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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (87 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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Dejaron otro retén de soldados al cuidado de aquella otra boca. Y corrieron hacia la catedral. En el recinto sagrado la fuente de su capilla Mayor no poseía arqueta, pero sí la fuente visigótica del patio de los Naranjos. Cegaron esa salida con más hombres, y también la cercana del palacio arzobispal. Luego, en una frenética carrera con varios coches, el grupo se acercó e invadió literalmente el corral del Agua. Como toda la ciudad, aquel también era un lugar muerto.

Fermín, a quien habían cogido al vuelo llorando en las gradas de la catedral, no puso esta vez ningún reparo en bajar por el pozo. Haría cualquier cosa por la joven marquesa, a la que quería de un modo indefinido, distinto al afecto que sentía por Hogg, de una forma que no sabía explicar. En esta ocasión se le aseguró con una guita atada a la cintura. Twiss le impartió unos sucintos consejos de cómo habría de bucear por unos breves segundos, el tiempo suficiente como para descubrir lo que se sospechaban. Ya abajo, a horcajadas del cubo, Fermín inspiró una bocanada de aire y se sumergió en el círculo de agua quieta y plomiza.

Poco después, Jovellanos recibía con ambas manos al muchacho en el borde del brocal del pozo. Le abrazó para ponerle en tierra firme. Miró de hito en hito su rostro mojado y, orgulloso de él, le besó en sus mofletudas mejillas. Aquel muchacho era el hijo que a él le hubiese gustado tener, al que cuidaría hasta hacerle un hombre cultivado. Tanto más ahora que, para su desdicha, un hijo de su sangre parecía una posibilidad incierta. Venciendo su rubor, Fermín contó lo que había hallado.

—Hay un agujero redondo en la pared, a cuatro varas de la superficie, cerca del fondo. Por ahí cabe un hombre tan grande como Hogg. Pero no vamos a volver, ¿verdad, amo?

Jovellanos le sonrió y removió su pelo con los dedos de una mano.

—Descuida, hijo...

Por el momento no lo intentarían —pensó Jovellanos—, bastaría con destacar en el exterior la vigilancia pertinente. Ya se explicaba por qué nadie había visto entrar en el corral al
interfector.
Y era obvio que el dardo encontrado en aquel pozo no se le había caído desde el brocal, sino que lo había perdido al regresar por su acuático conducto con la cabeza del sochantre Luis Lista. Resultaba una circunstancia más verosímil.

Así pues, poco a poco el cuadro que la razón se había dibujado de los hechos iba adquiriendo su verdadera dimensión. Ahora bien —se planteó Jovellanos cuando regresaban hacia los coches—, ¿no sería también ese nuevo cuadro otro espantajo que no tenía nada que ver con su absoluta realidad? El mismo Herradura lo había sugerido en su carta: todo en el caso sobrepasaba su entendimiento y su imaginación.

El siguiente en zambullirse en el agua fue Twiss; otra vez en la corriente del río Guadalquivir, en el mismo lugar en que lo había hecho un día antes. Asegurado a una soga, buscó en paralelo a las barcas del puente hasta dar con una especie de gran colector que se abría en el talud de la orilla. Por allí debían desembocar las aguas de la red de cloacas. Otra hipótesis, la de la campana para bucear, que se desvanecía. Pero no porque hubiese sido una idea desmesurada por parte de ellos, sino porque las cualidades de José de Herradura, tanto físicas como mentales, impregnaban todo lo suyo de desmesura.

Tan aprisa como podían, fueron luego a Santa Catalina y a San Ildefonso. En la primera parroquia un hueco del pilón del patio trasero, oculto por hierbajos y maderas, era la puerta subterránea que conducía a las alcantarillas. En la segunda no había fuente o alberca alguna, pero sí un agujero que serpenteaba entre sus ruinas. Comprobaron que era un antiguo desagüe de bastante profundidad, no muy ancho, pero lo suficiente para que un hombre ágil se colase por su angostura.

En ambos casos, siguiendo la pauta de las otras bocas, los gemelos se encargaron de buscar a los soldados que las vigilasen. Después los Rubio fueron a reunirse con el resto del grupo en el patio porticado de la universidad.

Llegaron a tiempo para ver a Jovellanos descalzándose y quitándose las medias. Acto seguido se introducía en el hueco de la arqueta de la fuente. Ya dentro de ella se encontraba Twiss, que ayudó a su acompañante a buscar acomodo a un lado de aquel pequeño recinto de piedra. Este era más bien un túnel, un poco más ancho que los hombros de una persona, por el que se podía descender a través de unos huecos horadados en la pared. Al lado de estos huecos se abría la boca por donde desaguaba la fuente. Hogg y los hermanos se asomaron, pero Twiss, excitado, les pidió que se apartasen un poco, pues no dejaban pasar la escasa luz del día. Se agachó, y Jovellanos le imitó. Juntos se quedaron fijos en el lecho de piedra por donde transcurría una suave corriente de agua de medio palmo.

—Fíjese en eso, Gaspar... Este descubrimiento me devuelve la estima que creía perdida.

—Sí. He de admitir que llevaba razón.

Twiss había descubierto en aquel lecho unas briznas de polvillo que brillaba, no mucho, ya que desde hacía días no aparecía el sol, pero sí lo suficiente para que no se escapase a su aguda vista. Era polvo de oro. Parecía evidente que las tejas desaparecidas en la aneja iglesia de la Anunciación habían pasado por allí, dejando aquel sutil y brillante rastro.

—¿Y qué significa? —preguntó Twiss asintiendo con la cabeza.

—Significa, Richard, que las tejas de oro pudieron sustraerse en cualquier momento de cualquier día. Probablemente de noche, pero mucho antes de Jueves Santo. Y que, una vez a buen recaudo en esta galería subterránea, Herradura tuvo tiempo más que suficiente para ir trasladándolas por las cloacas con calma y sin agobios a su cubil.

—Bien. Me place...

Henchido de una suficiencia que brotaba por cada uno de sus poros, Twiss se incorporó, subió un par de huecos y asomó la cabeza por la boca cuadrilonga de la arqueta. Hizo caso omiso de las manos que le ofrecían los gemelos para izarle, y, alzando la mirada a lo largo de la gigantesca figura de Hogg, fue a clavarla en el campo de nubes que se apreciaba por encima del patio. Pensando, se veía por fin enfrentándose cuerpo a cuerpo al
interfector.
Había que planear bien esa tarea —se dijo—, y al respecto había que tener en cuenta un detalle no poco importante: la posibilidad de que esas condenadas nubes descargasen por fin su contenido y anegasen las cloacas. Tal era su seguridad de que ya sabía más o menos dónde se encontraba la madriguera de Herradura.

Sin embargo, esa calma de la que Twiss disfrutaba por su amor propio recién restaurado no hubiese sido tal si el corpachón de Hogg no le hubiese ocultado a la vista una circunstancia muy desagradable. Había un chambergo y una capa negra pegados al tejado del edificio, por el lado de la calle de la Sopa. Aquel bulto oscuro que espiaba tumbado pertenecía a Silva, a quien no arredraba en absoluto el miedo hecho dueño de la ciudad, y sí espoleaba el ansia de desquite.

—¿Y este rastro de oro no significa nada para usted? —volvió a preguntar Twiss con una cara de satisfacción apabullante.

Inmerso en la penumbra, Jovellanos se incorporó también, y, algo molesto por sus enigmáticas palabras, le zarandeó por un brazo.

—Explíquese, extraño vagabundo.

Mientras Jovellanos y Twiss se dedicaban a inspeccionar y cegar las bocas de las fuentes y albercas, en el Alcázar tenía lugar una gran actividad. A lo largo de sus pasillos y salas era incesante el trasiego de escribanos y secretarios que, desde los archivos y la biblioteca, llevaban toda clase de documentos al cuarto de banderas. Con igual fin, Fernández, protegido por un pelotón de soldados, se había aventurado a penetrar en el edificio del Cabildo. Los archivos de su querida Audiencia Real habían sido quemados, pero no así los del Ayuntamiento, que se mantenían incólumes en sus sótanos. Aprovechando su experiencia y su habilidad para manejar papeles, Fernández espulgó hábilmente en los anaqueles más apartados y decrépitos. Se hizo con viejos pergaminos, un montón de legajos y varios cartapacios. Y, ayudado por un par de granaderos, los llevó rápidamente a la ciudadela. Allí todo lo recibía Alonso Berardi con avidez. Libros que contenían miniaturas, ilustraciones antiquísimas, planos arquitectónicos, crónicas de obras realizadas en Sevilla, cuentos y leyendas ya olvidados, hallazgos arqueológicos, todo le valía. Iba casando unos datos con otros, unas noticias le remitían a determinados sitios, un dibujo le bastaba para suponer cómo se había realizado determinada reforma, un incidente macabro venía a confirmar que en un lugar había un pasaje secreto. Berardi estudiaba, impartía órdenes a sus circunstanciales ayudantes. Estos buscaban y le informaban, mientras que él seguía analizando.

A eso de las cinco de la tarde regresó al Alcázar el grupo de Jovellanos. Lo primero que hizo este fue ver cómo se encontraba Mariana. La pobre se debatía en el límite de sus fuerzas. Su juventud oponía una tenaz resistencia; su amor infinito, que sin duda no se había paralizado en su corazón, latía bajo esa forma aletargada en que se había convertido su grácil cuerpo, como una estatua nevada por la sábana. Jovellanos volvió a posar sus labios sobre su frente y se alejó deprisa de la alcoba.

Cuando Jovellanos y Twiss abrieron la puerta del cuarto de banderas, el cuadro que se les ofrecía era impresionante. Berardi, Bruna, Sagrario, Gutiérrez, Fernández y media docena de empleados se afanaban en medio de montañas de papeles. La gran mesa del centro estaba cubierta de libros y legajos, y a un extremo de la misma Berardi, con antiparras, llevaba su atención de un documento a otro. Los demás revisaban con parecido interés aquellos folios o volúmenes que les habían caído en suerte. En otras mesas, sobre las sillas, en el alféizar de una de las ventanas, donde Bruna veía mejor, incluso en el suelo, donde, sentado, Fernández sobresalía como una isla humana rodeada de un mar amarillento de papel. Todos ellos giraron sus cabezas hacia la puerta cuando Jovellanos y Twiss hicieron su aparición. Por parte de los presentes hubo unos momentos de quietud y silencio, de expectación. Luego, el masón Berardi cogió el extenso pliego que había estado observando y se dirigió hacia los recién llegados con gran ánimo en su rostro.

—¡Lo tengo, caballeros! Ahora mismo acabo de descubrirlo. —Sus compañeros de pesquisas, sorprendidos, ejecutaron un movimiento en su dirección—. Señor alcalde, en esta crónica árabe acerca de la demolición de una iglesia de los visigodos está la clave que buscamos. Se refiere a que bajo los escombros, sobre los que se erigiría la futura mezquita, los alarifes hallaron una basílica romana dedicada al semidiós Hércules. Templo del que no aprovecharon sus materiales de construcción y que dejaron intacto debido a una serie de enigmáticos accidentes ocurridos a los obreros, y que los muslimes achacaron a alguna maldición de los antiguos paganos. ¿No ven la relación? Los doce trabajos de Hércules con los doce vaticinios de Herradura...

La mirada circunspecta que se cruzaron Jovellanos y Twiss hizo callar a Berardi. El inglés procuró que el asombro se apoderase de él más hondamente.

—Déjeme adivinar. ¿A que esa mezquita el rey Fernando el Santo la convertiría posteriormente en la parroquia de San Nicolás de Bari?

Berardi enarcó tanto las cejas que sus anteojos se le cayeron.

—Así es —respondió mientras recogía del suelo las antiparras—. ¿Pero cómo lo han sabido con tan solo salir a la calle, mientras que a nosotros nos ha llevado horas de concienzudo trabajo? ¿Es que San Nicolás tiene alguna fuente que conduzca a...?

—No, no tiene fuente, Berardi —le interrumpió Jovellanos con apremio.

—Entonces, había algún otro modo de llegar a ese templo maldito, ¿no? —intervino Bruna.

Twiss, notando que Jovellanos no estaba para más circunloquios, explicó el método por el cual él había llegado a esa conclusión. Con la inestimable ayuda del señor alcalde, por supuesto.

El enigma había comenzado a solucionarse en el momento en que Twiss había descubierto los restos de oro en el fondo de la arqueta del patio de la universidad. A partir de ahí la deducción que se planteaba era obvia, aunque todavía bastante inconsistente: podían existir muchos nichos en el subsuelo donde esconderse, pero probablemente, como hombre racional que era, Herradura había elegido uno no muy lejano a la universidad, lo suficientemente cercano como para trasladar las tejas sin mucho esfuerzo. Ahora bien, para dar mayor consistencia a esa idea, Twiss se fijó en la dirección de la galería, de la cual la arqueta del patio solo era un segmento, un mero hueco abierto en su parte superior. Esa angosta cloaca venía del sureste hacia el oeste. Así pues, teniendo en cuenta que buscaban un gran espacio subterráneo de la época romana, un templo, o unos baños, por ejemplo, sobre el que con seguridad las civilizaciones posteriores habían alzado sus edificios importantes, iglesias o mezquitas, era lógico suponer que este se encontrara al sureste o al oeste, y bastante cerca. A esta deducción Jovellanos puso una pega muy pertinente: el primer escondite del oro, la Anunciación y la universidad, no tenía necesariamente que estar cerca del cubil del
interfector.
Porque con probabilidad no sabía de la existencia del oro antes de buscarse su madriguera. Efectivamente —replicó Twiss—, pero la Anunciación y la universidad estaban sitas en el centro geográfico de Sevilla, de modo que era razonable pensar que Herradura hubiese elegido su cubil por esa zona tan estratégica desde la que se dominaba toda la ciudad. Después la suerte le había favorecido.

Jovellanos salió de la arqueta tras de Twiss, contempló las cuatro fachadas del patio porticado y, sobreponiéndose a su pena, se echó a reír para sorpresa de Hogg, de los Rubio, de los soldados y del propio Twiss. No andaba desencaminado el inglés, reconoció.

—¡Cierto, caballero de la pérfida Albión! —le dijo después de besarle en ambos lados de su angulosa cara—. ¿Sabe qué hay en dirección sureste en línea recta? La iglesia de San Nicolás de Bari, donde se venera a Nuestra Señora con la advocación del subterráneo. Un subterráneo que no se ve, pero cuya memoria ha pervivido a lo largo de los siglos. Y además en la misma prolongación hipotética del acueducto que viene de Carmona. Empero, no se encuentra tan cerca de aquí como usted supone. Sin embargo, es lo mejor que tenemos.

—Por lo tanto, señores —concluyó Twiss en el cuarto de banderas ante una audiencia con la boca abierta—, puesto que Berardi acaba de despejarnos cualquier duda que aún pudiésemos tener, solo nos queda prepararnos convenientemente y emprender la exploración bajo tierra.

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