El alfabeto de Babel (77 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

BOOK: El alfabeto de Babel
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Los dos se quedaron frente a frente, a muy poca distancia.

—Tendrías que decirme cómo diablos encontraste esta caja de piel, Catherine.

—Y tú tendrías que decirme dónde está la Chartham.

—De acuerdo, te lo diré, pero esta vez empieza tú primero: ¿de dónde demonios sacaste esta caja? —preguntó Grieg de un modo terminante.

—No puede ser… —contestó Catherine, que movió la cabeza y apoyó sus brazos en los hombros de Grieg.

—¿Por qué no me lo dices? ¿Acaso no me crees capaz de comprenderte?

—No es eso, Gabriel. A mí también me sorprendió el lugar donde la encontré… Déjalo, no podrías hacerte cargo… Forma parte de un plan que está trazado desde hace muchos años…

—Insisto, Catherine. Inténtalo.

—Me resultaría imposible que lo comprendieras, yo tampoco sé muy bien qué hacía allí esta…, déjalo…

Gabriel Grieg frunció el ceño.

—¿Por qué oscura razón no me crees capaz de entender el motivo por el cual…? Yo sé —Grieg remarcó las dos últimas palabras que acababa de pronunciar— que esta caja la encontraste en el confesionario de la capilla-mausoleo del cementerio de Montjuic.

Catherine, acercándose aún más a Grieg, apretó fuertemente sus brazos, dejó caer levemente la mandíbula inferior y abrió los ojos en un claro signo de estupor.

—¿Cómo puedes saber eso? —preguntó Catherine, llena de perplejidad.

—Tú trata de explicármelo y yo ya veré lo que hago —aseguró Grieg, que no apartó ni un momento sus ojos de ella.

—Insisto…, no podrías comprenderlo, forma parte de un artificioso plan que está trazado hace muchos años. Desde que nos separaron en la Sagrada Familia…, he llegado a saber muchas cosas que tengo que explicarte con tranquilidad. Hace muy poco tiempo que estás sumergido en toda esta vorágine —Catherine bajó levemente la cabeza—, me llevaría demasiado tiempo que comprendieses lo difícil que resulta, a veces, decir la verdad…, y lo noble que se puede llegar a ser administrando los silencios o, incluso, mintiendo. Confluyen en nosotros intereses tan poderosos que nos desbordan…

Catherine se calló de golpe cuando observó el objeto que Gabriel Grieg acababa de extraer de la bolsa y que, en definitiva, era lo que ella misma había ido a buscar al cementerio de Montjuic cuando en su camino se encontró con la caja que Grieg sostenía en la otra mano.

—¿En qué planta del Infierno has encontrado eso? —preguntó, perpleja, Catherine.

97

Catherine tomó el libro que Grieg sostenía en la mano y lo abrió por la primera página.

Cuando vio su propio nombre escrito por ella misma cuando tenía diez años, supo que sus sospechas eran ciertas. «¿Por qué Gabriel Grieg tiene este libro?», se preguntó mientras pasaba lentamente las páginas de aquel ejemplar de
Alicia en el país de las Maravillas,
de Lewis Caroll.

Aquél era su querido libro de la infancia, el que fue a buscar al cementerio de Montjuic atraída por los enigmáticos misterios relacionados con su niñez que estaban anotados junto a un itinerario que le entregaron unos guardaespaldas en un oscuro pasaje, cuando la atraparon junto a Gabriel Grieg en el templo de la Sagrada Familia la noche anterior.

La búsqueda de aquel libro que sostenía delicadamente en sus manos la había conducido hacia el más enigmático de los cementerios, al que se accedía por una puerta secreta y que estaba situado en el interior de una hermosísima aunque desvencijada capilla emplazada en el enorme cementerio de Montjuic.

Catherine estaba perpleja, y no pudo evitar formular una pregunta que llenó de desasosiego a Grieg.

—¿Acaso eres tú el final de la misteriosa ruta que dejó trazada en una cuartilla el cardenal Münch? ¿Acaso trabajas para ellos?

Grieg comprendió la gravedad del momento, y entendió lo que Catherine trató de decirle, hacía apenas dos minutos, cuando intentó convencerle de lo difícil que resultaba decir la verdad a cualquier persona que estuviese directamente relacionada con el mundo lleno de aristas y de prismas que conformaba todo lo relacionado con la Chartham.

Aquel libro, que Catherine firmó con tinta de color verde el día de su décimo cumpleaños, había ido a parar a las manos de Grieg porque estaba en la valija que tenía Fedor Münch. Pero lamentablemente… no podía decírselo, ya que para ello tendría que revelarle gran parte del misterio, y reconocer que se había quedado finalmente con la Chartham.

Y Grieg tenía concluyentemente decidido que, salvo que fuese absolutamente imprescindible para salvar la vida de Catherine, no pensaba revelarle el lugar donde la había escondido, sobre todo para no comprometerla con el peligro que podía conllevar poseer una información como aquélla; no se lo diría hasta que no supiera de un modo definitivo, taxativo y concluyente cuáles eran sus intenciones.

Y ésas serían muy difíciles de desentrañar.

Al igual que para ella, también, resultaría casi imposible llegar a conocer los secretos que él ya atesoraba.

No podía responder sinceramente a la pregunta directa que ella le había formulado.

Por otra parte, resultaba muy comprensible que Catherine se sorprendiese al ver aquel libro de su infancia en las manos de Grieg, porque la habían obligado a ir a buscarlo a su «propio» ataúd, al igual que Grieg se vio impulsado a hacerlo en el «suyo»…

Pero una trascendental contingencia había impedido que lo encontrase.

Fedor Münch había muerto por el camino.

La estrategia que el cardenal había trazado y que los tenía a ellos dos en el punto de mira nunca llegaría a activarse, merced al «cambio de planes» al que Grieg le forzó después del providencial encuentro con el taxista.

Cuando fue abandonado en el Passatge Gaiolà, situado junto a la Sagrada Familia, Grieg se dirigió directamente al final del trazado que le tenía preparado el cardenal Münch, sin pasar previamente por un lugar en concreto. Allí, sin duda, Catherine y Grieg se habrían encontrado para ser utilizados en algún maquiavélico propósito que Fedor Münch se llevó consigo a la tumba.

Grieg, antes de responder a la apremiante pregunta que le acababa de formular Catherine, introdujo una mano en el bolsillo de su chaqueta y extrajo una bola de papel que estaba sellada con la misma ramita seca de adelfa con forma de cruz de seis direcciones que precintaba la vieja maleta de piel, que ella misma sustrajo en aquel mismo lugar hacía algo más de veinticuatro horas.

—Fuiste a buscar el libro a tu propia tumba. ¿No es así? —preguntó Grieg, que se apoyó en la barandilla de la pequeña balaustrada.

Catherine giró lentamente su cabeza hacia él y abrió por completo los ojos.

—Pero… ¿cómo puedes saber eso sin estar implicado en la trama del cardenal?

—Lo sé por una razón muy sencilla —respondió Grieg—. Lo único que hice fue obedecer ciegamente tus disposiciones.

—¿Obedecerme a mí? No te comprendo… ¿Qué quieres decir con eso?

—Poco antes de que nos separasen bruscamente en la Sagrada Familia, me dijiste, metafóricamente, repitiendo las mismas palabras que yo te dije en el bar del Averno, que si fuese necesario para encontrarte debía descender hasta la más oscura sima o escalar la mismísima torre de Babel… Pues bien, me tomé la frase al pie de la letra: dudando si seguías aún con vida —Grieg miró los ojos de Catherine, que lo observaba incrédula—, te fui a buscar hasta lo más insondable del mundo, más allá de donde nadie llegó nunca. Te fui a buscar hasta tu propia tumba.

Grieg, con una sonrisa maliciosa en el rostro, no apartó su vista ni por un instante de los ojos de Catherine, que aparecían iluminados por una luz tenue y lejana proveniente de los tejados cercanos.

—Te recuerdo que aún no me has aclarado el asunto —murmuró Catherine mientras acariciaba levemente el rostro de Grieg.

—¿No me crees? Toma, desprecinta esta bola de papel, que está sellada con una ramita de adelfa, que conoces perfectamente, y lee su contenido.

Catherine, mirando alternativamente a Grieg y al abalorio de papel, lo fue desplegando lentamente, hasta que finalmente no pudo dar crédito a lo que estaban viendo sus propios ojos.

—¿De dónde has sacado la copia de esta lápida? —se preguntó, desconcertada, Catherine, que al girar la cabeza vio que Grieg desplegaba otra bolita de papel, donde también podía leerse un nombre junto a una calavera sobre dos tibias en una lápida: «Gabriel Grieg Eseus».

Los dos, apoyados sobre la balaustrada del tejado, permanecieron durante algunos segundos en silencio, contemplando las copias de sus lápidas mortuorias, calibrando, muy someramente, la maquiavélica naturaleza del plan elaborado hacía muchos años y que los tenía a ellos dos en el punto de mira final.

Gabriel Grieg pensó que ya tendría tiempo de contarle a Catherine más adelante cómo había encontrado aquella copia de su lápida en papel.

Aquéllas no eran las circunstancias más apropiadas para revelarle que, cuando encontró la segunda bola de papel que había confeccionado el niño con la lámina de bosquejo de la lápida, y que rodó junto a las nueces abiertas de ciprés, tras barrer con una rama el suelo para salvar al ratónenlo, se había dirigido inmediatamente a comprobar qué era exactamente el ancho y alargado muro de mampostería que estaba adosado a la capilla-mausoleo donde se había «volatilizado» la religiosa la última noche.

Tras abrir de nuevo con la llave del cardenal la capilla, entró en el confesionario y rebuscó cualquier tipo de resorte con forma de palanca en su interior. Cuando lo encontró, se dio cuenta de que un ingenioso mecanismo abría dos portezuelas que daban respectivamente una al exterior y otra al interior.

Grieg comprobó que la religiosa le indujo a creer que había salido a las vías del cementerio, cuando, en realidad, lo que hizo fue esconderse en un espacio sorprendente y sobrecogedor: el cementerio secreto de las jesuitesas, un muy alargado y estrecho pasillo que estaba completamente conformado, a ambos lados del lúgubre pasadizo, por nichos que se elevaban a seis alturas.

Grieg, tras recorrerlo detenidamente, supo que los féretros se introducían desde el exterior; posteriormente, como hicieron con el ataúd del cardenal la noche anterior, las piedras de mampostería volvían a cubrir el hueco, para que visto desde fuera mantuviera la apariencia de un ancho muro de contención pluvial más, uno de los centenares que existen en el cementerio de Montjuic.

Aquella misma mañana, cuando apagó expresamente y durante diez segundos la luz de la linterna, sumiéndose de lleno en la oscuridad de aquel sobrecogedor y secreto cementerio de jesuitesas, Grieg experimentó la escalofriante sensación de saber que allí era donde estaba previsto que lo enterraran a él.

El largo y estrecho pasadizo, formado enteramente por elaboradas y muy limpias lápidas de mármol, algunas de ellas centenarias, aparecía hermosamente exornado con flores de todos los colores y de todas las clases, respuestas periódicamente y aún frescas, que parecían competir en colorido con las pequeñas y relucientes vasijas de jaspe en las que estaban depositadas.

Y entre aquellos nichos, junto a uno que no tenía lápida y donde reposaba el cadáver del cardenal Fedor Münch, estaba la tumba de Catherine, con la lápida tirada en el suelo y junto a un ataúd que ella misma había abierto, para encontrarlo posteriormente vacío.

Grieg pensó que aquél no era el momento. Ya habría tiempo para hablar de ello. De todos modos, no pudo evitar que aflorara a su rostro cierta sonrisa socarrona al verse los dos juntos y vivos, contemplando/apoyados sobre la barandilla de la balaustrada, las copias de sus propias lápidas, como quien lee un enigmático e insondable diario publicado en quién sabe qué «más allá».

—¿Qué fue finalmente de la Chartham? —preguntó Catherine con una expresión apesadumbrada.

—Tú misma llegaste a ver cómo el cardenal me la arrebataba en la Sagrada Familia —mintió Grieg, que aprovechó la circunstancia, pues el cardenal Münch había hecho creer a todos que había extraído la Chartham de la bolsa de Grieg, cuando, en realidad, lo hizo de la suya, que sólo tenía el envoltorio y el reloj que le suministró la profesa.

—¿Y cómo es que tenías en tu poder el cartapacio vacío y el reloj, si a mí me los sustrajeron después de habértelos arrebatado yo a ti?

—Me los dio la mujer que acudió en tu nombre a la cita que teníamos en la Gran Via —volvió a mentir Grieg—. Dijo que estabas en peligro y me suministró información esencial por si me hacía falta acceder a las torres de la Sagrada Familia. Supongo que debes saber algo de todo eso, ¿no?

—No puedes comprender, Gabriel… Yo soy la titular de Historia en la misma universidad que fundó Antonio Perrenot de Granvela. Únicamente formaba parte de un proyecto de investigación promovido por un japonés llamado Natsumi Oshiro, hombre al que tú no conoces. Me impliqué más de lo debido en «la misión» que tiene la religiosa. Ella se puso en contacto conmigo y me facilitó tus datos y hasta una copia manipulada de la exhumación de tu
padrí,
después de que yo averiguara que eras tú el enlace perdido de la Chartham.

Gabriel Grieg permanecía en silencio, tratando de cotejar lo que Catherine decía con sus propios conocimientos.

—Cuando sacaste el contenido del cartapacio, todo se trastocó… Debo contarte las cosas con tranquilidad. Comprobarás que no mantengo ninguna implicación con esa religiosa, más allá de mostrarle la Chartham como compensación a su ayuda y como «información» que ella utilizaría para «su causa», que considero justa… Después, la religiosa y el cardenal Münch me manipularon, me engañaron y acabaron conduciéndome detenida hasta la Sagrada Familia.

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