Tampoco hubiera sido de gran utilidad entregar a Eichmann a la policía argentina, a fin de que se acordara la extradición a Alemania Occidental, ya que el gobierno de Bonn había solicitado a Argentina, anteriormente, la extradición de criminales nazis tan notorios como Karl Klingenfuss y el doctor Josef Mengele (este último implicado en los más horrorosos experimentos médicos en Auschwitz, y encargado de efectuar las «selecciones» de internados) sin obtener el resultado apetecido. En el caso de Eichmann la solicitud de extradición hubiera tenido todavía menos probabilidades de éxito, debido a que según la legislación argentina todos los delitos relacionados con la última guerra habían prescrito el día 7 de mayo de 1960, en virtud del plazo de quince años establecido al efecto, por lo que ni siquiera en estricto cumplimiento de la ley se hubiese podido conceder la extradición de Eichmann. En resumen, la legislación vigente no ofrecía ninguna salida, por lo que se impuso el rapto.
Quienes tienen el convencimiento de que hacer justicia, y solamente eso, es la finalidad de la ley, seguramente se mostrarán propicios a aceptar el acto del rapto, no en méritos de precedentes, sino, al contrario, por constituir un acto desesperado, sin precedentes y sin posibilidad de sentar precedentes, exigido por las deficiencias de las leyes internacionales. Desde este punto de vista, existía una verdadera y real alternativa al rapto: en vez de capturar a Eichmann y transportarle en avión a Israel, los agentes de este país hubieran podido darle muerte, allí y entonces, en las calles de Buenos Aires. Esta solución se mencionó a menudo en las discusiones del caso, y, lo cual no deja de resultar un tanto extraño, fue fervientemente preconizada por aquellos que más abochornados se mostraron por el rapto. La idea no carecía de cierta base, ya que los hechos del caso Eichmann estaban fuera de duda, pero quienes la proponían olvidaron que quien se toma la ley por su propia mano únicamente prestará un servicio a la justicia si está dispuesto a transformar la situación de tal manera que la ley pueda de nuevo entrar en acción a fin de convalidar, aunque sea a título póstumo, los actos cometidos por el justiciero privado. Dos recientes precedentes acuden a la memoria, a este respecto. En primer lugar está el caso de Shalom Schwartzbard, quien, el 25 de mayo de 1926, en París, mató a tiros a Simón Petliuta, antiguo jefe de los ejércitos ucranianos, responsable de los pogromos efectuados durante la guerra civil rusa, que alardeaba de haber dado muerte a cien mil seres humanos entre 1917 y 1920. Y también estaba el caso del armenio Tehlirian, quien, en 1921, en pleno Berlín, disparó, matándole, contra Talaat Bey, el gran asesino de los pogromos de 1915 en Armenia, en los que, según las actuales estimaciones, fue asesinada una tercera parte (seiscientos mil individuos) de la población armenia de Turquía. Lo importante es que ninguno de estos dos vengadores quedó satisfecho con matar a «su» criminal, sino que los dos se entregaron inmediatamente a la policía y solicitaron ser juzgados. Los dos se sirvieron del juicio para demostrar al mundo, a través del procedimiento judicial, los crímenes que se habían cometido contra su pueblo, y que habían quedado impunes. Especialmente en el juicio de Schwartzbard se emplearon métodos muy parecidos a los usados en el juicio de Eichmann. Se hizo idéntico esfuerzo para presentar abundante documentación demostrativa de los asesinatos, pero en aquel caso fue presentada por la defensa (por el
Comité des Délégations Juives
, presidido por el ya fallecido doctor Leo Motzkin, que requirió un año y medio para recopilar los documentos, y, luego, los publicó bajo el título
Les Pogromes en Ukraine sous les gouvernements ukrainiens
1917-1920, 1927), y el acusado y su abogado fueron los portavoces de las víctimas, y ya entonces ―dicho sea incidentalmente― se refirieron a aquellos judíos que «nunca se defendieron». (Véase el informe de Henri Torrés, en su libro
Le Procès des Pogromes
, 1928.) Los dos acusados fueron absueltos, y en ambos casos, se estimó que «su gesto indicaba que su raza había al fin decidido defenderse, olvidar su abdicación moral y superar la resignación ante las injurias», tal como dijo con admiración Georges Suárez, en el caso de Shalom Schwartzbard.