El alfabeto de Babel (18 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

BOOK: El alfabeto de Babel
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—¿Y cuando vuelva otra vez que sucederá, según tu «ojo que todo lo ve»? ¿Qué ocurrirá?

Catherine cruzó las piernas y los brazos y se quedó esperando la respuesta de Grieg.

—Nada. No pasará nada. Una vez que haya comprobado el «dato trampa» que yo le he puesto, volverá con unas ganas tremendas de estar solo para ponerse manos a la obra antes de que llegue el párroco. Con cualquier excusa baladí tratará de quedarse con el documento de
Recognoverunt Proceres
para que el párroco no pueda comprobar los destrozos que perpetrará en la capilla si tú vienes al día siguiente.

—¿Y le vamos a entregar el documento? ¡Puede hacernos falta! —exclamó Catherine.

—No te preocupes, en las tres hojas que le darás no hay ninguna información que no se pueda extraer de los archivos. La «cuarta hoja» es la que en realidad tiene valor. La que yo guardo aquí. —Grieg señaló un bolsillo—. Si no lo hacemos así, corremos el peligro de que se ponga nervioso y de que trate de arrebatártelo por la fuerza. Entrégaselo y dile que coges el avión de las nueve de la mañana y que volverás por él dentro de un mes…

—Y si eso sucediera, ¿qué diría acerca del documento?

Grieg dejó ir una leve sonrisa.

—Negaría que te ha visto. Diría que no te conoce —dijo Grieg con total seguridad—. Bien, prosigamos. Cuando él te despida en la puerta, se irá rápidamente a la capilla donde espera encontrar la cripta secreta, y empezará a armar un ruido de mil diablos con su martillo. En ese momento, yo entraré en la sacristía y cogeré un juego de llaves y me dirigiré a la puerta para abrírtela. Entraremos, y tras volver a colgar las llaves en la pared, nos dirigiremos a la parte posterior del altar para buscar la verdadera entrada a la cripta secreta.

—¿Eso es todo? —preguntó Catherine mientras evaluaba mentalmente la estrategia de Grieg.

—Sí. ¿A ti se te ocurre un plan alternativo?

—No, de ninguna manera —le contestó Catherine, moviendo la cabeza de izquierda a derecha—. No me atrae en absoluto la idea de estar a solas con ese sujeto, pero ¡lo haré! ¡Y quiero que sea ahora mismo! Voy a meterme ahí dentro con el… —Catherine hizo una pausa—. Por curiosidad, ¿cómo se llama?

«Debería habérselo dicho antes —pensó Grieg—. Ahora Catherine creerá que trataba de ocultárselo.»

—Le llaman, bueno…, mejor dicho, le conocen por Dos Cruces —le respondió Grieg, mirándola fijamente a los ojos.

—¿Dos Cruces? ¿Qué clase de apellido es ése?

—No es su apellido. Nunca te dirijas a él así. Es un apodo que alguien le puso y que acabó cuajando. Por lo visto, hace alusión a la dudosa paternidad de su concepción, y al hecho de que muchos creen que ya ha enviado bajo tierra a más de uno. Ya sabes, habladurías y maledicencias de la gente —dijo Grieg, alzando las cejas y congelando en su rostro una leve sonrisa y una mueca, que trataba de dulcificar sus últimas palabras, para hacérselo más llevadero a Catherine.

Los dos permanecieron en silencio durante unos segundos.

Analizando la situación.

Ambos eran conscientes de que se disponían a arrancar del interior de un «viejo Dédalo», y sin permiso, un libro secreto del que un impredecible «minotauro» actuaría como protector. El más mínimo error de cálculo los abocaría irremediablemente a la más profunda sima del laberinto.

Meticulosamente, repasaron sus «hilos de Ariadna»: el martillo, el cortafrío, la linterna pequeña, la linterna foco y el documento del
Recognoverunt Proceres
. A continuación, se dirigieron hacia el callejón Rera de Sant Just y se detuvieron en su única esquina, envueltos en la niebla.

—Bueno, espero verte muy pronto —aseveró Catherine, levantando su brazo derecho a modo de saludo, mientras penetraba en la oscuridad del callejón; llevaba en su mano derecha el testamento modificado y su bolsa negra en bandolera.

A Gabriel Grieg le impresionó la valentía de aquella mujer, que sabía imponerse a su propio instinto, que la advertía del peligro. Parecía hacerlo como lo hubiese hecho un caballero en la Edad Media para salvar su honor o para defender, quizás, algún secreto plan de su señor.

Grieg se preguntó quién podría ser ese señor.

18

Cuando Catherine empezó a golpear con la gran aldaba la puerta trasera de la iglesia Just i Pastor, Grieg se apartó del campo visual caminando en dirección a la calle Templers, o de los Templarios. Desde allí esperaría, si sus predicciones eran ciertas, a que Dos Cruces asomase la cabeza para comprobar si Catherine había venido sola.

El silencio de la calle Ciutat, a esa hora de la madrugada, le resultó consolador y, por primera vez desde que conoció a Catherine y se metió en la vorágine en que habían consistido las últimas nueve horas, tuvo tiempo de reflexionar acerca del giro tan radical que había experimentado su vida. «¿Qué hacen los amuletos de mi niñez en la catedral y en el cementerio? ¿Por qué están junto a documentos secretos? —se preguntó Grieg—. ¿Quién es Catherine y por qué me relaciona de un modo tan personal con la Chartham?» No supo dar respuesta a sus propias preguntas.

Y eso no era todo. Había algo más.

Una leve señal.

Una pequeña marca en su memoria que le traía el recuerdo lejano y áspero de un objeto. Un objeto que, según su intuición, debería empezar a buscar en breve. No era capaz de recordar, en ese momento, cuál era su tamaño, pero sí su forma y la materia de que estaba hecho. «Es como tratar de revivir una pesadilla que tuvo lugar hace treinta años o más», se dijo, intuyendo que en torno a ese lejano recuerdo giraría su vida en las próximas horas…

Una imagen le arrancó bruscamente de su ensimismamiento.

Vio la cabeza y el torso de un hombre fuerte, con el pelo muy corto y la nariz aplastada, que salía de un callejón y miraba en todas direcciones desde la misma esquina del callejón de la iglesia.

«¡Dos Cruces!», pensó Grieg, que se ocultó en un portal. Dejó pasar unos segundos y se dirigió a toda velocidad hacia la iglesia de Just i Pastor. Aún le dio tiempo para oír como se cerraba la puerta.

«Catherine ya está en el interior», pensó. Sin detenerse, llegó hasta el extremo donde la iglesia se funde arquitectónicamente con algunos antiguos edificios situados en el estrecho y corto callejón.

La luz de la sacristía se encendió.

Predispuesto a aguardar que Catherine le abriese la puerta se sentó en el saliente de una piedra. Todo parecía tranquilo y el plan seguía adelante según lo trazado. Nada hacía pensar lo contrario.

Súbitamente, un destello azul iluminó la noche.

Grieg notó cómo todos sus músculos se volvían a poner en tensión. No era una luz ordinaria. Se trataba de una luz azul que giraba alrededor de las paredes de los antiguos edificios. El cerebro de Grieg tardó un segundo en analizar la señal luminosa y el peligro que representaba para sus planes. «¡Es una luz de Policía!», cayó en la cuenta, alarmado. Si lo veían en ese callejón y a esa hora del día, tendría problemas.

Problemas muy serios.

Los agentes le pedirían la documentación, y si Catherine abría la puerta en ese momento, toda la estrategia se vendría abajo más rápido aún de lo que lo haría un castillo de naipes. «¡Quién sabe los problemas que puede acarrearnos si Dos Cruces ve aquí a la Policía! —pensó, alarmado—. ¡Tengo que hacer algo rápidamente!»

Gabriel Grieg se dio perfecta cuenta de que no podía huir en ninguna dirección. La calle Rera de Sant Just es tan pequeña que no hay posibilidad de ocultarse en ningún recodo. El coche patrulla casi había llegado a su altura. Las intermitentes luces azules ya entraban por la boca del callejón. Rápidamente, abandonó su bolsa negra en el suelo y cogió dos botellas vacías de cerveza que había tiradas junto al viejo portón de la iglesia y las tumbó junto a él. Se desabrochó la camisa completamente y se derrengó en el suelo, con una de ellas asida con su mano derecha al cuello de cristal.

El coche de Policía se detuvo en la entrada del estrecho callejón. El agente que hacía la ronda junto al conductor extrajo un aparato del salpicadero del coche patrulla y lo apuntó hacia el portón de la iglesia. Un cegador chorro de luz blanca iluminó el oscuro callejón. Los policías vieron la figura de un hombre de unos cuarenta años, vestido con unos téjanos y un chaquetón de piel, que estaba tirado en el suelo.

A solas. Borracho. Durmiendo y sobre un gran charco de alcohol. ¿A quién podría importarle eso? ¿Acaso iban a detener su cómoda ronda por un borracho más o uno menos?

De reojo, Grieg observó que el foco de luz blanca se apagaba y que las luces azules se perdían en dirección a la Plaça de Sant Jaume. En ese preciso instante, la puerta de la iglesia se abrió. Grieg levantó la cabeza y vio un rostro conocido pero con las facciones muy crispadas. «¿Qué demonios está haciendo Grieg tirado en el suelo junto a dos botellas de cerveza?», pensó, alarmada, Catherine, que no podía dar crédito a lo que estaban viendo sus ojos.

—Pero… ¿qué haces ahí tirado de esa manera? —preguntó con voz baja y temblorosa.

—Ya te contaré… —le contestó Grieg, que se levantó rápidamente y entró en el interior de Just i Pastor.

Sin hacer ruido, Catherine cerró la puerta y se dirigió a la sacristía. Grieg giró hacia la izquierda y se ocultó en unos escalones de piedra tras el altar.

Un hombre pasó sigilosamente por el lado contrario de la iglesia al que él se encontraba en esos momentos. Se trataba de Dos Cruces. Llevaba un gran cirio encendido en la mano y volvía de nuevo a la sacristía. Cuando lo hizo y entornó la puerta, la iglesia se quedó a oscuras. Tan sólo la débil claridad que se escapaba de la dependencia dibujaba un afiladísimo triángulo de luz que yacía en el suelo como una gigantesca espada que estuviera protegiendo el altar de San Félix. Gabriel Grieg, por el espacio de un minuto, intentó escuchar la conversación que Catherine mantenía con Dos Cruces, pero le resultó imposible… «Están tardando demasiado», pensó.

Inesperadamente, la puerta de la sacristía se abrió y una rendija de luz iluminó la parte posterior de la iglesia. Grieg se escondió entre las sombras. Una vitrina quedó delante de sus ojos. En ella, tres almas se quemaban eternamente en el Infierno, mientras que unos ángeles los contemplaban estoicamente desde las alturas.

—… pero tengo que irme al extranjero. Volveré a pasar dentro de un mes… —dijo Catherine, dirigiéndose hacia la puerta trasera de la iglesia.

Al oír su voz, Grieg apoyó aún más la espalda contra la pared.

La puerta se cerró de golpe.

Grieg vio que Dos Cruces se dirigía rápidamente hacia la zona de la iglesia que él le había detallado en la parte final del testamento. Antes de un minuto, empezaron a oírse unos tremendos martillazos que resultaban ensordecedores tras la posterior reverberación.

«Sin duda alguna, Dos cruces ya ha empezado a cavar», pensó Grieg, que se dirigió a la sacristía con total tranquilidad, para coger las llaves, pero no hizo falta. Dos Cruces había optado por dejarlas puestas en la cerradura. Giró la llave y la puerta se abrió sin ninguna dificultad.

Catherine estaba allí.

—Me alegro de volver a verte —dijo ella mientras traspasaba el umbral—. ¿Qué hacías tirado en el suelo?

El ruido de los martillazos retumbaba atronadamente.

—Nada. No ha pasado nada. Un coche de Policía hacía su ronda y no quería que me preguntasen qué demonios estaba buscando, en un callejón solitario y oscuro, a las cuatro de la madrugada.

—¡Y te hiciste el borracho! —Catherine sonrió—. Muy eficaz. Lo tendré en cuenta cuando me encuentre en una situación apurada.

Grieg volvió a cerrar la puerta. Sin necesidad de ocultarse, se dirigieron hacia la parte trasera del altar, atravesaron una pequeña portezuela formada de estrechos barrotes de hierro y la volvieron a cerrar.

Los martillazos no cesaban.

El ruido los tranquilizaba. Era una suerte de radar sonoro que les indicaba en todo momento la posición de Dos Cruces. Catherine encendió la pequeña linterna y la cubrió parcialmente con una mano. La luz podría delatar su presencia en la oscuridad de la parroquia.

—No te preocupes por Dos Cruces, esta zona de la iglesia no se utiliza nunca. Le he enviado a trabajar a una parte del templo donde encontrará más roca viva que en una cantera. Cuando quiera darse cuenta de que allí no hay nada… será de día y nosotros ya nos habremos ido —dijo Grieg, que apartó unos sillares amontonados los unos sobre los otros y llenos de polvo; buscaba la losa central de piedra tras el altar, la que figuraba en el documento.

Como medida de seguridad añadida, Catherine colocó sobre el cristal de la pequeña linterna un trozo de tela roja que había encontrado en el suelo para que la luz aún resultase más difusa y segura. El pequeño retal tenía escrito un texto: «Sillares provenientes del convento de Santa Caterina, que se quemó durante las
bullangas
de 1835».

—Ésta debe de ser la losa a la que hace referencia el documento —dijo Grieg mientras extraía el martillo y el cortafrío y le daba a Catherine la extraña llave que habían conformado tras unir las dos partes.

Uno tras otro, Grieg acompasó sus golpes contra el filo de la losa de mármol con los que propinaba Dos Cruces. No le resultó una tarea sencilla. El ritmo y la cadencia que el tipo imprimía a sus martillazos eran endiablados. Sin duda alguna, quería terminar la tarea antes de que llegase el párroco. Grieg golpeó a placer las veces que le hizo falta hasta que la losa de mármol cedió, entera y sin necesidad de romperla a trozos.

Catherine apuntó con la linterna hacia el polvoriento espacio que quedó al descubierto. Apareció una losa cuadrada de un metro de lado y con una gran «X» esculpida en la superficie.

—En esta losa no hay ninguna cerradura —dijo Catherine, inspeccionando todo el perímetro exterior.

—Déjame examinarla. —Grieg tomó la linterna en sus manos.

La losa era de piedra y tenía el aspecto de no haber sido abierta hacía más de un siglo. Grieg recorrió totalmente con su dedo índice la hendidura que formaba la hasta entonces oculta «X». Encontró un material blando, de la textura del yeso, en el punto de intersección de las dos líneas, en su mismo centro. Con la ayuda de su pequeña navaja extrajo sin ninguna dificultad la obturación y apareció el ojo de una cerradura dorada.

No se trataba de una losa. Era una puerta.

—Ahí está la cerradura. El que anotó el enclave de la entrada a la cripta no se anduvo ni con secretos ni con adivinanzas, localizó con tres palabras el lugar donde estaba la cripta secreta…, y aquí está.

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