Authors: Brian Keene
La oración de Martin y el grito de Jim se pararon en seco cuando el todoterreno chocó contra la moto. Los airbags salieron disparados del salpicadero, impactando contra los ocupantes.
Jim notó que las ruedas delanteras habían pinchado y luchó por mantener el control, pero los frenos antibloqueo no sirvieron de mucho. El todoterreno giró hacia la derecha y atravesó el quitamiedos para finalmente chocar contra el retorcido y grueso tronco de un roble.
—Hijos de puta —murmuró el zombi del cuchillo—. ¡Me han jodido la moto!
Sacó al joven de la chatarra en la que había quedado convertido el Volkswagen y tiró el cuerpo, que cayó inerte contra el suelo. Después se dirigió hacia el todoterreno.
Su compañero rasgó la camiseta del joven y le mordió un pezón, agitando la cabeza hasta desprenderlo.
—Eh —dijo—. Será mejor que comas algo ahora. El alma está abandonando el cuerpo y siento impaciencia al otro lado.
—Deja que nuestros hermanos ocupen ese cuerpo. Por ahí hay más carne.
Jim se quitó el airbag de encima y giró la llave del contacto. El salpicadero parecía un árbol de Navidad lleno de luces parpadeantes: el indicador del motor, del aceite, de la batería... ninguno de ellos funcionaba. Desesperado, echó la vista atrás, a la autopista, para ver dónde se encontraban los zombis.
Los cuatro se dirigían hacia su coche.
—¡Mierda!
—¿Qué pasa? —preguntó Martin a su lado. Su nariz goteaba sangre y tenía marcas oscuras bajo los ojos.
—¡Martin, tenemos que irnos —susurró Jim—. ¿Puedes moverte?
—Te 'ije que tenías que pone'te el cinturón —murmuró el anciano antes de cerrar los ojos y perder la consciencia.
Jim quiso coger la pistola, pero no la encontró.
—¡Joder!
Después de desabrocharse el cinturón, empezó a buscar el arma debajo del asiento. El derrape y el golpe posterior habían esparcido el contenido de la mochila por todo el asiento trasero. Encontró un paquete de café instantáneo, un mapa de carreteras y un cartucho para el fusil, pero ni rastro de la pistola.
—Eh, amigo —dijo una voz a la izquierda de Jim. Olió a la criatura en el preciso instante en el que habló—. ¿Problemas con el coche?
Dos brazos acartonados se colaron por la ventana abierta del asiento del conductor. Unos fríos dedos rodearon su cuello y apretaron. Jim agarró las huesudas muñecas, separando la piel de la decadente carne con las uñas, mientras el zombi reía sin dejar de apretar.
Otro zombi saltó sobre el capó abollado y agarró a Martin a través del parabrisas hecho añicos. El resto se puso a abrir la puerta del copiloto.
Jim intentó gritar, intentó respirar, pero comprobó que no podía. Le ardía la garganta y sentía que la cabeza, que no paraba de palpitar, iba a explotar de un momento a otro. El dolor era tan intenso que no oyó el disparo hasta tener la cara y los ojos cubiertos con el cerebro de su atacante.
Los brazos muertos le soltaron inmediatamente y el zombi cayó al suelo. Un segundo disparo acabó con la criatura del capó y alcanzó el asiento, a escasos centímetros del pecho de Jim. Empezó a gritar y se encogió.
Los zombis restantes se olvidaron de Martin y dirigieron sus miradas hacia el bosque. Sonaron seis rápidos disparos más y después se hizo el silencio.
—¡Eh, los de ahí! —Gritó una voz—. ¿Estáis vivos?
Martin volvió a levantarse y observó a Jim, confundido.
—¿Qué pasa? —susurró.
La voz volvió a gritar:
—¡Salid con las manos en alto, donde podamos verlas!
—No lo sé —admitió Jim—. Pero me da que no va a ser mejor que los zombis.
—Igual te los has cargado a todos, Tom —aulló otra voz.
—¡Calla, Luke! —Respondió la primera voz—. No iba a preguntarles a los zombis a ver si querían compartir.
—Hola —dijo Martin con voz temblorosa—. No queremos problemas.
—¡Y no los tendréis mientras hagáis lo que os hemos dicho! Ahora, venga, a salir con las manos en alto.
Hicieron exactamente lo que se les había dicho y salieron del coche estrellado con las manos en alto. Un tipo robusto y barbudo vestido con ropa de camuflaje salió de entre la vegetación empuñando una escopeta. Poco después otro hombre, delgado y calvo, avanzó hacia ellos. Les apuntaba con un fusil de caza.
El grande los miró de arriba abajo y escupió tabaco marrón sobre la tierra. El otro sonrió y Jim se percató de que tenía un hilillo de saliva corriéndole por la barbilla.
—Gracias por salvarnos —dijo Jim—. ¿Hay algo que podamos hacer para compensaros?
—Puedes compensarnos cerrando la puta boca —respondió el primer hombre. Luego se dirigió a su compañero—. ¿Qué te parece, Luke?
—El negrata es todo piel y huesos, seguro que es correoso. Pero el otro tiene buena pinta.
Martin se puso a temblar, nervioso. Jim recordó la escena de
Deliverance
en la que Ned Beatty era violado en el bosque.
—Por favor, es...
—Tú puedes quedarte al negrata —dijo Tom, ignorando a Jim—. Podemos ponernos a ello ahora mismo. Los preparamos, nos los llevamos al refugio y luego volvemos a por sus cosas.
Las tripas de Luke rugieron, satisfechas.
«Dios mío —pensó Jim—, ¡son caníbales!»
—Muy bien, chicos, daos la vuelta y poneos de rodillas.
Jim pensó en ir corriendo al todoterreno a por una de sus armas, pero en seguida descartó la idea. Estaría muerto mucho antes de llegar al vehículo.
—Mirad —tartamudeó—. Tenemos bastante comida para vosotros dos; os la daremos encantados si nos dejáis marchar. Tengo que rescatar a mi hijo.
Tom respondió cargando la escopeta.
—¿Es que no me has oído? ¡Mi hijo vive en Nueva Jersey y tengo que salvarle!
—Caballero, por mí como si su abuela vive en Tomarporculistán. No tenemos tiempo que perder, tenemos bocas que alimentar y estáis en el lugar equivocado en el momento equivocado. Eso es todo. Si os sirve de consuelo, os aseguro que no acabaréis como esas cosas que acabamos de cargarnos. Puedo dispararos en la cara o en la nuca, así que, si no quieres verla venir, ¡te aconsejo que te des la vuelta y te pongas de rodillas de una puta vez! Porque a mí me da lo mismo.
Le apuntó con la escopeta, pero Jim no se acobardó.
—¡No eres mejor que los zombis, hijo de puta!
—Pues igual. Pero no vamos a morir de hambre mientras esperamos a que el gobierno llegue y se ponga a arreglar las cosas, eso te lo aseguro. Llevan años planeando un ataque biológico como éste, pero no creo que supiesen que China tenía un gas capaz de devolver a los muertos a la vida.
Martin empezó a rezar.
—Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.
—¡Tom, cuidado!
Luke apuntó con el dedo sobre el hombro de Jim.
—Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.
—No os servirá de nada rezar. ¡Ha abandonado su trono y vuestra especie nos pertenece!
Jim se dio la vuelta, se echó al suelo y rodó, arrastrando a Martin consigo. La joven pareja del accidente, que hacía unos minutos estaba tirada sobre la carretera, se dirigía ahora hacia ellos. Sus crueles sonrisas destilaban malicia.
—Prepárate —le dijo Jim a Martin. El anciano asintió.
—Los tengo —dijo Luke. Apuntó con el fusil, empujó el cerrojo y apretó el gatillo.
No pasó nada.
Los zombis se burlaron de él y avanzaron sin dilación.
—Serás gilipollas —escupió Tom, levantando la escopeta—. Te has olvidado de recargar.
Apretó el gatillo y la escopeta retrocedió contra su hombro. La oreja y la mejilla del chico se desintegraron, dejando dientes y cartílago al descubierto. Continuó avanzando luciendo una permanente sonrisa grabada en el rostro mientras el rugido de la escopeta reverberaba por las colinas.
—¡Mierda! —gritó Tom mientras tiraba de la corredera.
—¡Oi a ataroh! —La lengua del zombi se revolvía en su arruinada boca.
—Dice que va a mataros —informó la chica.
—¡Ya! —susurró Jim. Empujó a Martin y ambos salieron disparados hasta dejar atrás a los caníbales, adentrándose en el bosque corriendo todo lo que sus doloridas piernas les permitían.
—Luke, ¿te importa disparar de una puta vez? —gritó Tom, desesperado. A su voz le siguió el trueno de su escopeta y el primero de los zombis cayó al suelo con la cabeza reventada.
Jim y Martin oyeron tras ellos un disparo del fusil de Luke mientras corrían a través de la espesura. Las espinas les rasgaban la piel y las ramas les azotaban el rostro, pero siguieron avanzando a toda velocidad. Oyeron a Tom gritándole a Luke.
—¡Serás gilipollas! ¡No le darías a una vaca en un pasillo!
A continuación resonaron otros dos disparos. Se dejaron caer por el lecho seco de un riachuelo, cojearon a través de las rocas y subieron, jadeando, al otro lado.
—¡VOLVED AQUÍ, CABRONES!
Sus perseguidores se adentraron en el bosque, revelando su posición por el ruido de las ramas rotas y sus maldiciones.
Cuando llegaron a lo alto de una colina, Martin se derrumbó, exhausto, agarrándose un costado con una mano y la espalda con la otra.
—¡Venga, Martin!
—Sigue tú —masculló—. Yo no puedo continuar.
Jim miró colina abajo. Podía oírlos, pero no verlos.
—Martin, deja que te lleve.
—No, Jim. Soy demasiado mayor para ir corriendo por el bosque jugando al escondite con Bubba y Jimbo. Los entretendré para que puedas escapar.
—¡Chorradas!
—¡No, no son chorradas! ¡Jim, piensa en Danny!
—No voy a dejarte aquí.
—Dios me protegerá.
—¡Sí, pues hasta ahora lo está haciendo de vicio, Martin!
Jim dio un rodeo, echando un vistazo a los alrededores. Cogió una rama fuerte, dura y de unos ocho centímetros de grosor y la blandió como un bate.
—Esos paletos hijos de puta nos están retrasando y están poniendo en peligro la vida de mi hijo. Cada segundo que pasamos aquí nos expone al ataque de una ardilla zombi, o un pájaro zombi, ¡o vete a saber qué coño!
Se alejó un poco.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Martin en voz baja.
—Llámalos —le dijo Jim—. Estaré cerca.
Martin cerró los ojos y se esforzó en controlar la respiración. Le dolía el pecho, tenía los miembros fríos y la espalda le estaba matando. Volvió a abrir los ojos y miró alrededor, esperando alguna señal de Jim, pero había desaparecido. Estaba solo. Solo en el bosque.
Entonces oyó unas pisadas sobre las hojas, pasos dirigiéndose hacia él.
—Dios mío —gimió—. Ayúdame, Jesús. ¡Ya no aguanto más!
Los pasos se volvieron más rápidos y los dos cazadores surgieron de entre las zarzas.
—Hola, negrata —sonrió Luke—. Parece que tu amigo ha escapado. Qué pena. Me da que comerte va a ser como roer un ala de pollo.
Tom miró a su compañero con severidad y se acercó cuidadosamente a Martin hasta quedar a tres metros del predicador.
—¿Dónde está tu amigo, viejo?
—Salió corriendo... y me abandonó.
El hombre miró a los alrededores con cautela y levantó la escopeta.
—Bueno, pues tendremos que conformarnos contigo.
Apoyó la escopeta sobre el hombro y puso el dedo sobre el gatillo.
Jim salió de detrás de un árbol blandiendo su porra improvisada, que acertó de pleno en la boca de Luke. El cazador profirió un grito ahogado, soltó el fusil y cayó de rodillas, llevándose las manos a sus machacados labios y dientes.
Gruñendo, Jim abatió el palo sobre la cabeza de Luke, abriéndole una brecha y dejándolo inconsciente.
—¡Suéltala, cabrón! —le gritó a Tom.
La escopeta vibró en las manos de Tom. Jim sintió un dolor súbito, como si docenas de abejas le hubiesen picado a la vez en el hombro, y luego pasó a no sentir nada. Le fallaron las piernas y se derrumbó, retorciéndose entre las hojas muertas.
Tom sacó el cartucho que acababa de usar de la escopeta y metió otro en su lugar.
Entrecerró los ojos y apuntó a Jim con la escopeta.
—Ahora mismo estoy contigo, moreno.
Hubo un segundo disparo y una flor carmesí brotó del pecho de Tom. Miró hacia abajo, sorprendido, sin soltar la escopeta. Se dio media vuelta y Martin pudo ver la herida de salida, del tamaño de una taza de café, en la espalda.
—Me cago en la puta... —gimió antes de desplomarse.
Martin, asombrado, vio salir a un hombre de la vegetación, seguido de un chico. Como todas las personas con las que se habían encontrado, los recién llegados iban armados con fusiles.
—Tranquilos, no vamos a haceros daño.
Extendió la mano y ayudó a Martin a levantarse.
—Gracias —tartamudeó—. Pero mi amigo...
—Será mejor que echemos un vistazo —dijo el hombre.
Jim rodaba en el suelo, apretando los puños contra su cabeza.
—¡Joder, joder, joder, joder, joder, joder! —Gritaba, apretando los dientes—. ¡Duele! ¡Duele de cojones!
Se arrodillaron a su lado. El hombro sangraba profusamente.
El hombre sacó un cuchillo de caza y Martin le sujetó la muñeca.
—No pasa nada —le tranquilizó—. Sólo quiero quitarle la camisa.
Hizo un corte a través de la tela mientras hablaba.
—Me llamo Delmas Clendenan. Y éste es mi hijo, Jason. Jason, saluda.
—Hola —dijo el chico, tímidamente—. Encantado.
—Yo soy el reverendo Thomas Martin, de White Sulphur Springs. Este hombre es Jim Thurmond, un obrero de Lewisburg.
Jim se quejó, cerrando los ojos con fuerza.
—Llevaba tiempo queriendo hacer algo con Tom y Luke. De hecho, tenía pensado hacerlo hoy mismo. Ni se me había ocurrido que además salvaría a dos personas.
—Se lo agradecemos mucho —dijo Martin—. Querían... —tragó saliva, incapaz de terminar la frase.
—Sí, lo sé. Empezaron con Ernie Whitt la semana pasada y luego fueron a por otros. Por eso quería acabar con ellos antes de que nos echasen el ojo a mi hijo y a mí.
Echó un vistazo a la herida de Jim y asintió para sí.
—Tu amigo va a ponerse bien. Parece que entró y salió, eso es todo. Créeme, me llevé peores que ésta en Vietnam. Pero va a haber que parar la hemorragia. —Se dirigió al chico—, Jason, dame tu cinturón.
El muchacho se acercó hacia ellos mientras se quitaba el cinturón. Jim abrió los ojos y se quedó mirándolo.
—¿Danny?
—Tranquilo. Quédate tumbado, Jim. Danny está bien.