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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

El águila emprende el vuelo (21 page)

BOOK: El águila emprende el vuelo
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Mary salió del lavabo y pasó cojeando junto a ellos dos.

—Te veré más tarde, George —dijo Eric.

George sonrió, se volvió y se alejó y Eric avanzó por el paraíso, dirigiéndose hacia donde estaba Mary, apoyada en la barandilla, mirando a los que bailaban. Al llegar a su lado le deslizó un brazo alrededor de la cintura y luego levantó una mano ahuecándola alrededor de su seno izquierdo.

—Vamos a ver, querida, ¿cómo te llamas?

—No haga eso, por favor —dijo ella, empezando «forcejear.

—Oh, eso me gusta —dijo él apretándola con más fuerza.

En ese momento llegó Devlin, con una taza de café en cada mano. Las dejó sobre una mesa cercana. —Discúlpeme —dijo.

Eric se volvió aflojando un poco la sujeción sobre Mary. En ese preciso instante, Devlin se apoyó sobre el pie derecho, avanzando sobre él con todo su peso. El joven lanzó un gruñido, tratando de quitárselo de encima de un empujón. Entonces, Devlin tomó una de las tazas de café y vertió su contenido sobre la pechera de la camisa de Eric.

—Jesús, hijo, lo siento mucho —se disculpó. Eric bajó la mirada, contemplándose la camisa, con una expresión de total desconcierto en su rostro.

—Maldito viejo —exclamó lanzándole un puñetazo.

Devlin lo bloqueó con facilidad y le propinó una patada en la espinilla.

—Y ahora —dijo—, ¿por qué no te vas a jugar al niño travieso a otra parte?

—¡Bastardo! —exclamó Eric, colérico—. Te voy a pelar por esto, ya verás.

Se marchó cojeando y Devlin hizo sentar a Mary y le ofreció la otra taza de café. Ella tomó un sorbo y después se quedó mirándolo. —Eso ha sido horrible.

—No es más que un gusano, muchacha. Nada de lo que preocuparse. ¿Estarás bien aquí mientras voy a ver a ese tal Carver? No tardaré mucho.

—Estaré muy bien, señor Devlin —contestó ella con una sonrisa.

Él se volvió y se alejó.

La puerta situada en el otro extremo del paraíso decía: «Despacho del director», pero al abrirla se encontró en un pasillo. Avanzó por él hasta el otro extremo y abrió otra puerta que daba a un rellano cubierto por una alfombra. Una escalera descendía hacia lo que, evidentemente, era una entrada trasera, pero el sonido de la música que llegaba hasta allí procedía de la parte de arriba. Sólo era una habitación pequeña, con una mesa y una silla en la que estaba sentado el otro tipo, George, leyendo un periódico, mientras sonaba la música procedente de una radio.

—Eso es bonito —dijo Devlin apoyándose sobre el marco de la puerta—. Carroll Gibson desde el Savoy. Ese hombre toca muy bien el piano.

George levantó la vista, mirándole fríamente.

—¿Qué quiere usted?

—Sólo un momento del valioso tiempo de Jack Carver.

—¿De qué se trata? El señor Carver no acostumbra a ver a cualquiera.

Devlin sacó del bolsillo un billete de cinco libras y lo dejó sobre la mesa.

—De esto es de lo que se trata, hijo mío. Es decir, de otros ciento noventa y nueve como ése.

George dejó el periódico y tomó el billete.

—Está bien. Espere aquí.

Pasó junto a Devlin y llamó a la otra puerta. Luego, entró. AI cabo de un rato, la puerta se abrió de nuevo y el tipo asomó la cabeza.

—Está bien, le verá.

Jack Carver estaba sentado detrás de una mesa de nogal de estilo regencia, que, además, parecía genuina. Era un hombre de aspecto duro y peligroso, con un rostro carnoso y signos precoces de deterioro. Llevaba un traje excelente, de color azul, cortado en Savile Row, y una corbata discreta. A juzgar por su apariencia exterior, podría habérsele tomado por un próspero hombre de negocios, pero eso quedaba inmediatamente desmentido por la tortuosa cicatriz que iba desde una esquina del ojo izquierdo hasta la línea oscura del pelo, y por la mirada de sus fríos ojos.

George se quedó junto a la puerta y Devlin echó un vistazo a la habitación, amueblada con un gusto sorprendentemente bueno. —Esto está bien.

—Vale, ¿de qué se trata? —preguntó Carver sosteniendo el billete de cinco con dos dedos.

—¿Verdad que son hermosos? — preguntó Devlin—. El billete de cinco libras del banco de Inglaterra es una verdadera obra de arte.

—Según George —dijo Carver—, ha dicho usted algo acerca de otros ciento noventa y nueve como éste. Cuando yo iba a la escuela eso hacían un total de mil redondas.

—Ah, ¿lo recuerda, George? —preguntó Devlin. En ese momento se abrió una puerta y Eric entró. Se había cambiado la camisa y se estaba anudando otra corbata. Se detuvo de improviso, atónito, pero la expresión de asombro de su rostro fue rápidamente sustituida por otra de cólera.

—Es este mismo, Jack. Éste es el farolero que me echó el café encima.

—Oh, eso no fue más que un pequeño accidente —dijo Devlin.

Eric hizo ademán de dirigirse hacia él, pero Jack Carver le espetó de pronto:

—Déjalo, Eric, esto es cuestión de negocios. —Eric se quedó junto a la mesa, con rabia en los ojos. Carver preguntó—: ¿Qué anda usted buscando a cambio de las mil? ¿Matar a alguien?

—Vamos, señor Carver, los dos sabemos que eso lo haría usted sólo por diversión —replicó Devlin—. No, lo que necesito es una pieza de equipo militar. He oído decir por ahí que usted puede conseguirlo todo. Eso es, al menos, lo que pensaba el IRA. Me pregunto qué haría con esa golosina una de esas ramas especiales de Scotland Yard.

Carver acarició el billete de cinco libras entre los dedos y levantó la mirada, con el rostro inexpresivo.

—Está empezando a sonar como si se hubiera descompuesto.

—Yo y esta bocaza mía…, ¿es que no aprenderé nunca? —dijo Devlin—, Y pensar que todo lo que quería era comprar una radio.

—¿Una radio? —preguntó Carver que, por primera vez, pareció desconcertado.

—De esas que pueden transmitir y recibir. En estos tiempos el ejército está utilizando un modelo muy bonito. Se lo conoce como Mark Cuatro, modelo veintiocho. Sólo Dios sabe por qué se les ha ocurrido llamarlo así. Se puede meter bien en una caja de madera con un mango para transportarla. Como si fuera una maleta. Es muy elegante. —Devlin sacó un trozo de papel del bolsillo y lo dejó sobre la mesa—. Aquí le he anotado los detalles.

—A mí esto me parece un capricho —dijo Carver tras mirar el papel—. ¿Para qué iba a querer alguien una cosa como ésta?

—Vamos, señor Carver, eso debe quedar entre yo y mi Dios. ¿Puede usted conseguirla?

—Jack Carver es capaz de conseguir cualquier cosa. ¿Ha dicho usted mil?

—Sí, pero debo tenerla mañana mismo.

—Está bien —asintió Carver—, pero cobraré la mitad al contado.

—Me parece justo.

Era lo que Devlin había esperado. Por eso llevaba el dinero preparado en el bolsillo. Lo sacó y lo dejó sobre la mesa.

—Aquí lo tiene.

Carver aumentó el precio.

—Y le costará otras mil. Mañana por la noche, a las diez. Justo en la calle que hay más abajo, en el muelle Black Lion. Allí hay un almacén con mi nombre en la puerta. Sea puntual.

Desde luego. Y debo decir que es usted un hombre duro para hacer negocios —dijo Devlin—. Pero, en esta vida, uno debe pagar por aquello que desea.

—De eso puede estar convencido —asintió Carver—.Y ahora salga de aquí.

Apenas Devlin se hubo marchado y George hubo cerrado la puerta tras él, Eric dijo:

—Ése es mío, Jack, lo quiero.

—Déjalo, Eric. Yo ya tengo esto —dijo Carver sosteniendo las quinientas libras—. Y quiero recibir el resto. Luego le apretaremos las tuercas. No me gustó nada ese comentario que hizo sobre el IRA. Eso ha sido muy sucio. Y ahora, dejadme. Tengo que hacer una llamada telefónica.

Mary estaba sentada tranquilamente, viendo cómo bailaban en la pista, cuando Devlin apareció a su lado.

—¿Fue todo bien con Carver? —le preguntó.

—Preferiría tener que estrecharle la mano al mismísimo diablo. Resultó que esa pequeña rata a la que di su merecido era su hermano Eric. Y ahora, ¿quieres que nos vayamos?

—Está bien. Iré a por mi abrigo y nos veremos en el vestíbulo de entrada.

Cuando salieron, estaba lloviendo. Ella se apoyó en su brazo y ambos caminaron sobre la calzada húmeda, hacia la calle principal. A la derecha había un callejón y, al aproximarse, Eric Carver y George surgieron de él, bloqueando el camino.

—Os vi salir y pensé que bien podía desearos buenas noches —dijo Eric.

—¡Madre de Dios! —exclamó Devlin apartando a la muchacha a un lado.

—Vamos, George, dale su merecido —gritó Eric.

—Será un placer —dijo George, acercándose, casi disfrutando.

Devlin se limitó a ladearse hacia la izquierda y lanzarle una fuerte patada contra la rótula. George lanzó un grito de dolor, se dobló sobre sí mismo, y Devlin levantó entonces una rodilla, que salió despedida contra su rostro.

—¿No te habían enseñado esto, George?

Eric retrocedió, aterrorizado. Devlin tomó a Mary por el brazo y pasó tranquilamente a su lado.

—Y ahora, ¿qué estábamos diciendo?

—Te ordené que lo dejaras tranquilo, Eric —dijo Jack Carver—. Nunca aprenderás.

—Ese bastardo dejó medio lisiado a George. Le dislocó la rótula. Tuve que llevarlo a ver al doctor Aziz, en la esquina.

—No te preocupes por George. He llamado por teléfono a Morrie Green. El sabe más que nadie en Londres acerca de equipo militar.

—¿Y tiene la radio que quería ese pequeño bastardo?

—No, pero puede conseguirla. No hay problema. Me la traerá mañana mismo. Lo interesante fue lo que me dijo sobre ese aparato. No se trata de una radio ordinaria. Es la clase de aparato que utilizaría el ejército para operar en incursiones por detrás de las líneas enemigas.

—Pero ¿qué puede significar esto, Jack? —preguntó Eric con expresión desconcertada.

—Que ese viejo bribón oculta muchas más cosas de las que se ven a primera vista. Creo que mañana por la noche voy a divertirme un poco con él. —Carver lanzó una dura risotada—. Y ahora sírveme un escocés.

Devlin y Mary giraron hacia la calle Harrow.

—¿Quieres que intente conseguir un taxi? —preguntó él.

—Oh, no, no son más que un par de kilómetros, y a mí me gusta caminar bajo la lluvia. —Mantenía la mano ligeramente apoyada en su brazo—. Es usted muy rápido, señor Devlin. Y no vaciló. Quiero decir, en lo que sucedió antes.

—Bueno, es que nunca creí que fuera bueno vacilar.

Caminaron en un agradable silencio durante un rato, a lo largo de la orilla del río, en dirección a Wapping. Sobre el Támesis se había ido extendiendo una densa niebla y un gran carguero se deslizó sobre las aguas, encendidas las luces de navegación, rojas y verdes, a pesar de la prohibición de encenderlas por la noche.

—Me encantaría ser como ese barco —dijo ella—. Dirigirse al mar, muy lejos, a lugares muy distantes, estar en un sitio diferente cada día.

—Santo Dios, muchacha, pero si sólo tienes diecinueve años. Ahí fuera te está esperando todo, y esta condenada guerra no va a durar siempre.

Se detuvieron al abrigo de un muro, mientras él encendía un cigarrillo.

—Quisiera que tuviéramos tiempo para caminar hasta el Embankment.

—¿Tan lejos? ¿Estás segura?

—Vi una vez esa película. Creo que era Fred As— taire. Paseaba por el Embankment en compañía de una chica, mientras su chófer les seguía con un Rolls— Royce.

—¿Y eso te gustó?

—Fue muy romántico.

—Ah, eso sí que es ser una mujer.

Giraron por Cable Wharf y se detuvieron un rato sobre la pequeña terraza antes de entrar en la casa.

—He pasado un rato maravilloso.

—Debes de estar bromeando, muchacha —exclamó él echándose a reír.

—No, de veras. Me gusta estar con usted.

Ella seguía apoyándose en su brazo. El le rodeó los hombros con su otro brazo y ambos permanecieron así durante un momento, mientras la lluvia relucía al caer a través del cono de luz que arrojaba la luz encendida por encima de la puerta. Experimentó una repentina sensación de tristeza por todo lo que nunca había existido en su vida, recordando a una muchacha en Norfolk, como Mary Ryan, una joven a la que había causado mucho daño.

Suspiró y Mary le miró.

—¿Qué ocurre?

—Oh, nada. Sólo me estaba preguntando a dónde habría ido a parar todo. Es una sensación como la que se tiene al despertarse a las tres de la madrugada y se piensa que ya ha desaparecido todo lo que fue alguna vez.

—Eso no le pasará a usted. Usted tiene muchos años por delante.

—Mary, mi amor, tú tienes diecinueve años, y yo ya tengo treinta y cinco, he visto de todo y ya no creo en casi nada. Dentro de unos pocos días seguiré mi camino y eso estará bien. —Le dio un pequeño y ligero abrazo—. Así que entremos en casa, antes de que pierda la poca cordura que aún me queda.

—Jack Carver siempre son malas noticias, Liam —dijo Ryan sentado en el otro lado de la mesa—. ¿Cómo puedes estar seguro de que jugará limpio?

—No podría estarlo aunque quisiera —dijo Devlin—, pero en esto hay mucho en juego. Mucho más de lo que parece. La radio que necesito, el modelo veintiocho, es un equipo insólito y en cuanto Carver se dé cuenta de eso va a querer saber más sobre lo que pasa aquí.

—¿Qué vas a hacer, entonces?

—Ya se me ocurrirá algo. Eso puede esperar. Lo que no puede esperar es hacer una inspección a ese túnel de drenaje que pasa por debajo del priorato.

—Te acompañaré —dijo Ryan—. Iremos en la lancha motora. Sólo tardaremos quince minutos en llegar allí.

—¿Hay alguna probabilidad de que eso llame la atención?

—No hay ningún problema —denegó Ryan con un gesto de la cabeza—. En estos tiempos, el Támesis es la autopista más concurrida de Londres. Durante la noche hay mucho tráfico marítimo por el río; barcazas, cargueros…

—¿Puedo ir yo? —preguntó Mary volviéndose hacia ellos.

—Eso es una buena idea —contestó Ryan antes de que Devlin pudiera protestar—. Podrás quedarte vigilando la lancha.

—Pero te quedarás a bordo —le dijo Devlin—. Nada de hacer cosas extrañas.

—De acuerdo. Iré a cambiarme —dijo ella, y salió corriendo.

—Ah, qué bueno es eso de ser joven —exclamó Devlin.

—Le gustas, Liam —dijo Ryan, asintiendo.

—Y a mi me gusta ella, buen amigo, y en eso se quedará todo. Y ahora, ¿qué necesitamos?

—La marea está baja, pero seguirá habiendo mucha humedad. Sacaré unos impermeables y unas botas —dijo Ryan saliendo y dejándolo solo.

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