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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Policíaco

El ángel rojo (3 page)

BOOK: El ángel rojo
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»Cuero cabelludo: se le ha practicado una incisión siguiendo una línea que va de una región retroauricular a la otra pasando por el vértex, estirado en ambos lados hacia delante y hacia atrás. Bóveda craneal serrada según una línea circular que une frente, sienes y occipucio, con desprendimiento de las dos partes del encéfalo. Examen completado por el desprendimiento de la duramáter: vista directa del hueso, búsqueda de fracturas, disyunciones o, más difíciles de detectar, rastros de fisuras…»

El hombre tiene ganas de estrechar entre sus brazos el ser de carne tumbado sobre el metal inoxidable, cerrarle lentamente los párpados, pasar una mano apaciguadora sobre los labios para hacerle sonreír una última vez. El creyente sueña con cubrirlo con una tela adamascada, y luego murmurarle al oído palabras dulces antes de llevárselo lejos, a algún lugar a la sombra de un bosque de arces y robles.

«… Larga incisión mediana que parte de la punta de la barbilla hasta el pubis. Piel y músculos abiertos a cada lado del tórax y el abdomen, clavículas y costillas cortadas con un costótomo. Músculos de la piel: disecados plano por plano… Lengua estirada con cautela hacia abajo. Esófago, tráquea y elementos vasculares seccionados…»

El policía se coloca anteojeras, intenta pasar por alto las balanzas para pesar órganos de formas aceradas, los mármoles esmeralda apisonados sobre el abdomen del cadáver, la carnicería llevada a cabo por el forense sobre lo que fue vida. Mediante la magia de los antisépticos, tras la capa del látex o el papel de la mascarilla, suaviza la verdad, volviéndola más tolerable. Luego oye a la muerte hablándole, toma notas, plantea las preguntas técnicas que harán avanzar la investigación. El cuerpo se convierte en un objeto de estudio, un volcán apagado, una superficie ondulada que disimula en cada uno de sus pliegues la historia espeluznante de sus últimos minutos. Las heridas susurran, las magulladuras, las equimosis forman reflejos extraños, como si, al observar con atención, se adivinase en ellas los ojos negros del asesino o el destello de su cuchillo cortante.

«… Se pesan todos los órganos antes de diseccionarlos. Se toman muestras de sangre destinadas a las investigaciones toxicológicas: según el reglamento, en los grandes vasos de la base del corazón…»

Pero entonces, el hombre y el poli piensan en Suzanne y, como una imagen subliminal colocada ante sus ojos, la descubren de repente ahí, desnuda y blanca como el hueso, tumbada en el lugar de esa chica desahuciada. Quizá, no muy lejos o en la otra punta del país, en un precipicio o bajo el agua cristalina de un río, su cuerpo espera que lo liberen de los sufrimientos, que una mano bondadosa le devuelva la dignidad acostándolo con delicadeza en un lugar de reposo y serenidad.

El poli y el hombre intentan recordar el calor intenso de su cuerpo, su perfume y sus besos infinitamente frescos, pero unos barrotes a modo de filtro inhiben lo mejor para dejar pasar lo peor. Aquí, el aire apesta a carroña consumida, la densa atmósfera impediría que una mariposa echase a volar. Aquí, el mal llama al mal, la crueldad engendra la bestialidad, la ciencia se mofa de la fe y de aquello que hace que el hombre sea ante todo un hombre. Aquí, a través de esas agujas de luz artificial, todo es negro como el fondo de un féretro.

«… Tercer tiempo. Apertura del estómago a lo largo de la gran curva para examen y conservación de su contenido. Se extrae el hígado, el bazo, el páncreas, los intestinos y los riñones.

«Inspección de los órganos genitales internos de la mujer. Tras la evisceración, examen del conjunto del esqueleto en busca de cualquier lesión ósea.»

Bien pensado, cuando me sorprendía esperando que el cadáver pusiera punto final a mis propios tormentos mediante sus revelaciones, no valía mucho más que el peor de los criminales.

Los hombres se formulaban muchas preguntas acerca de la vida privada de Stanislas Van de Veld, uno de los forenses -el mejor- del Instituto Médico-Legal de París. Algunos suponían que fantaseaba con los cadáveres que desfilaban por su mesa de disección, que sentía la atracción del necrófilo por lo mórbido y las carnes putrefactas, mientras que otros, al verlo encerrado en su panteón de cerámica noche y día, lo consideraban un animal de las tinieblas, una bestia replegada en las profundidades lúgubres de la ciencia llevada al extremo.

A pesar de las malas lenguas, yo lo veía, con aquellos ojos como canicas color negro de jade plantadas en el rostro marcado profundamente y una barba de chivo de ángulos perfectos, como a un profesional en busca de la verdad, un inquisidor de los tiempos modernos que despojaba las apariencias para extraer de ellas la médula escondida. Un científico con las mismas motivaciones que yo.

El teniente Sibersky se situó a mi lado, la base de la nariz blanca de antiséptico, la preocupación ramificada en su rostro hasta en sus más insignificantes arrugas. La desnudez que brotaba del cadáver, las aguas residuales que caían a lo largo de la mesa hasta la bandeja inferior de evacuación, lo cubrían con una pelliza de espanto.

Otro médico, encorvado al fondo de la sala, murmuraba en un dictáfono con la mejilla aplastada contra una mano. Nos saludó con un gesto que traslucía un cansancio profundo.

Cerca de una balanza para pesar órganos deposité un paquete de semillas de sésamo.

–Son para usted. Ya se las comerá más tarde…

Van de Veld me dedicó una sonrisa de forense, casi glacial.

–Gracias. Señores, tengo muchísimas cosas buenas que anunciarles. Este cadáver es una mina de oro.

La comparación me pareció fuera de lugar. Un poco como un tío que llega a un entierro con un traje de colores vivos y suelta algo del tipo: «Mira que le había dicho que no cogiese el coche esa noche».

–Somos todo oídos, doctor -dije en tono monocorde-. Explíquenos lo esencial, intente no extenderse.

–Estupendo. Vamos allá -replicó Van de Veld moviendo la cabeza-. El proceso de rigidez cadavérica no se ha podido desarrollar con normalidad, ya que las cuerdas que trababan a la víctima mantenían el cuerpo en una posición forzada. Por eso me resulta difícil precisar la hora de la muerte, pero vistas las livideces cadavéricas y la temperatura rectal profunda recogida en la escena del crimen, diría que fue entre la una y las tres de la madrugada.

Rodeó la mesa aspiradora como un campeón de billar que reflexiona sobre la posición de sus bolas.

Yo entorné los ojos y vi esquirlas hasta en el reflector dicroico de la lámpara del techo. Sobre unas tablas, enfrente, tijeras, pinzas cortantes, martillo, hacha, escoplos de Mac Even y escalpelos reflejaban rayos de luz metálica de un azul extraño. Apretaba los puños a escondidas, mientras el forense proseguía, estricto en sus aseveraciones, riguroso como los cantos de una pirámide.

–El golpe en la cabeza, asestado con un objeto de superficie amplia, no provocó la muerte. En la escena del crimen, la sangre de la carótida y la arteria vertebral salpicó incluso las paredes. Por lo tanto, se decapitó a la víctima cuando el corazón seguía latiendo.

Oí a Sibersky tragar saliva:

–¿Y cómo lo hicieron?

–A eso voy. Los ínfimos fragmentos de metal detectados al nivel del hioides, así como su corte regular, no dejan duda alguna en cuanto al instrumento utilizado: una sierra de huesos o una sierra de Saterlee, exactamente del mismo tipo que las que se usan para las autopsias.

Se alejó de la mesa el tiempo justo para triturar las láminas de corazón en el recipiente de acero. Al pasar, se tragó un puñado de semillas de sésamo. Sibersky ya no levantaba la nariz de sus apuntes, tratando de huir de sus fantasmas. Pero yo estaba convencido de que el cuerpo mutilado se le aparecía ante los ojos y se pegaba de manera indeleble en su retina, hiciese lo que hiciese.

–¿Y cómo consigue uno este tipo de material? – pregunté al forense señalando la sierra.

Algunas semillas se le metieron entre los dientes y en la base de las encías. Hizo salir una buena parte chascando la lengua.

–A través de empresas especializadas, como Hygéco. Se puede comprar el material directamente en ellas, o hacer un pedido por teléfono e incluso por internet.

El médico esperó a que el teniente acabase de escribir esa frase. Aproveché para deslizar una pregunta:

–¿Hace falta tener práctica para utilizar esas sierras?

–No necesariamente. Sólo hace falta hallarse bien protegido, porque la sangre salpica si se mete tajada a alguien vivo, sobre todo en las arterias anchas como ríos…

El bolígrafo de Sibersky ya no seguía el ritmo.

–¡No le espere! ¡Continúe, doctor! – exclamé en tono tajante.

Cuando Van de Veld se inclinó encima del cuerpo, su sombra se desplegó como la mano de un espectro sobre las baldosas del suelo.

–Las glándulas salivales presentaban una importante atrofia, lo que significa que la víctima salivó de forma anormal durante varias horas. He recogido rastros de polímeros de coloración roja sobre los incisivos y había saliva en el suelo y en la barbilla, hasta el cuello. Seguramente le metió algo en la boca, un objeto de plástico, para obligarla a conservar la boca abierta e impedirle al mismo tiempo mover la lengua y, por lo tanto, deglutir con normalidad.

–¿Una mordaza?

–Sí, pero una mordaza peculiar. Los trapos, el esparadrapo no hacen salivar. Es una pista que deberán seguir… -Cuando pronunció la palabra «pista», una semilla de sésamo salió despedida por los aires y alcanzó la mano de Sibersky, que ni se inmutó. Van de Veld continuó-: He observado diferentes signos de reacción vital alrededor de las cuarenta y ocho heridas. Por las decoloraciones, infecciones y cicatrizaciones en grados más o menos avanzados, podemos deducir que se efectuaron en momentos bien diferenciados.

Apoyé una mano encima de la mesa de disección y la retiré inmediatamente, como si la escarcha del metal me hubiese quemado.

–¿Durante cuánto tiempo?

–Varias horas entre las primeras y las últimas. Empezó por la parte inferior del cuerpo y luego subió hasta el rostro. Una aventura larga y dolorosa… Al margen de eso, ningún signo de penetración, ninguna mutilación de los órganos genitales.

–¿Así que no ha habido ningún intercambio sexual? ¿Ni siquiera con preservativo?

–De ningún tipo. El lubricante deja rastros. No he observado nada, ni en la boca, ni en la vagina ni en el ano.

Sibersky alzó la vista por encima de su libreta: tenía la boca abierta, echaba espumarajos de desamparo y pestañeaba. Cuando apretó los dientes, me di cuenta de que reprimía un vómito.

–Pasemos a los ojos -prosiguió el médico.

La cabeza descansaba con la cara vuelta hacia el techo, a unos treinta centímetros del cuerpo. Por el orificio abierto del cuello se desparramaban los tendones y ligamentos, tironeados hasta romperse o agrupados en finas serpentinas en espiral, como minúsculos resortes. En el hueco de esa red violácea apuntaba, entre dos paredes de carne, el obelisco blanco de la médula espinal.

–Introdujo una cuchilla detrás de los párpados para cortar el nervio óptico. Extrajo los globos oculares de las órbitas y luego volvió a colocarlos para dirigir las pupilas, y por lo tanto la mirada, hacia arriba.

–¿Por qué no se limitó a presionar sobre el ojo para orientar las pupilas en la dirección que deseaba? ¿Por qué extrajo el globo ocular, para volver a colocarlo después? – susurró Sibersky con voz rota.

El forense se quitó un guante de nitrilo amarillo, se introdujo una uña entre los dientes y con un soplido seco propulsó una corteza de sésamo sobre el suelo antes de anunciar:

–Al separar el ojo de esos músculos, se liberan los movimientos.

–Muy interesante -repliqué deslizando una mano bajo la barbilla-. Supongo que lo mismo ocurre con los trozos de madera en la boca. ¿Es el único modo de mantenerla abierta?

–Así es.

–Quería seguir dominando el rostro -dije, volviéndome hacia Sibersky-, incluso tras la muerte. Dedica una atención muy peculiar a la puesta en escena. Y es evidente que esos ojos orientados, esa boca al clamar revisten para él un sentido especial… -El lápiz del teniente rechinaba de forma enfermiza en la calma polar de la sala. Noté que mi Vesubio íntimo entraba en erupción-: ¡Deja de una vez de tomar notas! ¡El doctor te dará mañana mismo un informe tan grueso como un anuario! Así que tranqui, ¿vale?

Aquella dura jornada me había afectado hasta el punto de volverme extremadamente irritable. Por la mañana había estado en Lille con la familia de Suzanne y, ahora, pasada la medianoche, se ofrecía a mi mirada una forma hueca, espantosa, acurrucada, abierta y despedazada por todas partes, ya presa de los ejércitos de la sombra.

–¡Ah, claro! – exclamó el forense-. Usted quería lo esencial de inmediato, quizá debería haber empezado por ahí. He recuperado una moneda bajo la lengua: una moneda antigua de cinco céntimos. ¿Conoce el significado de este símbolo, comisario?

–La moneda permite acceder al paraíso o al infierno -intervino Sibersky-. Desde el punto de vista mitológico, el difunto ofrece la moneda a Caronte, el porteador del río de los Infiernos, para poder cruzar la Estigia. Sin moneda, el muerto está condenado a errar eternamente en el Tártaro, bajo tierra.

Dead Alive -el muerto viviente, como apodaban los chicos al forense- pareció impresionado por la respuesta deflagrante del teniente.

–Sí, y no deja de ser extraño -añadió-. El asesino tortura a su víctima de la manera más cruel posible, ¿y se acuerda de expurgarla del dolor en el más allá?

El médico que había permanecido apartado en el fondo de la sala se unió a nosotros, con las manos metidas en los bolsillos de la bata. Parecía un espantapájaros asustado de su propio reflejo.

–La moneda en la boca podría muy bien representar un tipo de firma… Una distinción particular que le permitiría destacar -contesté con un amplio ademán.

–También podría representar un símbolo oculto, o uno de los elementos esenciales de su macabra puesta en escena, un elemento sin el que le pareciera todo inacabado. Podemos dar a ello multitud de explicaciones. Sólo falta encontrar la buena.

Los indicios recogidos por el forense penetraban en mí como la cocaína que aspira el toxicómano. Sentía una exaltación peculiar al escucharle revelar detalles que ansiaba como golosinas o recompensas.

En ese momento, la vergüenza me levantó del suelo, se apoderó de mí, me arrastró encima del cuerpo y me apretó la mandíbula hasta hundir en ella sus dedos terrosos, para inmovilizarme la cara a dos centímetros de la del cadáver…

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