El alienista (58 page)

Read El alienista Online

Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
3.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

Desde el exterior del granero llegaron los mismos golpes amortiguados de antes, obligando a Dury a coger una fusta larga y delgada y a encaminarse hacia la puerta.

— Si me disculpan un momento, caballeros.

— Señor Dury— le llamó Kreizler, y nuestro anfitrión se detuvo, volviéndose desde la puerta del granero—. Ese tipo, el de la granja… ¿Se acuerda de su nombre?

— Por supuesto, doctor— contestó Dury—. El sentimiento de culpa me lo grabó para siempre en la memoria. Beecham… George Beecham. Ustedes disculpen.

Aquel nombre me sacudió con más fuerza que cualquier detalle de la información que hasta el momento Dury nos había revelado, e hizo que gran parte de la alegría triunfal que yo estaba experimentando se transformara en confusión.

— ¿George Beecham?— susurré—. Pero, Kreizler, si Japheth Dury es en realidad..

Con un gesto apremiante, mi amigo alzó un dedo al aire exigiendo silencio.

— Ahórrate las preguntas, Moore, y recuerda una cosa. Tenemos que evitar, en la medida de lo posible, que este hombre conozca nuestro verdadero objetivo. Ya sabemos casi todo cuanto necesitábamos saber. Ahora, invéntate una excusa y marchémonos.

— Todo cuanto necesitábamos… Bueno, puede que tú sepas todo cuanto necesitabas saber, pero a mí aún me queda un montón de preguntas. ¿Y por qué no tiene que saber…?

— ¿Qué bien puede hacerle?— me interrumpió Kreizler con acritud—. Este hombre ya ha sufrido y padecido por este asunto durante años. ¿Qué sentido tendría decirle que su hermano no sólo es responsable de la muerte de sus padres sino también de media docena de criaturas?

Esto me obligó a reflexionar. Si efectivamente Japheth Dury estaba vivo pero nunca se había puesto en contacto con su hermano Adam, entonces no había forma de que aquel atormentado granjero pudiera ayudarnos en la investigación. Y hablarle de nuestras sospechas, antes incluso de que éstas se hubiesen verificado, parecería el colmo de la crueldad mental. Por todas estas razones, cuando Dury regresó de castigar a su caballo, seguí las instrucciones de Kreizler y urdí una historia sobre un tren que regresaba a Nueva York y unas cosas urgentes que había que solucionar, recurriendo a todas las excusas habituales que había utilizado un millón de veces en mi profesión para salir de situaciones igualmente difíciles.

— Pero antes de que se vayan tienen que decirme una cosa, con sinceridad— dijo Dury mientras nos acompañaba hacia el birlocho—. Esa historia de que van a escribir un artículo sobre casos sin solucionar… ¿Hay algo de verdad en esto o simplemente van a reabrir este caso y especular sobre la intervención de mi hermano, utilizando la información que yo les he dado?

— Puedo asegurarle, señor Dury— contesté, y la verdad me permitió hablar con convicción—, que no aparecerá ningún artículo sobre su hermano en los periódicos. Lo que usted nos ha contado nos permitirá averiguar por qué fallaron los policías que investigaron el caso, nada más. Lo vamos a tratar tal como usted nos lo ha explicado, como algo estrictamente confidencial.

Dury me obsequió con un fuerte apretón de manos.

— Muchas gracias, señor.

— Su hermano sufrió muchísimo— dijo Kreizler, estrechando también la mano a Dury—. Y sospecho que si aún sigue con vida, su sufrimiento habrá continuado durante estos años transcurridos desde el asesinato de sus padres. Pero no nos incumbe a nosotros juzgarle, o aprovecharnos de su miseria.— La tensa piel del rostro de Dury se tensó aún más al intentar reprimir sus intensas emociones—. Sólo querría hacerle un par de preguntas más, si no le importa…

— Adelante, doctor— dijo Dury.

Kreizler hizo una inclinación de cabeza, agradecido.

— Es sobre su padre. Muchos pastores reformistas no suelen dar mucha importancia a las festividades religiosas… ¿Me equivoco si pienso que él hacía todo lo contrario?

— No se equivoca— dijo Dury—. Las festividades estaban entre las ocasiones jubilosas de nuestro hogar. Mi madre protestaba, desde luego. Sacaba su Biblia y explicaba por qué abundaban tales celebraciones entre los papistas y qué castigos podían esperar quienes las conmemorasen. Pero mi padre insistía; de hecho él pronunciaba algunos de sus mejores sermones con motivo de las fiestas. Pero no veo qué…

Los negros ojos de Kreizler se animaron abiertamente y levantó una mano hacia él.

— Es una cuestión sin importancia, ya lo sé, pero sentía curiosidad.— Al subir al birlocho, pareció como si de pronto hubiese recordado algo—. Ah, otro detalle.— Dury lo miró con expectación mientras yo me sentaba junto a Kreizler en el interior del carruaje—. Su hermano Japheth, ¿en qué momento sufrió ese…, ese problema de la cara?

— ¿Los espasmos?— inquirió Dury, nuevamente confuso ante la pregunta—. Que yo recuerde, siempre los padeció. Tal vez no cuando era muy pequeño, pero sí al poco tiempo y durante el resto de su vida… Bueno, durante todo el tiempo en que yo le traté.

— ¿Y los padecía constantemente?

— Sí.— Dury pareció buscar en sus recuerdos, y luego sonrió—. Excepto en las montañas, claro está, cuando estaba cazando… Entonces aquellos ojos suyos parecían tan tranquilos como las aguas de un estanque.

Yo no estaba muy seguro de cuántas revelaciones más podría oír sin perder el control, pero Kreizler procedía con total serenidad.

— Un muchacho digno de compasión, pero notable en muchos aspectos… ¿No tendría una foto suya, por casualidad?

— Japheth siempre se negó a que le fotografiaran, doctor… Es comprensible.

— Sí, sí, claro… Bien, adiós, señor Dury.

Cuando finalmente nos alejamos de la pequeña granja, me volví para observar cómo Adam Dury movía sus largas y poderosas piernas para regresar al granero, sus enormes botas hundiéndose profundamente aún en el lodo y los desechos que rodeaban la construcción. Y entonces, justo antes de desaparecer en el interior, se detuvo de pronto, volviéndose con brusquedad hacia el camino.

— Kreizler— dije—, ¿mencionó Sara si en el periódico, al hablar de la historia de la familia, aparecía algo sobre el tic de Japheth Dury?

— No, que yo recuerde— respondió Kreizler, sin volverse— ¿Por qué lo preguntas?

— Porque por la expresión de Adam Dury en estos momentos, yo diría que no se mencionó en absoluto, y que él acaba de darse cuenta. Va a pasar un mal rato intentando adivinar cómo lo hemos averiguado.— Aunque mi entusiasmo todavía iba en aumento, traté de mantenerlo bajo control mientras me volvía hacia mi amigo—. ¡Dime que ya lo tenemos, Kreizler! Hay un montón de cosas que ha explicado este hombre que aún me tienen confuso pero, por favor, dime que ya tenemos la solución.

Kreizler se permitió una sonrisa, y alzó apasionadamente su puño derecho.

— Tenemos todas las piezas para conseguirlo, John… De eso estoy seguro. Puede que aún no todas, y quizá no ordenadas de forma correcta, pero desde luego tenemos la mayoría. ¡Cochero! ¡Llévenos directamente a la estación de Back Bay! Si mal no recuerdo, a las seis y cinco sale un tren para Nueva York. ¡Tenemos que cogerlo!

Durante varios kilómetros casi todo fueron expresiones apenas coherentes de triunfo y de alivio, y aún habría saboreado más aquella sensación de haber sabido cuán breve iba a ser. Sin embargo, aproximadamente una hora después de rebasar el punto que marcaba la mitad del trayecto de regreso a la estación de Back Bay, se oyó a lo lejos un ruido no muy distinto al chasquido seco y agudo de una rama al quebrarse, marcando el fin de nuestro alborozo. Recuerdo con claridad que al chasquido le siguió de inmediato una especie de ruido seco y siseante, y luego algo penetró en el caballo que tiraba de nuestro birlocho, provocando un surtidor de sangre en el cuello del animal y derribándolo al suelo, repentinamente muerto. Antes de que el cochero, Kreizler o yo pudiéramos reaccionar, se produjo otro agudo chasquido y otro siseo, y entonces algo arrancó un par de centímetros de carne del brazo derecho de Laszlo.

35

Con un grito breve y una larga maldición, Kreizler rodó por el suelo del birlocho. Consciente de que todavía seguíamos gravemente expuestos al peligro, le obligué a saltar del carruaje y después nos arrastramos a la parte de atrás, donde permanecimos pegados al suelo. En cambio nuestro cochero salió al descubierto para examinar su caballo muerto. Insté al hombre para que se tumbara en el suelo, pero la evidente pérdida de futuros ingresos le hacía ciego a la seguridad del momento de modo que siguió presentando un blanco perfecto; es decir, hasta que se oyó otra detonación y una bala se acercó silbando hasta incrustarse en el suelo, junto a sus pies. El conductor alzó la vista y al comprender de pronto el peligro en que se encontraba, empezó a correr hacia un espeso bosque situado a unos cincuenta metros detrás de nosotros, en el lado contrario del camino, donde había un grupo de árboles que parecían dar cobijo a nuestro asaltante.

Kreizler, que seguía echando chispas y lanzando juramentos, se sacó la chaqueta y me dio instrucciones para que le atendiera la herida. Ésta era más aparatosa que grave— la bala sólo había rozado el músculo de la parte superior del brazo—, y lo más importante era detener la hemorragia. Conseguí hacer un torniquete con el cinturón justo por encima de la herida sangrante, y luego lo tensé. Arranqué la manga de la camisa de Laszlo e hice con ella una venda, y pronto dejó de brotar el flujo carmesí. Pero cuando una bala chocó contra la rueda del birlocho, astillando uno de los radios, pensé que pronto podíamos tener que atender otras heridas.

— ¿Dónde está ése?— preguntó Kreizler, escrutando los árboles.

— He visto humo justo a la izquierda del abedul blanco— dije, señalándolo—. Me gustaría saber quién es.

— Me temo que tenemos un amplio abanico de posibilidades para escoger— replicó Kreizler, tensándose un poco el vendaje y soltando un gruñido—. Nuestros adversarios de Nueva York serían la elección más obvia. La autoridad y la influencia de Comstock son de ámbito nacional.

— Unos asesinos de largo alcance no me parece el estilo de Comstock. Ni de Byrnes, por lo que hace al caso. ¿Qué tal Dury?

— ¿Dury?

— Quizás este descubrimiento de los espasmos le haya hecho cambiar de actitud. Tal vez piense que vamos a cruzarnos en su camino.

— ¿Tú crees que tiene realmente pinta de asesino, a pesar de su tono violento al hablar?— inquirió Kreizler, doblando el brazo y poniéndolo en cabestrillo—. Además, ha dado a entender que es un buen tirador, a diferencia de ese tipo.

Esto me dio una idea.

— ¿Y qué me dices de… él, de nuestro asesino? Puede habernos seguido desde Nueva York. Y si es Japheth Dury, recuerda que su hermano ha dicho que nunca llegó a ser muy bueno disparando.

Kreizler consideró la posibilidad mientras seguía examinando el grupo de árboles, y luego negó con la cabeza.

— Eres demasiado fantasioso, Moore. ¿Por qué iba a seguirnos hasta aquí?

— Porque sabía adónde nos dirigíamos. Él sabe dónde vive su hermano, y que una entrevista con Adam podría ayudarnos a seguirle la pista.

Laszlo siguió negando con la cabeza.

— Es demasiado fantástico. Se trata de Comstock, estoy seguro.

De pronto otro disparo cortó el aire, y una bala arrancó astillas del lateral del carruaje.

— Ha mejorado la puntería— dije en respuesta a la bala—. Será mejor que discutamos esto más tarde.— Me volví a observar el bosque que teníamos a nuestras espaldas—. Parece que el cochero ha podido llegar sano y salvo hasta los árboles. ¿Crees que podrás correr, con este brazo?

Kreizler soltó un gruñido.

— ¡Me costará lo mismo que permanecer aquí tendido, maldita sea!

Le agarré de la chaqueta.

— Cuando llegues a campo abierto— dije—, procura no correr en línea recta.— Dimos media vuelta y nos arrastramos al otro extremo del carruaje—. Avanza con movimientos irregulares. Tú ve delante, y yo te seguiré en caso de que tengas problemas.

— Tengo la inquietante sensación— dijo Kreizler, examinando los cincuenta metros de espacio abierto— de que en este caso lo más probable es que esos problemas sean permanentes.— Esta idea pareció sacudir a mi amigo, que sacó su reloj de bolsillo y me lo tendió—. Escucha, John… En caso de que… En fin, quiero que des esto a…

Sonreí y rechacé el reloj.

— Eres un redomado sentimental, como siempre había sospechado. Ya se lo darás a ella en persona. ¡Vamos, en marcha!

En el noreste, cuando lo que se apuesta es la vida, cincuenta metros de terreno despejado pueden parecer mucho más difíciles de recorrer de lo que uno imagina. Cada pequeño agujero de roedor, cada surco, charco, raíz y piedra entre el carruaje y el bosque se convirtió en un obstáculo casi insalvable, mi acelerado corazón robando cualquier rastro de la usual agilidad a mis piernas y a mis pies. Supongo que nos llevó algo menos de un minuto cruzar aquellos cincuenta metros hasta la seguridad y, aunque aparentemente estábamos amenazados por un solo tirador, quien tampoco parecía un experto en puntería, pareció como si nos halláramos en medio de una auténtica batalla. El aire en torno a mi cabeza parecía cobrar vida con las balas, aunque no creo que aquel tipo llegara a efectuar más de tres o cuatro disparos. Sin embargo, al completar mi huida, con las ramas golpeándome en la cara a medida que me iba internando en la oscuridad del bosque, estuve más cerca que nunca de la incontinencia.

Encontré a Kreizler apoyado contra un enorme abeto. El vendaje y el torniquete se le habían aflojado, y un nuevo flujo de sangre le resbalaba por el brazo. Después de tensarle otra vez los vendajes le puse la chaqueta sobre los hombros porque daba la sensación de que estaba cogiendo frío y perdiendo color.

— Seguiremos paralelos al camino hasta ver algo de tráfico— dije en voz baja—. No nos encontramos lejos de Brookline, y desde allí podremos conseguir que alguien nos lleve a la estación.

Incorporé a Laszlo y le ayudé a ponerse en marcha entre los tupidos árboles, manteniendo los ojos en el camino para no perderlo de vista en ningún momento. Cuando divisamos los edificios de Brookline, consideré que estábamos lo bastante seguros para salir de entre los árboles y avanzar a paso más rápido. Poco después apareció un carro del hielo y el carretero se apeó para preguntarnos qué había ocurrido. Me inventé una historia sobre un accidente con el carruaje y le pedí al hombre si podía acercarnos a la estación de Back Bay. Esto fue un golpe de suerte doblemente afortunado pues con algunos trozos de hielo de la carga del carretero alivié el dolor del brazo de Kreizler.

Other books

Crush on You by Christie Ridgway
Second Thoughts by Clarke, Kristofer
Flying by Megan Hart
Dyeing Wishes by Molly Macrae
Act of Betrayal by Shirley Kennett