El árbol de vida (10 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El árbol de vida
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—A las minas de turquesa de la diosa Hator.

—¿Por qué?

—Orden superior.

—Pero si nos hemos portado bien, no hemos recibido advertencia alguna, no…

—Las minas de turquesa necesitan personal urgentemente. Sed disciplinados y trabajad duro, de lo contrario os devolveremos aquí. Y, en ese caso, seré inflexible con vosotros.

18

Todas las vías de acceso terrestre a Abydos estaban custodiadas por soldados que no dejaban pasar a nadie. Para entrar en el territorio sagrado de Osiris sólo quedaba el embarcadero, muy bien vigilado. Y allí atracó una flotilla guiada por el navío del faraón.

Ante su mirada, los marineros descargaron bloques de piedra, bases de columnas y losas de pavimento. Luego desembarcó el equipo de artesanos de la provincia de la Cobra, con un maestro de obras, escultores y carpinteros. Todos habían prestado juramento de guardar silencio sobre su trabajo. Sabían que no volverían a ver a sus seres queridos antes de haberlo terminado.

El superior de los sacerdotes de Abydos se inclinó ante el monarca.

—¿Y la acacia?

—Su estado es estacionario, majestad.

—He venido a crear un templo, una morada de eternidad y una ciudad —anunció Sesostris—. Al sur del paraje se construirá la ciudad de Uah-sut, «La que soporta emplazamientos». Cada día será aprovisionada de carne, pescado y legumbres. Carniceros y cocineros vivirán allí, y los sacerdotes y artesanos no carecerán de nada.

—¿Cómo imagináis nuestro papel, majestad?

—De acuerdo con mi último decreto, ningún ritualista de Abydos podrá ser transferido a otro lugar. Ninguno de ellos será sometido al trabajo agrícola, ninguna institución tendrá derecho a tomar una sola pulgada del territorio de Osiris. Se admitirán dos clases de sacerdotes: los permanentes y los temporales. Cuando un equipo de temporales se retire para dar paso a otro, tendrá que haber cumplido a la perfección su tarea, so pena de sanción. Los permanentes serán «El calvo», responsable de los ritos de la Casa de Vida; «El Servidor del
ka
», que venerará y mantendrá la energía espiritual; «El que derrama la libación en las mesas de ofrenda»; «El que vela por la integridad del gran cuerpo de Osiris»; «Aquel cuya acción es secreta y ve los secretos»; «Los siete músicos que hechizan el alma divina», y, por fin, «El que lleva el planeta de oro sobre el que se han inscrito las fórmulas del conocimiento». A ti lo confío.

El rey entregó el valioso objeto al anciano.

—Me mostraré digno de vuestra confianza, majestad. ¿Cuándo nombraréis a los titulares de las demás funciones?

—Elige a los ritualistas más competentes. Pero antes de seguir adelante debo saber si el genio del lugar nos es favorable.

Sesostris se marchó solo al desierto.

A pesar de sus repetidas advertencias, Sobek el Protector tenía prohibido seguirlo.

Desde el alba de los tiempos velaba sobre Abydos una misteriosa divinidad, «El que está a la cabeza de los seres de Occidente»
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. Tras haber pasado al otro lado de las tinieblas recorría, sin embargo, el dominio de los vivos cuando las puertas de lo invisible se abrían.

Sin su aprobación, la empresa del faraón estaba condenada al fracaso.

Se quedó inmóvil en el lugar preciso donde se edificaría el santuario de su templo. Allí, la tierra estaba, de un modo especial, en consonancia con el cielo.

La naturaleza entera guardó silencio.

Ni un canto de pájaro, ni un susurro de viento.

De pronto, brotando del más allá, apareció.

Un chacal negro, de altas patas, de cola inmensa y grandes orejas muy erguidas.

Desconfiado, se mantuvo a buena distancia del intruso. Al momento, Sesostris percibió sus exigencias. La encarnación del Primero de los Occidentales le ordenaba desvelar sus intenciones.

—Debo interrumpir la degeneración de la acacia —declaró el soberano—. Para lograrlo, edificaré un templo donde cada día, se celebrará un ritual que mantendrá la vitalidad de este lugar. Pero sería ineficaz sin la presencia de una morada de eternidad donde se llevarán a cabo los misterios de la muerte y la resurrección. Los artesanos harán nacer esos edificios no por mi propia gloria, sino para que Osiris siga siendo la piedra angular de la civilización egipcia. Lee los planos de la obra en mi corazón y márcalos con el sello de tu poder. Sin él no tendrán existencia.

El chacal se sentó sobre sus cuartos traseros, levantó la cabeza hacia el sol y cantó una melopea tan intensa y profunda que hizo vibrar el alma de todos los seres que vivían en la Gran Tierra de Abydos.

El Anunciador y su séquito acababan de cruzar una nueva meseta calcárea que sucedía a una serie de colinas pedregosas entrecortadas por picos. Aquí y allá aparecían islotes de inesperado verdor donde descansaban unas horas antes de seguir por el desierto.

Subyugados por su jefe, que ignoraba el cansancio y la duda, los hombres lograban poner aún un pie delante del otro. Ni siquiera se preguntaban ya cuánto tiempo sobrevivirían en aquel horno.

—No los encontraremos —afirmó Shab
el Retorcido
—. Será mejor renunciar, señor.

—¿Te he decepcionado ya?

—Nunca, pero ¿cómo creer en esta leyenda?

—¿Has visto alguna vez cadáveres destrozados por los monstruos del desierto?

—No.

—Yo sí. Y aquel día comprendí que esas criaturas poseían la fuerza que necesitamos. Con ella seremos invencibles.

—¿No sería preferible una buena milicia bien entrenada?

—Aunque cualquier ejército pueda ser vencido, el que yo voy a reunir será distinto.

—Con todo el respeto, de momento es sólo un atajo de piojosos.

—¿Crees, acaso, que unos simples piojosos estarían vivos aún si no hubieran escuchado mis palabras?

—Hay que admitir que… ¡es increíble que aguanten aún de pie!

Sólo eran unos veinte, pero habían aceptado seguir al Anunciador cuando les prometió la fortuna al cabo de duros combates. Delincuentes y fugitivos se alegraban de escapar así al castigo.

Cada vez que uno de ellos se disponía a renunciar o rebelarse, el Anunciador se acercaba a él y le reconfortaba con la mirada. Algunas palabras pronunciadas en un tono monótono y hechizador ponían de nuevo al extraviado en el buen camino. Un camino que, sin embargo, llevaba a las profundidades de un desierto sin fin.

Al caer la tarde, el que caminaba en cabeza creyó divisar al
sedja
, un monstruo con cabeza de serpiente y cuerpo de león.

—¡Muchachos, tengo una alucinación! Y si no lo es vais a ver lo que hago yo con ese horror.

Corrió hacia el animal para destrozarle la cabeza de un garrotazo. Sin embargo, el cuello de la serpiente lo esquivó y las garras del león se clavaron en el pecho del agresor.

—De modo que existe realmente —murmuró Shab, aterrorizado.

Aparecieron el
seref
, con cabeza de halcón y cuerpo de león, y el
abu
, un enorme carnero con un cuerno de rinoceronte en el hocico.

Dos miembros de la expedición intentaron huir, pero los dos monstruos los alcanzaron y acabaron con ellos.

En un fulgor rosado que inflamó el desierto se manifestó el
sha
, el animal de Set, un cuadrúpedo con una cabeza semejante a la del okapi. Aunque parecía menos temible que los otros tres, sus ojos rojizos petrificaron a los supervivientes.

—¿Qué hacemos? —preguntó Shab, cuyos dientes castañeteaban.

El Anunciador levantó los brazos.

—Todas las divinidades me inspiran, tanto las del mal como las del bien — declamó—. La luz del día y la fuerza de las tinieblas pueblan mi espíritu. Sólo a mí me hablan y sólo yo soy su intérprete. Quien me desobedezca será aniquilado, y quien me obedezca, será recompensado. De estas múltiples potencias haré una sola, y seré su único propagador. El mundo entero se someterá, ya sólo habrá una fe y sólo un dueño.

Shab
el Retorcido
era el único que no se había tendido en la arena para evitar ser descubierto por los depredadores. Sin embargo, no creyó lo que su mirada le mostraba.

El Anunciador se acercó a los tres monstruos asesinos, pasó lentamente las manos por las garras, el pico y el cuerno y se ungió con la sangre de sus víctimas.

Luego, arrancó los ojos ígneos del animal de Set y los colocó sobre los suyos.

Se levantó una tempestad de arena que obligó a Shab a arrojarse al suelo. Tan breve como violenta, dio paso a un viento gélido.

El Anunciador se había sentado en una roca.

No quedaba ni el menor rastro de los monstruos.

—Señor… ¿ha sido sólo una pesadilla?

—Claro, amigo mío. Semejantes criaturas sólo existen en la imaginación de los miedosos.

—¡Y sin embargo hay muertos, destrozados!

—Víctimas de una fuerza enfurecida por nuestra presencia. Sé ahora lo que quería saber, y vamos a culminar nuestra primera hazaña.

Shab había sido presa de uno de aquellos espejismos tan frecuentes en el desierto. Pero ¿por qué los ojos del Anunciador se habían vuelto de un rojo sangre?

19

Antes de salir hacia las minas de turquesa del Sinaí, situadas al sudoeste de las de cobre, Sekari había preparado un remedio compuesto por comino, miel, cerveza dulce, calcáreo y una planta llamada «pelo de babuino». Tras haber machacado y filtrado los ingredientes había obtenido una bebida indispensable para mantener el tono y repeler los numerosos reptiles que merodeaban por el desierto. Incluso tomó una precaución suplementaria y necesaria: untarse todo el cuerpo con puré de cebollas para poner en fuga a serpientes y escorpiones. Tenía también la ventaja de desarrollar los cinco sentidos, ventaja no desdeñable en un medio hostil.

Sólo Jeta-de-Través había rechazado aquellas precauciones, pero olía tan mal que ni siquiera una víbora cornuda se arriesgaría a morderle.

—¿Conoces los secretos de las plantas, Sekari? —se extrañó Iker.

—Antes de hacer algunas grandes tonterías era jardinero y pajarero. Mira ahí, en mi cuello; es la cicatriz de un absceso que me produjo la gran pértiga de cuyos extremos colgaban los recipientes llenos de agua. ¡Cuántos miles de veces las habré llevado! Mi especialidad era cazar pájaros en los huertos. Me gustan estas bestezuelas, pero las hay que lo devastan todo. Si no se interviniera, no comeríamos ni un solo fruto. Entonces, con mi trampa de resorte y mi red, los capturaba para hacerles comprender que debían alimentarse en otra parte, y a excepción de las codornices, que acababan asadas o estofadas, soltaba a los demás. Incluso había aprendido a hablar con ellos. Con algunos, bastaba imitar su canto para que respetaran el vergel.

—¿En qué consistieron tus… grandes tonterías?

Sekari vaciló.

—Como sabrás, en nuestros oficios no es posible declararlo todo al fisco, de lo contrario no saldríamos adelante. Había un escriba inspector que se interesó por mí, un tipo alto, muy feo, con una nariz llena de granos. Un camandulero que se hacía pasar por incorruptible pero que mentía tanto como respiraba. En resumen, cuando la emprendió con mi territorio, puse en marcha la trampa. Dada la habilidad de aquel imbécil, cayó en la red y se asfixió. Nadie lo lamentó, pero la justicia consideró, de todos modos, que yo era culpable. Puesto que parecía un accidente, no fui condenado a muerte, pero no abandonaré las minas antes de que pase mucho tiempo.

—Está claro que los recaudadores no nos sientan nada bien. ¿Y no esperas que te reduzcan la pena por buena conducta?

—Por eso procuro no llamar la atención. Discreto y servicial, ésa es mi divisa. Así, los vigilantes me califican bien.

—¿Conoces las minas de turquesa?

—No, pero al parecer el trabajo allí es menos duro que en las de cobre.

—¿Y por qué nos mandan allí?

—Ni idea. Si quieres un consejo, desconfía de Jeta-de-través.

—Se muestra amable conmigo —objetó Iker.

—Eso es precisamente lo anormal. El tipo es un asesino, aunque sólo fuese condenado por robo y agresión. Estoy convencido de que te detesta y está fingiendo.

Iker frotó sus amuletos y no se tomó a la ligera la advertencia. De hecho, olvidando su primera impresión, había bajado la guardia. Él, el aprendiz de escriba, llevaría la piedra triangular de Sopdu cubierta con un velo. No se habían visto merodeadores de la arena por la región, pero más valía asegurarse la protección del dios.

—Ya llegamos —avisó un policía.

El paraje
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era grandioso: sucesiones de montañas hasta el infinito y algunos uadi que rodeaban una meseta apartada de las depresiones que dominaba. Algunos arbustos espinosos, rocas troceadas, gres amarillo y negro, colinas rojas y un fuerte viento animaban aquel paisaje, hostil y atractivo a la vez.

Compuesta por policías, prisioneros transferidos, asnos portadores de agua y de comida, la caravana tomó un sendero pendiente que permitía acceder a la altiplanicie.

En el lindero de un camino procesional flanqueado de estelas y que llevaba a un templo les aguardaba un fuerte quincuagenario.

—Me llamo Horuré y soy el comandante del cuerpo expedicionario enviado por el faraón Sesostris. Dadas las condiciones climáticas mi misión es especialmente difícil y necesito más mineros. Por eso habéis sido escogidos. Estamos en el cuarto mes de la estación cálida, desfavorable para la extracción de la turquesa, que no soporta esta temperatura y, por lo tanto, pierde su intenso color azul-verde. Sin embargo, el faraón me ha ordenado que le lleve la más hermosa piedra nunca descubierta, y debemos conseguirlo. Veneraremos cada día a Hator, la soberana de este lugar, para que guíe nuestros brazos. Hoy habrá descanso. Mañana al amanecer os pondréis manos a la obra.

Las habitaciones se encontraban al este del templo. Los hombres libres que trabajaban en aquel lugar a cambio de un buen salario miraron con ojos inquietos a aquellos delincuentes que les imponían. Y el aspecto de Jeta-de-través no tranquilizó a nadie.

Varias cabañas de piedra seca se transformaron en celdas cuyas puertas fueron cerradas y custodiadas.

En las esteras había tortas rellenas de garbanzos, dátiles y agua.

—He conocido cosas peores —confesó Sekari lanzándose sobre la comida.

Severamente custodiados, el equipo de presos compareció ante Horuré. Sin decir palabra, los precedió hasta un templo compuesto por una sucesión de patios con pilares cuyos altares estaban cubiertos de ofrendas. Con total recogimiento, Iker tuvo la impresión de cambiar de mundo al penetrar en aquel dominio sagrado donde reinaban el silencio y el aroma del incienso.

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