Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (9 page)

BOOK: Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal
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Mucho antes de que lo anteriormente relatado ocurriera, Eichmann tuvo oportunidad de aplicar, en la práctica, las enseñanzas recibidas durante su aprendizaje teórico. Después de producirse el
Anschluss
(la incorporación de Austria al Reich), en marzo de 1938, Eichmann fue enviado a Viena para organizar una especie de emigración, de la que en Alemania no se tuvo noticia, ya que hasta el otoño de 1938 se mantuvo la ficción de que los judíos que lo desearan podían dejar el país, aunque nadie los obligaba a ello. Entre las razones por las que los judíos alemanes creyeron en esta ficción estaba el programa del NSDAP, formulado en 1920, que compartió con la Constitución de Weimar el curioso destino de no ser abolido, quizá debido a que los veinticinco puntos de que constaba habían sido declarados «inalterables» por Hitler. A la luz de los acontecimientos posteriores, las disposiciones antisemitas de este programa resultaban inofensivas: los judíos no podían gozar de los plenos derechos de ciudadanía, no podían ingresar en los cuerpos de funcionarios públicos, quedaban excluidos de toda intervención en el periodismo, y aquellos que habían adquirido la ciudadanía alemana con posterioridad al 2 de agosto de 1914 ―día en que se declaró la Primera Guerra Mundial―, la perderían, lo cual significaba que podrían ser expulsados del país. (De manera característica de la actuación de los nazis, la pérdida de la ciudadanía tuvo efecto inmediatamente, pero la expulsión masiva de quince mil judíos, que repentinamente fueron puestos en la frontera polaca, en Zbaszyn, de donde pasaron inmediatamente a los correspondientes campos de concentración, ocurrió cinco años después, cuando ya nadie la esperaba.) El programa del partido jamás fue tomado en serio por los altos dirigentes nazis, quienes alardeaban de pertenecer a un movimiento, no a un partido, de lo que resultaba que no podían quedar limitados por programa alguno, ya que los movimientos carecen de programa. Incluso antes de que los nazis llegaran al poder, estos veinticinco puntos no habían representado más que una concesión al sistema de partidos, y a aquellos electores de anticuada mentalidad que tenían cierto interés en saber cuál era el programa del partido al que iban a votar. Tal como hemos visto, Eichmann no padecía tan deplorables ideas, y cuando declaró, ante el tribunal de Jerusalén, que no conocía el programa de Hitler, probablemente decía la verdad: «El programa del partido carecía de importancia; todos sabíamos lo que significaba ingresar en el partido». Por otra parte, los judíos eran lo bastante anticuados para saberse de memoria los veinticinco puntos, y para creer en su validez; todos aquellos actos que conculcaban las disposiciones del programa eran atribuidos por los judíos a «pasajeros excesos revolucionarios» de los miembros indisciplinados o de algunos grupos extremistas.

Pero lo que ocurrió en Viena, en marzo de 1938, fue algo totalmente distinto. La tarea que Eichmann debía llevar a cabo había sido definida con las palabras «emigración forzosa», y estas palabras debían interpretarse textualmente: todos los judíos, prescindiendo de los deseos que albergaran y de su ciudadanía, debían ser obligados a emigrar, lo cual, en palabras corrientes, se llama expulsión. Siempre que Eichmann recordaba los doce años de su vida en el partido, no podía dejar de considerar que el mejor de todos ellos fue el que pasó en Viena como director del Centro de Emigración de Judíos Austríacos. Sí, este fue el mejor, el más feliz y el más afortunado. Poco antes, había sido ascendido al rango de oficial, pasando a ser
Untersturmführer
, o teniente, y fue alabado por su «amplio conocimiento de los métodos de organización e ideología de los enemigos, los judíos». El puesto de Viena representaba su primer trabajo importante; toda su carrera, que había progresado con bastante lentitud, dependía del éxito en su desempeño. Puso el máximo interés en cumplir su misión, y sus logros fueron espectaculares: en ocho meses, cuarenta y cinco mil judíos salieron de Austria, mientras en el mismo período solo partían de Alemania unos diecinueve mil; en menos de dieciocho meses, Austria fue «limpiada de cerca de ciento cincuenta mil personas, aproximadamente el sesenta por ciento de su población judía, todas las cuales salieron «legalmente» del país; incluso después de estallar la guerra, pudieron escapar unos sesenta mil judíos. ¿Cómo lo logró? La idea básica que hizo posible esto no fue por descontado suya, sino, casi podría asegurarse, estaba contenida en una orden específica de Heydrich, que había enviado a Eichmann a Viena. Eichmann se mostraba muy vago en cuanto a la paternidad de la idea que se atribuía, sin embargo, en virtud de su función de consejero; las autoridades israelitas, por otra parte, obstinadas (como lo expone el
Bulletin
de Yad Vashem) en la fantástica «tesis de la total responsabilidad de Adolf Eichmann» y la todavía más fantasiosa «suposición de que una mente [es decir, la de Eichmann] estaba detrás de todo», le prestaron una ayuda considerable en sus esfuerzos por atribuirse méritos ajenos, a lo que de todos modos tenía una gran propensión. La idea, expuesta por Heydrich en una conferencia con Göring la mañana de la
Kristallnacht
, era simple e ingeniosa: «A través de la comunidad judía hemos extraído cierta cantidad de dinero de los judíos ricos que querían emigrar. Pagando una cantidad y una suma adicional en moneda extranjera, los judíos tenían la posibilidad de irse. El problema no era lograr que se fueran los judíos ricos, sino librarse de la chusma judía». Y este problema no lo resolvió Eichmann. Hasta después de terminado el juicio no se supo a través del Instituto Estatal Holandés de Documentación de Guerra que Erich Rajakowitsch, abogado brillante a quien Eichmann, según su propio testimonio, «empleó para la tramitación de asuntos legales en las oficinas centrales de emigración judía en Viena, Praga y Berlín», había inventado la idea de los «fondos de emigración». Algún tiempo después, en abril de 1941, Rajakowitsch fue enviado a Holanda por Heydrich con el objeto de «establecer allí una oficina central que sirviera de modelo para la
solución de la cuestión judía
en todos los países ocupados de Europa».

Sin embargo, todavía quedaban bastantes problemas que solo podían resolverse en el curso de la operación y sin duda es ahí donde Eichmann, por primera vez en su vida, descubrió poseer algunas cualidades especiales. Había dos cosas que sabía hacer bien, mejor que otros: sabía organizar y sabía negociar. Inmediatamente después de su llegada, inició negociaciones con los representantes de la comunidad judía, a los que primero tuvo que liberar de las prisiones y de los campos de concentración, ya que el «celo revolucionario» en Austria, al sobrepasar en mucho los primeros «excesos» ocurridos en Alemania, había tenido prácticamente como consecuencia la detención de todos los judíos importantes. Después de esta experiencia, no fue necesario que Eichmann convenciera a los representantes judíos de la conveniencia de la emigración. Al contrario, pidieron que allanara las enormes dificultades que existían. Aparte del problema financiero, ya «resuelto», la principal dificultad estribaba en la cantidad de papeles que debía reunir cada emigrante antes de partir del país. Cada uno de estos papeles era válido solo para un período limitado, y cuando se obtenía el último lo más frecuente era que ya hubiera caducado la validez del primero. Tan pronto Eichmann comprendió cómo funcionaba el asunto, o, mejor dicho, cómo no funcionaba, «consultó consigo mismo» y «dio nacimiento a la idea que creía iba a ser justa para ambas partes». Imaginó «una línea de montaje, al principio de la cual se ponía el primer documento, y sucesivamente los otros papeles, y al otro extremo salía el pasaporte como producto final». Esto podía llevarse a cabo si todos los funcionarios a los que incumbía el asunto ―Ministerio de Hacienda, cobradores de tributos, policía, comunidad judía, etc.― estaban alojados bajo el mismo techo y se veían forzados a cumplir su cometido sobre el terreno, en presencia del solicitante, que ya no se vería obligado a correr de oficina en oficina y que, era de suponer, se ahorraría algunas humillantes trapacerías que sufría y ciertos gastos de soborno. Cuando todo estuvo listo y la línea de montaje funcionaba suave y rápidamente, Eichmann «invitó» a los funcionarios judíos de Berlín para que la inspeccionaran. Quedaron atónitos: «Esto es como una fábrica automática, como un molino conectado con una panadería. En un extremo se pone un judío que todavía posee algo, una fábrica, una tienda, o una cuenta en el banco, y va pasando por todo el edificio de mostrador en mostrador, de oficina en oficina, y sale por el otro extremo sin nada de dinero, sin ninguna clase de derechos, solo con un pasaporte que dice: Usted debe abandonar el país antes de quince días. De lo contrario irá a un campo de concentración».

Evidentemente esto era en esencia la verdad sobre el procedimiento, pero no era toda la verdad. Puesto que estos judíos no podían quedarse «sin un céntimo», por la simple razón de que así ningún país los hubiera admitido en aquella época. Necesitaban, y se les daba, su
Vorzeigegeld
, la cantidad que debían mostrar para obtener su visado y pasar los controles de inmigración del país que los recibía. Esta cantidad la necesitaban en divisas que el Reich no tenía intención de desperdiciar en sus judíos. El problema no podía solucionarse mediante las cuentas judías situadas en países extranjeros, que, de todos modos, era difícil descubrir debido a que habían sido ilegales durante años. Por esta razón, Eichmann envió agentes judíos al extranjero para solicitar fondos a las grandes organizaciones judías, fondos que luego eran vendidos por la comunidad judía a los futuros emigrantes con una considerable ganancia. Un dólar, por ejemplo, se vendía a 10 o 20 marcos, cuando su valor en el mercado era de 4,20 marcos. En esta forma, principalmente, la comunidad adquirió no solo el dinero necesario para los judíos pobres y la gente que no tenía cuentas en el exterior, sino también los fondos que requería para sus propias necesidades enormemente incrementadas. Eichmann hizo posible este trato, no sin encontrar considerable oposición por parte de las autoridades financieras alemanas, del Ministerio y del Tesoro, que, a fin de cuentas, no ignoraban el hecho de que estas transacciones representaban una devaluación del marco.

La jactancia era el vicio que perdía a Eichmann. Eran pura fanfarronada las palabras que dijo a sus hombres en los últimos días de la guerra: «Saltaré dentro de mi tumba alegremente, porque el hecho de que tenga sobre mi conciencia la muerte de cinco millones de judíos [o «enemigos del Reich», como siempre aseguró haber dicho] me produce una extraordinaria satisfacción». No dio el salto, y si tenía algo sobre su conciencia, no eran asesinatos, sino, como resultó, el haber abofeteado, en una ocasión, al doctor Josef Löwenherz, jefe de la comunidad judía de Viena, que después se convirtió en uno de sus judíos favoritos. Cuando sucedió este hecho presentó sus excusas delante de su plana mayor, pero el incidente no dejó de preocuparle en momento alguno. Pretender atribuirse la muerte de cinco millones de judíos, aproximadamente el total de pérdidas sufridas a causa de los esfuerzos combinados de todas las oficinas y autoridades nazis, era absurdo, y él lo sabía perfectamente, pero siguió repitiendo la horrible frase
ad nauseam
a cualquiera que quisiera oírla, incluso doce años más tarde en Argentina, porque le causaba «una extraordinaria sensación de júbilo el pensar que hacía mutis de la escena en esta forma». (El ex
Legationsrat
Horts Grell, testigo de la defensa, que había conocido a Eichmann en Hungría, testificó que en su opinión Eichmann tan solo había alardeado.) Esto debió de haber sido evidente a todo aquel que le oyó proferir su absurda afirmación. Era una pura fanfarronada que pretendiera haber «inventado» el sistema del gueto o haber «concebido la idea» de enviar a todos los judíos europeos a Madagascar. El gueto de Theresienstadt, del que Eichmann se atribuía la «paternidad», se estableció años después de que el sistema del gueto fuera implantado en los territorios orientales ocupados, y el establecimiento de un gueto especial para algunas categorías privilegiadas era, al igual que el sistema del gueto, «idea» de Heydrich. El plan Madagascar parece ser que «nació» en las oficinas del Ministerio de Relaciones Exteriores alemán, y la contribución de Eichmann al mismo resultó que se debía en gran parte a su querido doctor Löwenherz, a quien había encargado que apuntara «algunas ideas básicas» sobre la manera en que unos cuatro millones de judíos podrían ser trasladados después de la guerra desde Europa hasta, presumiblemente, Palestina, ya que el proyecto Madagascar era secreto. (Cuando, durante el proceso, fue confrontado con el informe Löwenherz, Eichmann no negó la paternidad de este; fue uno de los pocos momentos en que se mostró auténticamente turbado.) Lo que debía llevar a su captura fue su afición a alardear ―estaba «harto de ser un vagabundo anónimo en el mundo»― y esta afición debió crecer considerablemente a medida que transcurría el tiempo, no solo porque no tenía nada que hacer que valiera la pena, sino también debido a que la era de la posguerra le había conferido una «fama» inesperada.

Pero la jactancia es un vicio corriente. Un defecto más determinado, y también más decisivo, del carácter de Eichmann era su incapacidad casi total para considerar cualquier cosa desde el punto de vista de su interlocutor. En ninguna parte se hizo más evidente este defecto que en el relato del episodio de Viena. Él y sus hombres y los judíos «trabajaban en estrecha colaboración», y siempre que surgía alguna dificultad los representantes judíos corrían a él «para aliviar sus corazones», para explicarle «todas sus penas y tristezas» y pedirle ayuda. Los judíos «deseaban» emigrar, y él, Eichmann, estaba allí para ayudarlos, porque sucedía que, al mismo tiempo, las autoridades nazis habían expresado el deseo de ver al
Reich
judenrein
. Los dos deseos coincidían, y él, Eichmann, podía «hacer justicia a ambas partes». En el juicio de Jerusalén no cedió ni un ápice cuando se llegó a esta parte de la narración, aunque estuvo de acuerdo en que hoy en día, cuando «han cambiado tanto los tiempos», los judíos quizá no estuvieran muy contentos de recordar la colaboración prestada, y él no quería «herir sus sentimientos».

El texto alemán del interrogatorio grabado por la policía, llevado a cabo del 29 de mayo de 1960 al 17 de enero de 1961, con todas sus páginas corregidas y aprobadas por Eichmann, constituye una verdadera mina para un psicólogo, a condición de que sea lo bastante sensato para comprender que lo horrible puede ser no solo grotesco, sino completamente cómico. Parte de la comedia no puede ser traducida, pues radica en la heroica lucha de Eichmann con la lengua alemana, que invariablemente le derrota. Es cómico cuando habla, repetidas veces, de «palabras aladas» (
geflügelte Worte
, coloquialismo alemán con el que se designan genéricamente las frases clásicas célebres) con la intención de significar frases hechas,
Redensarten
, o eslóganes,
Schlagworte
. Fue cómico cuando, en el curso del interrogatorio sobre los documentos Sassen, efectuado en alemán por el presidente del tribunal, utilizó las palabras
kontra geben
(taz a taz) para indicar que había resistido los esfuerzos de Sassen de ponerles más pimienta a sus relatos. El juez Landau, evidentemente desconocedor de los misterios de los juegos de cartas, no lo entendió, y Eichmann no fue capaz de hallar otra manera de expresarlo. Confusamente consciente de un defecto que debió de vejarle incluso en la escuela ―llegaba a constituir un caso moderado de afasia― se disculpó diciendo: «Mi único lenguaje es el burocrático [
Amtssprache
]». Pero la cuestión es que su lenguaje llegó a ser burocrático porque Eichmann era verdaderamente incapaz de expresar una sola frase que no fuera una frase hecha. (¿Fueron estos clichés lo que los psiquiatras consideraron tan «normal» y «ejemplar»? ¿Son estas las «ideas positivas» que un sacerdote desea para aquellos cuyas almas atiende? La mejor oportunidad para que Eichmann demostrara este lado positivo de su carácter, en Jerusalén, llegó cuando el joven oficial de policía encargado de su bienestar mental y psicológico le entregó
Lolita
para que se distrajera leyendo. Al cabo de dos días, Eichmann lo devolvió visiblemente indignado, diciendo: «Es un libro malsano por completo».) Sin duda, los jueces tenían razón cuando por último manifestaron al acusado que todo lo que había dicho eran «palabras hueras», pero se equivocaban al creer que la vacuidad estaba amañada, y que el acusado encubría otros pensamientos que, aun cuando horribles, no eran vacuos. Esta suposición parece refutada por la sorprendente contumacia con que Eichmann, a pesar de su memoria deficiente, repetía palabra por palabra las mismas frases hechas y los mismos clichés de su invención (cuando lograba construir una frase propia, la repetía hasta convertirla en un cliché) cada vez que refería algún incidente o acontecimiento importante para él. Tanto al escribir sus memorias en Argentina o en Jerusalén, como al hablar con el policía que le interrogó o con el tribunal, siempre dijo lo mismo, expresado con las mismas palabras. Cuanto más se le escuchaba, más evidente era que su incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar, particularmente, para pensar desde el punto de vista de otra persona. No era posible establecer comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba rodeado por la más segura de las protecciones contra las palabras y la presencia de otros, y por ende contra la realidad como tal.

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