Authors: Brian Keene
—¿Música country? Puag.
—¿Qué le pasa a la música country?
—Que es ruido para paletos. —Volvió a mirar a la carretera y gritó—: ¡Cuidado!
Un camión cisterna estaba de lado en mitad de la autopista, bloqueando los tres carriles. Maldiciendo, Eddie se metió en el carril de emergencia y el Nissan dio un bote al entrar en contacto con el terraplén cubierto de hierba. Las ruedas giraron, amenazando con tirarlos a ambos a la cuneta. Por suerte, mantuvieron la tracción y Eddie consiguió esquivar el camión y reincorporarse a la autopista.
—Qué poco ha faltado —murmuró. Se echó su sombrero de vaquero hacia atrás y se secó el sudor de la frente con su gruesa mano—. Lo siento.
—No pasa nada —dijo Frankie con dulzura—. ¡Y VE MÁS DESPACIO, COJONES!
—¡Veo, veo, un escarabajo rojo! —gritó John Colorines desde el asiento trasero cuando adelantaron a un Volkswagen accidentado. Después le dio una amistosa palmada a Frankie en el hombro.
—No sé por qué has tenido que traerte a ese chalado con nosotros —dijo Eddie—. Cualquiera con dos dedos de frente vería que no está bien de la cabeza.
—Se viene con nosotros porque está vivo —volvió a explicarle Frankie, con la paciencia al límite por culpa del rollizo tejano—. Y si está vivo, merece una oportunidad de seguir así. Y sólo lo conseguiremos si permanecemos juntos.
—Bueno, pero no olvides tu promesa —le advirtió Eddie—. Yo os ayudo a los dos a salir de la ciudad y a cambio paso una noche contigo. Una promesa es una promesa. —Se echó a un lado.
Una mano sudorosa soltó el volante y empezó a toquetearle el pecho. El pezón de Frankie se endureció, aunque no de excitación, sino de repulsa. Pero entonces entró en juego su experiencia: hacía falta mano izquierda, y de eso tenía de sobra. Mientras Eddie sonreía, creyendo erróneamente que sus bruscas atenciones la excitaban, Frankie estaba trabajando, haciendo lo que había hecho otras tantas veces con sus clientes: abandonar su cuerpo y dejar volar la mente hacia otro lugar. Antes del alzamiento, ese lugar era el mundo de ensueño e inconsciencia al que llevaría su próximo chute.
Ahora pensaba en su bebé.
Se preguntaba qué tipo de madre habría sido si nunca se hubiese enganchado al caballo, hubiese terminado la carrera y se hubiese casado. ¿Habría sido buena?
Le gustaba pensar que sí.
—Mira por dónde —señaló Eddie a través del parabrisas—. Hamburguesa de zarigüeya.
Una gran zarigüeya, cuyo tren inferior había sido aplastado por otro vehículo, reptaba con una lentitud atroz por la autopista. Frankie se preguntó si habría muerto antes o después de haber sido atropellada.
Eddie se dirigió hacia ella y se oyó un repugnante crujido cuando los neumáticos aplastaron su tren superior. El coche dio un pequeño bote y continuó su camino.
—¡Diez puntos! —gritó Eddie, contento, antes de volver a palparle el muslo.
—¡Gris! —Dijo John Colorines—. ¡La zarigüeya era gris!
Eddie rió.
—¡Pues ahora es roja!
John Colorines se revolvió en su asiento, mirando por la luna trasera para corroborar la afirmación de Eddie.
—Gris y negra.
Frankie cerró los ojos. Empezaba a sentir un fuerte dolor en las sienes, y el aire del coche, incluso con las ventanas bajadas, era caliente e insoportablemente húmedo. John Colorines apestaba a pies y a axila, mientras que Eddie olía a
after-shave
barato (había sacado una botellita de la guantera y se había aplicado su contenido inmediatamente después de recogerlos).
Se preguntó si la desesperación y la futilidad tendrían un olor y, de ser así, si aquel coche olería igual.
* * *
Tras el sacrificio de Troll y su huida de las alcantarillas, James fue el primer ser humano con el que se encontró Frankie. En su vida anterior había sido fotógrafo para el
Baltimore Sun
y todavía llevaba su cámara colgada del cuello.
Frankie estaba siendo perseguida por varios zombis y James los abatió uno a uno, apostado en el tejado de un piso en ruinas.
Esperaba que le pidiese sexo como pago por salvarle la vida, pero se llevó una grata sorpresa al comprobar que no quería nada parecido. En vez de eso, le propuso escapar juntos de la ciudad, dado que cuantos más fuesen, más seguros estarían. Accedió encantada y avanzaron juntos por el puerto.
Al llegar al acuario dieron con John Colorines, lo que hizo muy feliz a Frankie: conocía a aquel vagabundo antes de que los muertos empezasen a alzarse. Durante años había sido un chiste para los desharrapados de Baltimore. ¿Creías que la vida no podía ser peor que tener que chupar diez pollas cada noche para ganar el dinero suficiente para chutarte, dormir en un almacén abandonado y hacer exactamente lo mismo el día siguiente? Pues sí, podía ser peor. Podías ser John Colorines.
Se rumoreaba que en el pasado había sido actor de películas veraniegas y que solía ponerse hasta las cejas de cocaína. Cuando la adicción se cobró su inevitable precio, estaba protagonizando una representación de
Joseph and the Amazing Technicolor Dreamcoat.
Acabó en la calle, arruinado, ciego de coca y con aquella chaqueta como último vestigio de su vida anterior.
John Colorines pasaba los días mendigando limosnas ante el World Trade Center de Baltimore y gritando a los viandantes lo que parecía ser toda la gama de colores que Crayola incluía en su caja de pinturas de cera.
Frankie se llenó de esperanza al encontrar vivo a aquel nexo con el pasado.
Frankie y James se esforzaron por convencerlo de que les acompañase, pero si el inestable vagabundo llegaba a entender lo que decían, no daba ninguna señal de ello. Al final, cuando ya estaban alejándose, corrió tras ellos como un perro fiel.
Llegaron a una tienda de empeños que se había librado —milagrosamente— de ser saqueada y pasaron una hora entera armándose. Unos cuantos pasos más allá dieron con una tienda de alimentación, entraron en ella y terminaron de pertrecharse. La carne, los lácteos y los alimentos congelados apestaban a pobredumbre y putrefacción, pero la comida enlatada y los productos secos estaban en buen estado. Llenaron sus mochilas tras desechar cualquier lata sin etiquetar o que estuviese rota o en mal estado.
Después salieron lentamente de la ciudad, atravesando con precaución los complejos industriales de las afueras, hasta llegar a la interestatal 83.
Y allí fue donde perdieron a James.
Insistiendo en encontrar un coche, James convenció a Frankie de que deberían buscar uno en un aparcamiento cercano. Se adentraron en el oscuro edificio de seis plantas y un zombi escondido tras una torre de alta tensión en la segunda planta le atacó con un hacha, arrancándole su todavía palpitante corazón antes de que tuviese tiempo de quitarle el seguro a la pistola.
Frankie disparó al zombi y después de cerrarle los ojos a James con las yemas de los dedos le disparó a él también en la cabeza. Se quedó con sus armas y con toda la comida que le cabía en la mochila y después pasó diez minutos buscando a John Colorines hasta dar con él en la parte trasera de una camioneta azul oscuro.
—Azul —repetía sin parar antes de atreverse a continuar—. Esta camioneta es azul.
Por lo que parecía, el zombi del garaje tenía amigos. Atraídos por los disparos, hordas de zombis humanos, perros, ratas y otras criaturas surgieron de las fábricas y los almacenes abandonados. Otros muchos emergieron de los árboles que custodiaban el paso elevado. Frankie disparó contra todos los que pudo mientras John Colorines gritaba sin parar los colores de los distintos pedazos que caían a su alrededor. Entonces, con un chirrido, apareció un Nissan negro que se detuvo justo a su lado.
—¿Os llevo? —dijo un hombre desde la ventanilla a medio bajar.
Frankie realizó otro disparo, que acabó con un zombi anciano cuya brillante dentadura postiza contrastaba con su retorcida boca, y echó un vistazo al coche.
El conductor era un hombre grande: tenía el pecho macizo y en el bíceps izquierdo de sus musculados brazos se leía «feo amante». Llevaba un sombrero negro de vaquero y gafas de sol bajo las cuales se extendía un espeso bigote como una peluda oruga.
—Sí, nos vendría bien un poco de ayuda —respondió con calma mientras apuntaba a otra criatura.
—Te costará una mamada —le dijo el conductor como si fuese la cosa más normal—, y tienes que dejar que te folle.
Por su acento, era sureño.
—No hay trato —respondió, mientras vaciaba el cargador sobre una fila de zombis que se dirigía hacia ella. John Colorines no paraba de arañar la puerta del Nissan, aterrado.
—Como quieras, morena.
El vaquero subió la ventanilla y el coche empezó a moverse lentamente.
—¡Espera! —gritó Frankie, odiándose por ello.
El coche se detuvo y la ventanilla volvió a descender.
—¿Sí?
—¿Una mamada y en paz?
—No hay trato.
El cargador de Frankie estaba vacío y los zombis comenzaban a formar un semicírculo en torno a ella.
—Está bien, más tarde echamos un polvo —dijo mientras se dirigía hacia el coche.
—¿Prometido? —preguntó.
Tiró de la manilla de la puerta, pero estaba bloqueada.
—¡Sí! —gritó. Podía olerlos tras ella, oía sus voces rasposas maldiciendo y amenazándola con todo lo que le iban a hacer—. ¡Te lo prometo! ¡Y ahora abre la puta puerta!
Oyó el ruido del cierre desbloqueándose y John Colorines y ella saltaron al interior del coche. Frankie cerró la puerta de golpe y volvió a echar el cierre.
El vaquero pisó a fondo y el coche se alejó con un chillido mientras los zombis golpeaban los cristales.
Y así conoció a Eddie.
* * *
A medida que dejaban la ciudad atrás y se adentraban en las afueras de Maryland, el número de coches accidentados disminuía. Eddie conducía sujetando el volante con una mano y disparando a los zombis que iban apareciendo con la otra.
Pasaron delante de un centro comercial y un motero muerto, subido a una enorme moto de tierra, apareció rugiendo por la vía de acceso al carril. Eddie dejó que se colocase a su lado y luego lo embistió. Hubo un horrible crujido de metal contra metal y el zombi y su moto acabaron tirados en mitad de la carretera.
La risa de Eddie le ponía de los nervios.
—Gilipollas —murmuró Frankie entre dientes.
—¿Qué dices, zorra? —Le pellizcó con fuerza el pezón y Frankie hundió sus melladas uñas en el asiento para no darle la satisfacción de oírla gritar.
—Tendrías que dejar de hacer chorradas —le dijo—. Podríamos haber tenido un accidente.
—Hablas un huevo, morena. Empiezo a pensar que eres una desagradecida.
Frankie se retractó en un instante. Lo último que quería era que el tejano la dejase en tierra, con tantos muertos vivientes rondando por la zona.
—Lo siento —le dijo dulcemente mientras le masajeaba el paquete sobre sus vaqueros sucios. Toqueteó juguetona el creciente bulto, se lamió el dedo índice y lo deslizó por el tatuaje de su brazo—. ¿De dónde viene lo de «feo amante»?
—Es un mote. Me lo puso mi ex mujer.
Frankie sintió que le estaba entrando un ataque de risa y que era demasiado tarde para contenerlo. Se reclinó en su asiento ahogando la risa en el estómago.
La cara de Eddie se puso roja, luego granate y, por último, morada. Se podía leer la rabia en sus ojos. Pisó el freno a fondo y el coche se detuvo con un chirrido. Frankie tuvo que estirar el brazo para no golpearse contra el salpicadero y John Colorines chocó contra la parte de atrás del asiento de Eddie.
En un solo movimiento, Eddie la agarró por la garganta y le puso una pistola bajo la nariz.
—Ya me he cansado de esa boca, zorra, así que vas a ponerla a trabajar. Empieza a chupar.
—Que te follen, gilipollas pichacorta.
Eddie se puso pálido de ira. Su boca formó una fina y cruel línea.
—¿Qué has dicho?
—Ya me has oído, pichacorta. Vete a follarte a un zombi, porque, si no, lo llevas crudo para echar un polvo. Tú a mí no me tocas.
—¡Has firmado tu sentencia de muerte, puta!
En el asiento trasero, John Colorines empezó a lloriquear.
—Rojo. En este coche hay demasiado rojo. Rojo.
Eddie apretó el gatillo.
—No te quedan balas, gilipollas —le dijo Frankie mientras él abría los ojos de pasmo—. Las he contado.
Sacó la pistola de debajo del asiento y le voló los sesos a través de su sombrero de vaquero.
John Colorines rió nerviosamente.
—¿Qué, te ha gustado?
—Rojo —le dijo—. Rojo, rosa y gris.
—¿Sabes? Podrías haberme echado una mano.
Asomó la cabeza por la ventanilla para asegurarse de que no había zombis cerca. No vio a ninguno, pero sabía que llegarían en cuestión de minutos, alertados por el disparo. Rápidamente, agarró el cadáver todavía tembloroso de Eddie, abrió la puerta del coche y lo tiró a la carretera, gruñendo del esfuerzo. Limpió la sangre y los pedazos de cráneo de la tapicería con unos pañuelos que encontró en la guantera y se sentó tras el volante. Puso el coche en marcha y se alejaron a toda prisa mientras los primeros no muertos en llegar a la autopista se dirigían hacia ellos.
Ajustó el retrovisor justo a tiempo para ver cómo se abalanzaban sobre los restos de Eddie.
—Es una pena que no lo hayan pillado vivo, ¿eh, John?
—Una pena —respondió John Colorines. Después apuntó emocionado a un Volkswagen verde volcado sobre uno de sus lados y le dio un golpe amistoso en el hombro.
—¡Veo, veo, un escarabajo verde!
Frankie rió y se percató de que estaba temblando.
«Acabo de matar a un hombre —pensó—. Bien. Es un buen comienzo.»
Pasaron al lado de un cartel que decía «PENSILVANIA, cincuenta km».
—Es un buen comienzo —se repitió en voz alta.
* * *
—Menuda mierda de pueblo —gruñó Miccelli—. Aquí no hay nada más que ese depósito de agua, casas y una gasolinera. ¡Y todo construido en la puta colina!
—Por eso nos ha ordenado el coronel que lo exploremos, genio —le espetó Kramer—. Fácil de limpiar y aún más fácil de vigilar y controlar. Bienvenido a tu nueva casa.
—No nos adelantemos —les advirtió Miller—. Decidle a Partridge que pare.
Skip transmitió la orden por radio a Partridge, que conducía una furgoneta blanca tras ellos. Se detuvieron al llegar a la cima de la colina. El pueblo se extendía ante ellos por todo el valle y Skip se percató de que Miccelli tenía razón: un conductor que viajase por la autopista cercana ni siquiera llegaría a verlo. Había dos carreteras, que se cruzaban en la plaza: la que estaban recorriendo y otra que atravesaba el pueblo de norte a sur. Se veían unas cuantas casas, una gasolinera y un mercado, una iglesia con un cementerio en la parte de atrás y un depósito de agua. Las afueras estaban compuestas casi exclusivamente por maizales. Al norte, más allá de los cultivos, la interestatal atravesaba el campo.