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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (13 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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La Sombra Nocturna deceleró y se detuvo junto al trío más externo. Ya surgían las naves de servicio desde los anillos en movimiento, y Clavain notó las sacudidas cuando los remolcadores se adosaron al casco de la Sombra Nocturna. Después de desembarcar, su nave sería arrastrada hacia los astilleros que acolchaban los muros de la cámara. Ya había muchas naves atracadas allí, diversas formas negras y alargadas enganchadas en un laberinto de máquinas de apoyo y sistemas de reparación. La mayoría eran, no obstante, más pequeñas que la de Clavain. Ninguna era realmente grande.

Clavain abandonó la nave con su habitual sensación de leve incomodidad, como si dejara un trabajo a medias. Había necesitado muchos años para darse cuenta del motivo: se debía a que sus compañeros combinados no se decían nada los unos a los otros al salir de la nave, a pesar de que por lo general habían pasado muchos meses juntos en la misión y se habían enfrentado a numerosos riesgos.

Una gabarra robótica lo recogió en una de las cámaras estancas de la nave. El bote era una caja vertical de amplios ventanales, apoyada sobre una base rectangular llena de cohetes y hélices propulsoras. Clavain subió a bordo mientras observaba cómo de la esclusa de al lado partía una gabarra de mayor tamaño. Allí vio a Remontoire con otros dos combinados y el prisionero que habían capturado en la nave demarquista. De lejos, hubiese sido fácil confundir al cerdo, sentado y dócil, con un prisionero humano. Durante un instante, Clavain creyó que el cerdo se estaba mostrando agradablemente colaborador, hasta que reconoció el brillo de una diadema de pacificación situada sobre su calva.

Habían interrogado al cerdo durante el camino de vuelta al Nido Madre, pero no habían descubierto nada preciso. Los recuerdos del hipercerdo estaban muy bloqueados, y no al modo de los combinados sino de una forma burda, propia del mercado negro, algo habitual dentro del submundo criminal de Ciudad Abismo y que solía usarse para ocultar recuerdos incriminatorios ante las diversas ramas de la policía de Ferrisville: sirenas, guadañas, grabacráneos y cabezas borraduras. Con el tipo de interrogatorios disponibles en el Nido Madre, Clavain no dudaba que podrían desmantelar los bloqueos, pero hasta entonces no sabrían gran cosa salvo que habían capturado a un hipercerdo criminal de poca monta con tendencias violentas, probablemente afiliado a una de las importantes bandas de cerdos que actuaban en Yellowstone y sus alrededores, y también en el Cinturón Oxidado. Sin lugar a dudas, no andaba metido en nada bueno cuando fue capturado por los demarquistas, pero eso no resultaba nada raro en un cerdo.

A Clavain, los hipercerdos ni le gustaban ni le disgustaban. Había conocido a los suficientes para saber que eran tan moralmente complejos como los humanos a los que estaban diseñados para servir, y que cada cerdo debía ser juzgado según sus propios méritos. Un hipercerdo de la luna industrial de Ganesa le había salvado la vida tres veces durante el cordón de la crisis de Shiva-Parvati de 2358. Veinte años después, en la luna de Irravel, en órbita de Fand, un grupo de cerdos forajidos había tomado como rehenes a ocho de los soldados de Clavain y habían empezado a comérselos vivos cuando estos se negaron a divulgar los secretos de los combinados. Solo un rehén había logrado escapar, y Clavain había tomado para sí sus recuerdos plagados de dolor. Los llevaba ahora consigo, guardados bajo llave en la partición mental más segura, de modo que no se liberaran por accidente. Pero incluso eso no le había hecho odiar a los cerdos como especie.

No estaba seguro de que se pudiera decir lo mismo de Remontoire. En su pasado más profundo se escondía un episodio aún más terrible y prolongado, cuando había sido hecho prisionero por el pirata cerdo Run Seven. Run Seven era uno de los hipercerdos más primitivos, y su mente estaba asolada por las cicatrices psicóticas de un incremento neurogenético fallido. Había capturado a Remontoire y lo había aislado de la comunión mental con los demás combinados. Eso ya era suficiente tortura, pero Run Seven no se había refrenado de aplicar también la otra, más antigua. Y se le daba muy bien.

Al final Remontoire había logrado escapar y el cerdo acabó muerto, pero Clavain sabía que su amigo seguía sufriendo graves heridas mentales que de vez en cuando asomaban a la superficie. Por ello lo había vigilado cuidadosamente cuando llevó a cabo las dragas preliminares del cerdo, consciente de la facilidad con la que ese proceso podía convertirse en una especie de tortura por derecho propio. Y aunque nada de lo que había hecho Remontoire resultaba inadecuado (de hecho, casi había sido demasiado reticente en sus preguntas), Clavain admitió sentir algo de recelo. Si no se tratase de un cerdo, pensó, o solo con que Remontoire no tuviera que haberse visto envuelto en el interrogatorio del prisionero...

Clavain observó cómo la otra gabarra se alejaba de la Sombra Nocturna, convencido de que la historia del cerdo no había tocado a su fin y que las repercusiones de su captura los acompañarían durante cierto tiempo. Entonces sonrió y se dijo que estaba haciendo el tonto. Al fin y al cabo, solo se trataba de un cerdo.

Clavain envió una orden mental a la subpersona simplificada del bote y, con una sacudida, se separaron del oscuro casco con forma de ballena de la Sombra Nocturna. La gabarra lo llevó hacia delante, a través del enorme mecanismo de relojería en marcha de las ruedas centrífugas, hacia el corazón verde del núcleo a gravedad cero.

La fortaleza, aquel Nido Madre en particular, solo era la última en haber sido construida. Aunque siempre había existido una especie de Nido Madre, en las primeras fases de la guerra no se trataba más que el de mayor tamaño dentro de una larga serie de campamentos camuflados. Dos tercios de los combinados estaban distribuidos por el sistema en bases más pequeñas, pero la separación conllevaba sus propios problemas. Los grupos individuales se encontraban a horas luz de distancia, y las líneas de comunicación entre ellos corrían el riesgo de ser interceptadas. No se podía desarrollar estrategias en tiempo real ni era posible ampliar el estado de mente comunal para que englobara dos o más nidos. Los combinados se encontraban fragmentados y nerviosos. Así, y de forma reluctante, se había adoptado la decisión de absorber los nidos más pequeños en un Nido Madre enorme, con la esperanza de que la ventaja obtenida por la centralización compensara el peligro de colocar todos los huevos en una sola cesta.

En retrospectiva, había sido una decisión enormemente acertada.

La gabarra redujo su velocidad al acercarse a la membrana del núcleo ingrávido. Clavain se sentía minúsculo al lado de la esfera glauca, que brillaba con su propio y suave resplandor como un planeta verde en miniatura. La gabarra se introdujo con un chapoteo a través de la membrana, y se encontró rodeada de aire.

Clavain bajó una ventanilla y permitió que la atmósfera del núcleo se mezclara con la de la gabarra. Le picó la nariz al notar el asalto de la vegetación. El aire estaba fresco y húmedo, olía como un bosque después de una intensa tormenta de media mañana. Aunque había visitado el núcleo en incontables ocasiones, ese olor seguía logrando que no pensara en sus visitas anteriores, sino en su infancia. No sabría decir cuándo o dónde, pero estaba seguro de haber paseado por un bosque que olía igual. Tuvo que ser en algún lugar de la Tierra; Escocia, quizá.

No había gravedad en el núcleo, pero la vegetación que la inundaba no formaba masas flotantes. Unas barras de roble de hasta tres kilómetros de longitud recorrían la esfera de lado a lado. Estos troncos se bifurcaban y fusionaban aleatoriamente, formando un citoesqueleto de madera de agradable complejidad. Aquí y allá los palos eran lo bastante gruesos como para contener espacios cerrados, huecos que brillaban con una luz de linternas de color pastel. En el resto, una telaraña de filamentos más pequeños proporcionaba el pegamento estructural al que se adhería casi toda la floresta. Todo el entramado estaba recorrido por tuberías de irrigación y alimentadores de nutrientes, los cuales partían desde la maquinaria de mantenimiento que descansaba en el mismísimo centro de núcleo. Unas lámparas solares tachonaban la membrana a intervalos regulares, y también aparecían repartidas por las masas verdes. En aquel momento brillaban con la dura luz azul del mediodía, pero según avanzaba la jornada (se regían por el día de veintiséis horas de Yellowstone), las lámparas se deslizaban hacia los rojos broncíneos y cobrizos del atardecer.

Después caería la noche. El bosque esférico cobraría vida con los piares y chillidos de un millar de animales nocturnos evolucionados de modo extraño. Si uno se acuclillaba en un palo cerca del corazón, durante la noche, era fácil creer que el bosque se extendía en todas direcciones durante miles de kilómetros. Las distantes ruedas centrífugas solo resultaban visibles durante los últimos cientos de metros de floresta bajo la membrana y, desde luego, no hacían el menor ruido.

El bote vadeó la masa, sabiendo exactamente adonde debía llevar a Clavain. De vez en cuando aparecían otros combinados, pero casi todos eran niños o ancianos. Los niños nacían y crecían en el trío de una gravedad, pero a partir de los seis meses eran conducidos hasta allí a intervalos regulares. Vigilados por los ancianos, aprendían las habilidades musculares y de orientación necesarias para la ingravidez. Para la mayoría de ellos era un juego, pero los mejores serían distinguidos para servir en el campo de batalla espacial. Unos pocos (muy pocos) mostraban habilidades espaciales tan importantes que serían encauzados hacia la estrategia militar.

Los viejos eran demasiado frágiles como para pasar mucho tiempo en los anillos de alta gravedad. Normalmente, cuando llegaban al núcleo ya no volvían a abandonarlo. Clavain pasaba en esos momentos junto a un par de ellos. Los dos llevaban aparejos de soporte, arneses médicos que servían también de mochilas de propulsión. Arrastraban las piernas por detrás como si ni siquiera recordaran que las tenían. Estaban tratando de convencer a cinco niños para que saltaran del lateral de un refugio boscoso a espacio abierto.

Sin visión aumentada, la escena poseía un algo intangible pero siniestro. Los niños iban vestidos con trajes y yelmos negros que protegían su piel de las ramas afiladas. Tenían los ojos ocultos tras gafas oscuras, lo que hacía difícil interpretar sus expresiones. Los viejos eran igualmente grises, aunque no llevaban casco. Pero sus rostros, perfectamente visibles, no traicionaban ninguna emoción parecida a la alegría. Para Clavain, eran como empleados de la funeraria embarcados en alguna inhumación solemne que quedaría arruinada por el menor deje de frivolidad.

Clavain ordenó a sus implantes que le revelaran la realidad. Hubo un instante de florido crecimiento, y unas estructuras brillantes aparecieron de la nada. Los niños vestían ahora ropas vaporosas, marcadas con remolinos y zigzags tribales de colores chillones. Llevaban la cabeza al descubierto, sin el peso de los cascos. Dos eran varones y tres niñas, y Clavain juzgó que sus edades estaban comprendidas los cinco y los siete años. Sus expresiones no eran demasiado alegres, pero tampoco tristes ni neutras. Todos parecían un poco asustados y jubilosos a la vez. Sin duda estaba en juego cierta rivalidad, y cada pequeño sopesaba los riesgos y beneficios de ser el primero en dar la zambullida aérea.

La pareja de ancianos seguía casi igual que antes, pero ahora Clavain estaba sintonizado con los pensamientos que emitían. Bañados en un aura de ánimo, sus rostros parecían ahora tranquilos y pacientes, en lugar de adustos. Estaban dispuestos a esperar durante horas a que los niños se decidieran.

El entorno en sí también había cambiado. El aire bullía lleno de mariposas y libélulas de colores brillantes, que se lanzaban a un lado y a otro en complejas trayectorias. Unas orugas fosforescentes se abrían paso entre las plantas. Los colibríes iban de flor en flor, cerniéndose como juguetes de cuerda primorosa mente programados. Los monos, los lémures y las ardillas voladoras saltaban por el aire despreocupados, y sus ojos brillaban como canicas.

Eso era lo que percibían los niños, y también lo que Clavain había sintonizado. No conocían otro mundo que aquella abstracción de libro de cuentos. De forma sutil, según crecieran, los datos que alcanzasen sus cerebros se verían manipulados. No notarían los cambios ocurridos de un día para otro, pero las criaturas que moraban en el bosque serían cada vez más realistas, y sus colores se atenuarían hasta verdes y marrones naturales, blancos y negros. Los animales se harían más pequeños y más esquivos. Al final, solo quedaría lo auténtico. Entonces (los niños tendrían diez u once años en esa fase) les hablarían amablemente sobre las máquinas que hasta entonces habían dictado su visión del mundo. Descubrirían sus implantes y cómo permitían superponer una segunda capa encima de la realidad, a la que podían dar cualquier forma imaginable.

Para Clavain, ese proceso educativo había sido bastante más brutal. Fue durante su segunda visita al nido de Galiana en Marte. Ella le había mostrado la guardería donde instruían a los jóvenes combinados, pero en ese momento él no disponía de ningún implante propio. Entonces lo habían herido y Galiana había llenado su cabeza de medichinas. Todavía recordaba el momento de infarto en que había experimentado cómo su realidad subjetiva estaba siendo manipulada. La sensación de que en su propio cráneo se colaban multitud de otras mentes tuvo sin duda relación, pero quizá lo más impactante fue su primer vistazo al mundo por el que caminaban los combinados. Los psicólogos tenían un término para ello, penetración cognitiva, pero pocos lo habían experimentado por sí mismos.

De pronto, atrajo la atención de los niños.

[¡Clavain!] Uno de los chicos había lanzado un pensamiento a su cabeza.

Clavain hizo que el bote se detuviera en medio de la zona que los niños usaban para sus lecciones de vuelo. Orientó la gabarra para quedar más o menos a su mismo nivel.

Hola. Clavain se agarró a la barandilla que tenía delante como un predicador al pulpito. Una niña lo miró intensamente. [¿Dónde has estado, Clavain?]. Fuera. Observó atento a los tutores. [¿Fuera? ¿Más allá del Nido Madre?], insistió la niña.

No estaba seguro de qué responder, no recordaba cuánto conocían los niños a esa edad. Sin duda, no sabrían nada de la guerra. Pero era difícil hablar de una cosa sin que llevara a la otra.

Sí, más allá del Nido Madre.

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