El Amante (11 page)

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Authors: Marguerite Duras

Tags: #Drama, Clasico

BOOK: El Amante
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El mar de China, el mar Rojo, el océano Indico, el canal de Suez, despertar por la mañana, y ya estaba, se sabía por la desaparición de trepidaciones, se avanzaba por las arenas. Pero, ante todo, ese océano. Era el más lejano, el más vasto, tocaba el polo Sur, el más largo entre las escalas, entre Ceilán y Somalia. A veces estaba tan calmo y el tiempo tan puro que, al atravesarlo, se trataba como de otro viaje distinto de aquél mar a través. Entonces el barco entero se abría, los salones, las crujías, los ojos de buey. Los pasajeros huían de sus tórridos camarotes e incluso dormían en el puente.

En el curso de un viaje, durante la travesía de ese océano, avanzada la noche, alguien moría. Ella ya no sabe exactamente si fue en el curso de ese viaje o de otro viaje cuando sucedió. Había gente jugando a cartas en el bar de Primera, entre esos jugadores había un hombre joven y, en un momento dado, ese hombre joven, sin una palabra, dejó sus cartas, salió del bar, atravesó corriendo el puente y se arrojó al mar. El tiempo de detener el barco que iba a toda velocidad y el cuerpo ya se había perdido.

No, al escribirlo, no ve el barco sino otro lugar, donde ha oído contar la historia. Fue en Sadec. El hijo del administrador de Sadec. Lo conocía. También iba al instituto de Saigón. Lo recuerda, muy alto, el rostro muy dulce, moreno, las gafas de concha. En el camarote no encontraron nada, ninguna carta. La edad permaneció en la memoria, terrorífica, la misma, diecisiete años. Al alba, el barco reemprendió la marcha. Lo más terrible fue eso. La salida del sol, el mar vacío, y la decisión de abandonar la búsqueda. La separación.

Y otra vez, en el curso de ese mismo viaje, durante la travesía de ese mismo océano, también ya estrenada la noche, en el gran salón del puente principal se produjo el estallido de un vals de Chopin que conocía de un modo secreto e íntimo porque había intentado aprenderlo durante meses y nunca había logrado interpretar correctamente, nunca, lo cual fue motivo de que, enseguida, su madre consintiera en permitirle abandonar el piano. Esa noche, perdida entre noches y noches, de eso estaba segura, la chiquilla la pasó en ese barco y estuvo allí cuando se produjo el estallido de la música de Chopin bajo el cielo iluminado de brillanteces. No había un soplo de viento y en el paquebote negro, la música se propaló por todas partes, como una exhortación del cielo de la que no se supiera de qué trataba, como una orden de Dios de la que se ignoraba el contenido. Y la joven se levantó como para ir a su vez a matarse, a arrojarse a su vez al mar y después lloró porque pensó en el hombre de Cholen y no estaba segura, de repente, de no haberle amado con un amor que le hubiera pasado inadvertido por haberse perdido en la historia como el agua en la arena y que lo reconocía sólo ahora en este instante de la música lanzada a través del mar.

Como más tarde la eternidad del hermano pequeño a través de la muerte.

A su alrededor la gente dormía, envuelta en la música pero sin despertarse por su causa, tranquila. La muchacha pensaba que acababa de ver la noche más calma que nunca más volvería a darse en el océano Indico. Cree que fue también en el transcurso de esa noche cuando vio llegar hasta el puente a su hermano menor con una mujer. El se había acodado en la borda, ella le había abrazado y los dos se habían besado. La muchacha se había escondido para ver mejor. Había reconocido a la mujer. Con el hermano menor ya no se dejaban nunca. Era una mujer casada. Se trataba de una pareja muerta. El marido parecía no darse cuenta de nada. Durante los últimos días del viaje el hermano menor y la mujer permanecían toda la jornada en el camarote, sólo salían por la noche. Durante esas mismas jornadas hubiérase dicho que el hermano menor miraba a su madre y a su hermana sin reconocerlas. La madre se había vuelto arisca, silenciosa, celosa. La pequeña lloraba. Se sentía feliz, creía, y al mismo tiempo tenía miedo de lo que, más tarde, le sucedería al hermano menor. Creyó que las dejaría, que se marcharía con esa mujer, pero no, al llegar a Francia se les unió de nuevo.

No sabe cuánto tiempo después de la partida de la niña blanca ejecutó él la orden del padre, cuándo llevó a cabo esa boda que le ordenó hacer con la joven designada por las familias desde hacía diez años, cubierta también de oro, de diamantes, de jade. Una china también originaria del Norte, de la ciudad de Fu-Chuen, llegada en compañía de la familia.

Debió pasar mucho tiempo sin poder estar con ella, sin llegar a darle el heredero de las fortunas. El recuerdo de la pequeña blanca debía de estar allí, tendido, el cuerpo, allí, atravesado en la cama. Durante mucho tiempo debió de ser la soberana de su deseo, la referencia personal a la emoción, a la inmensidad de la ternura, a la sombría y terrible profundidad carnal. Después llegó el día en que eso debió resultar factible. Precisamente aquél en que el deseo de la niña blanca debía de ser tal, insostenible hasta tal extremo que hubiera podido encontrar de nuevo su imagen total como en una fiebre intensa y poderosa, y penetrar a la otra mujer de ese deseo de la pequeña, la niña blanca. A través de la mentira debió encontrarse en el interior de esa mujer y, a través de la mentira, hacer lo que las familias, el Cielo, los antepasados del Norte esperaban de él, a saber, el heredero del apellido.

Quizá conocía la existencia de la muchachita blanca. Tenía sirvientas nativas de Sadec que conocían la historia y que debieron hablar. No debía de ignorar su pena. Deberían ser de la misma edad, dieciséis años. ¿Vio llorar a su esposo aquella noche? Y, al verlo, ¿lo consoló? Una joven de dieciséis años, una novia china de los años treinta, ¿podía, sin resultar inconveniente, consolar esa clase de pena adúltera de la que se resarcía? Quién sabe. Quizá se equivocara, quizá lloró con él, sin una palabra, durante el resto de la noche. Y después el amor llegó enseguida, después de los llantos.

Ella, la muchachita blanca, la pequeña, nunca se enteró de esos acontecimientos.

Años después de la guerra, después de las bodas, de los hijos, de los divorcios, de los libros, llegó a París con su mujer. El le telefoneó. Soy yo. Ella le reconoció por la voz. El dijo: sólo quería oír tu voz. Ella dijo: soy yo, buenos días. Estaba intimidado, tenía miedo, como antes. Su voz, de repente, temblaba. Y con el temblor, de repente, ella reconoció el acento de China. Sabía que había empezado a escribir libros. Lo supo por la madre a quien volvió a ver en Saigón. Y también por el hermano menor, que había estado triste por ella. Y después ya no supo qué decirle. Y después se lo dijo. Le dijo que era como antes, que todavía la amaba, que nunca podría dejar de amarla, que la amaría hasta la muerte.

Neauphle-le-Château, París,

Febrero-Mayo de 1984

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