Read El Arca de la Redención Online

Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (60 page)

BOOK: El Arca de la Redención
6.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Los cascos eran negros y habían dibujado encima con neón: calaveras, ojos y dientes de tiburón. De vez en cuando, una apertura de propulsión escupía un pulso de gas direccional y el destello permitía distinguir más detalles, perfilaba las esbeltas curvas de las superficies transatmosféricas y las ánimas con capucha de las armas retráctiles o de los ganchos articulados. Las armas se podían desmontar y así las naves adoptarían un aspecto bastante inocente. Elegantes juguetes de niños ricos, pero nada por lo que uno apostaría contra escoltas armados de la convención.

Uno de los tres banshees se separó de la formación y se cernió enorme sobre él. En la panza de su casco se abrió, como un iris, una cámara estanca iluminada con un resplandor amarillo. De allí salieron dos figuras, negras como el mismo espacio. Fueron a chorro hacia Clavain y frenaron con destreza cuando estaban a punto de chocar contra él. Sus trajes espaciales seguían la misma filosofía que las naves: eran de origen civil, pero mejorados con coraza y armamento. No hicieron el menor esfuerzo por comunicarse con él mediante el canal del traje; todo lo que oyó mientras lo capturaban y lo conducían a bordo de la nave negra fue la repetitiva y dulce voz de la subpersona de su traje.

En la cámara estanca de la panza había el espacio justo para los tres. Clavain buscó alguna señal en los trajes de sus captores, pero incluso desde muy cerca eran totalmente negros. Las viseras de los cascos estaban tintadas en grado sumo, así que todo lo que discernió fueron ocasionales destellos de los ojos.

Los indicadores de estatus volvieron a cambiar al registrar el retorno de la presión atmosférica. La puerta interior se abrió, también como un iris, y se vio empujado en dirección al cuerpo principal de la siniestra nave. La pareja en traje espacial lo siguió. Cuando estuvieron dentro, sus cascos se soltaron solos y volaron en dirección a los puntos de almacenaje. Quienes lo habían llevado a bordo eran dos hombres que bien podían ser gemelos, idénticos hasta en la nariz rota de cada rostro. Uno de ellos tenía un aro dorado que le atravesaba una ceja, mientras que el otro lo llevaba en el lóbulo de la oreja. Los dos eran calvos, salvo por una línea extraordinariamente estrecha de pelo teñido de verde que bisecaba sus cráneos de la sien a la nuca. Llevaban gafas de cristal anaranjado que les rodeaban la cabeza. En ninguno de los dos aparecía el menor rastro de una boca.

El que tenía el anillo en la ceja indicó a Clavain mediante señas que él también debía quitarse el casco. Clavain negó con la cabeza, pues no estaba dispuesto a hacer algo así hasta asegurarse de que se encontraba rodeado de aire respirable. El hombre se encogió de hombros y echó mano de algo sujeto a la pared. Era un hacha de brillante color amarillo.

Clavain alzó el brazo y comenzó a luchar con el pestillo de seguridad de su traje demarquista. No lograba encontrar el mecanismo para soltarlo. Tras un instante, el hombre de la oreja perforada sacudió la cabeza y apartó a un lado la mano de Clavain. Accionó el pestillo y la suave voz que sonaba en el oído de Clavain se hizo más estridente, más insistente. La mayoría de los indicadores parpadearon en rojo.

El casco se soltó con un soplo de aire. A Clavain se le taponaron los oídos. La presión dentro de aquella nave negra no cumplía ni de lejos el estándar demarquista. Respiró un aire frío y sus pulmones tuvieron que hacer un esfuerzo.

—¿Quién..., quiénes sois? —preguntó, cuando tuvo la energía necesaria para hablar.

El hombre del párpado perforado volvió a colocar el hacha amarilla en la pared y a continuación se pasó un dedo por la garganta. Entonces otra voz, que Clavain no logró reconocer, dijo:

—Hola.

Clavain miró a su alrededor. La tercera persona también llevaba traje espacial, aunque mucho menos voluminoso e incómodo que los que usaban sus compañeros. A pesar de su volumen, la mujer lograba seguir pareciendo delgada y enjuta. Se sostuvo en el aire en medio del marco de la puerta de un mamparo, donde aguardaba serena con la cabeza ligeramente ladeada. Quizá era un efecto de la luz sobre su rostro, pero Clavain creyó ver unas líneas fantasmales de negro desvaído sobre su piel blanca e inmaculada.

—Confío en que los Gemelos Parlanchines lo hayan tratado bien, señor Clavain.

—¿Quién eres? —repitió Clavain.

—Soy Zebra. No es mi nombre auténtico, por supuesto; ese no lo necesita. —¿Quién eres, Zebra? ¿Por qué habéis hecho esto? —Porque nos lo ordenaron. ¿Qué esperaba si no?

—No esperaba nada. Trataba... —Se detuvo y esperó hasta recuperar el aliento—. Trataba de desertar.

—Lo sabemos.

¿Quiénes?

—Muy pronto lo descubrirá. Acompáñeme, señor Clavain. Gemelos, sujetaos y preparaos para alta potencia. La convención se aglomerará como un enjambre de moscas para cuando regresemos a Yellowstone. Va ser un interesante viaje a casa.

—No valgo tanto como para justificar la muerte de personas inocentes.

—Nadie ha muerto, señor Clavain. Los dos escoltas de la convención que fueron destruidos eran remotos, esclavos del tercero. Alcanzamos a este último, pero su piloto no habrá sufrido heridas. Y, eso es palpable, hemos evitado dañar la lanzadera de los zombis. Me pregunto si lo obligaron a salir al espacio.

Clavain la siguió hacia delante, a través del mamparo, hasta alcanzar una zona que servía de cubierta de vuelo. Por lo que Clavain pudo ver, solo había otra persona a bordo, un hombre de aspecto marchito amarrado al puesto del piloto. No llevaba traje y sus viejas manos, moteadas por la edad, agarraban los mandos como ramitas prensiles.

—¿Tú qué crees? —preguntó Clavain.

—Es posible que lo hicieran, pero creo más probable que usted eligiera marchar.

—Ya no importa, ¿verdad? Me tenéis.

El anciano echó un vistazo a Clavain sin mostrar apenas interés.

—¿Inserción normal, Zebra, o tomamos el largo camino a casa?

—Sigue el corredor habitual, Manoukhian, pero estate listo para desviarte. No quiero volver a enfrentarme a la convención.

Manoukhian, si es que ese era en realidad su nombre, asintió y aplicó presión a los mandos de control de asas marfileñas.

—Haz que el invitado se amarre, Zebra. Y tú también.

La mujer a rayas asintió.

—Gemelos, ayudadme a proteger al señor Clavain.

Los dos hombres trasladaron a Clavain, todavía dentro del traje, hasta un sofá de aceleración anatómico. El les dejó hacer, estaba demasiado débil como para ofrecer más que una resistencia testimonial. Su mente sondeó el entorno cibernético próximo de la nave espacial y, aunque sus implantes detectaron parte del tráfico de datos que atravesaba las redes de control, no había nada en lo que pudiera influir. Las personas también quedaban fuera de su alcance. Ni siquiera creía que alguno de ellos llevara implantes.

—¿Sois los banshees? —preguntó.

—En cierto modo, pero no del todo. Los banshees son un puñado de piratas sanguinarios. Nosotros hacemos las cosas con un poco más de elegancia. Sin embargo, su existencia nos proporciona la cobertura que precisamos para nuestras actividades. ¿Y usted? —Las franjas de su rostro se fruncieron al sonreír—. ¿Es realmente Nevil Clavain, el Carnicero de Tarsis?

—No oirás eso de mi boca.

—Es lo que les contó a los demarquistas. Y a esos chicos de Copenhague. Tenemos espías por todas partes, como verá. No hay mucho que escape a nuestra atención.

—No puedo demostrar que soy Clavain. Pero, ¿por qué debería intentarlo? —Creo que sí lo es —afirmó Zebra—. Vaya, espero que lo sea. Menudo chasco si fuese un impostor. A mi jefe no le haría nada de gracia. —¿Tu jefe?

—El hombre con el que estamos camino de reunimos —dijo Zebra.

21

Cuando se encontraron a salvo, lejos de la atmósfera, y la canica de cornalina roja se hubo desvanecido del extremo de alcance del radar de la nave, Khouri se armó de valor para coger uno de los cubos negros que habían quedado allí cuando se fragmentó la masa principal de la maquinaria inhibidora. El cubo estaba espantosamente frío al tacto, y cuando lo soltó dejó atrás dos finas películas de piel desprendida en las caras opuestas del cubo, como huellas dactilares rosadas. Las puntas de sus dedos estaban ahora lisas y en carne viva. Por un momento, la mujer pensó que la piel desprendida quedaría adherida a los lados negros y lisos, pero después de unos segundos las dos láminas de piel se cayeron de modo espontáneo y formaron unas delicadas escamas traslúcidas, como las alas desechadas de un insecto. Los lados negros y fríos del cubo seguían siendo tan despiadados, oscuros e impecables como antes, pero notó que el cubo se estaba encogiendo, una contracción tan extraña e inesperada que su mente interpretó que el cubo se estaba alejando a una distancia imposible. A su alrededor, los otros cubos se hacían eco de la contracción y su tamaño fue disminuyendo a menos de la mitad con cada segundo que pasaba.

En menos de un minuto, en la cabina no quedaba nada salvo unas películas de cenizas de un color gris negruzco. Khouri sintió incluso que la ceniza se le acumulaba en el rabillo del ojo, como un ataque repentino de polvo somnífero, y recordó entonces que los cubos se le habían metido en la cabeza antes de que llegara la canica.

—Bueno, ya has conseguido la demostración que querías —le dijo a Thorn—. ¿Mereció la pena, solo para dejarlo claro?

—Tenía que saberlo. Pero cómo iba a saber yo lo que iba a pasar.

Khouri se frotó las manos para recuperar la circulación allí donde se le habían quedado entumecidas. Era un placer salir de las cinchas de restricción en las que la había metido Thorn, que se disculpó por ello sin excesiva convicción. Khouri tuvo que admitir que jamás habría confesado la verdad sin una coacción tan extrema.

—Y por cierto, ¿qué fue lo que pasó? —añadió Thorn.

—No lo sé. Por lo menos no todo. Provocamos una respuesta, y estoy bastante segura de que hemos estado a punto de morir, o al menos de que nos tragara esa maquinaria.

—Lo sé, yo también tuve esa sensación.

Se miraron, conscientes de que el período de unión que habían experimentado en la red de reunión de datos de los inhibidores les había permitido alcanzar un nivel de intimidad que ninguno de los dos se esperaba. Habían compartido muy poco aparte del miedo, pero a Thorn al menos le había demostrado que el miedo de la mujer era tan intenso como el suyo, en todos los aspectos, y que el ataque de los inhibidores no lo había organizado ella en su honor. Pero había habido algo más que el miedo, ¿no? Había habido preocupación por el bienestar del otro. Y al llegar la tercera mente, también había habido algo muy parecido al remordimiento.

—Thorn... ¿Tú sentiste la otra mente? —preguntó Khouri.

—Sentí algo. Algo que no eras tú y algo que no era la maquinaria.

—Sé quién era —dijo ella; sabía que ya era muy tarde para mentiras y maniobras de evasión y que había que contarle a Thorn tanto de la verdad como ella comprendiese—. Por lo menos creí reconocerlo. Esa mente era la de Sylveste.

—¿Dan Sylveste? —preguntó él con cautela.

—Lo conocí, Thorn. Ni muy bien ni durante mucho tiempo, pero lo suficiente para reconocerlo de nuevo. Y sé lo que le ocurrió. —Comienza por el principio, Ana.

La mujer se frotó el polvillo del borde del ojo con la esperanza de que la maquinaria estuviera inerte de verdad, y no solo durmiendo. Thorn tenía razón. Su admisión había sido la primera grieta en una fachada de otro modo perfecta. Pero ya no se podía deshacer la grieta. Seguiría extendiéndose y alargando unos dedos que lo romperían todo. Todo lo que ella podía ofrecer ahora era una minimización de los daños.

—Te equivocas en todo lo que crees saber sobre la triunviro. No es la tirana maníaca que cree el populacho. El Gobierno labró esa imagen. Necesitaba un demonio, una figura a la que se pudiera odiar. Si el pueblo no hubiera podido odiar a la triunviro, habría dirigido su ira, su frustración, contra el propio Gobierno. Y eso no podía permitirse.

—Asesinó un asentamiento completo.

—No... —De repente se sentía muy cansada—. No. Eso no fue lo que ocurrió. Ella solo hizo que lo pareciera, ¿no lo entiendes? En realidad no murió nadie. —Y tú estás muy segura de eso, ¿no? —Estuve allí.

El casco crujió y volvió a reconfigurarse. En poco tiempo estarían fuera de la influencia electromagnética del gigante gaseoso. Los procesos de los inhibidores continuaron imperturbables: la lenta colocación de los tubos subatmosféricos, la construcción del gran arco orbital. Lo que acababa de ocurrir dentro de Roe no cambiaba nada del proyecto más ambicioso.

—Cuéntamelo, Ana. Si es así como te llamas en realidad, ¿o es otra capa de falsedades que tengo que despegar?

—Ese es mi nombre-dijo ella—. Pero no Vuilleumier. Eso fue una tapadera. Era el nombre de algún colono. Creamos una historia para mí, el pasado necesario que me permitiría infiltrarme en el Gobierno. Mi verdadero nombre es Khouri.

Y sí, formé parte de la tripulación de la triunviro. Llegué aquí a bordo de la Nostalgia por el Infinito. Vinimos a buscar a Sylveste. Thorn se cruzó de brazos.

—Bueno, por fin estamos llegando a algún sitio.

—La tripulación buscaba a Sylveste, nada más. No había resentimiento alguno contra la colonia. Utilizaron una información errónea para haceros pensar que estaban más dispuestos a utilizar la fuerza de lo que era el caso en realidad. Pero Sylveste nos engañó. Necesitaba encontrar una forma de explorar la estrella de neutrones y lo que orbitaba a su alrededor, el par Cerbero/Hades. Convenció a los ultras para que lo ayudaran con su nave.

—¿Y después? ¿Qué pasó entonces? ¿Por qué volvisteis las dos a Resurgam si teníais una nave estelar para vosotras solas?

—Hubo problemas en la nave, como bien supusiste. Unos problemas graves de la hostia.

—¿Un motín?

Khouri se mordió el labio y asintió.

—Tres de nosotras, supongo, nos volvimos contra el resto. Ilia, yo y la mujer de Sylveste, Pascale. No queríamos que Sylveste explorara el par de Hades.

—¿Pascale? ¿Quieres decir como en Pascale Girardieau?

Khouri recordó que la mujer de Sylveste había sido la hija de uno de los políticos más poderosos de la colonia: el hombre cuyo régimen había tomado el poder después de que se destituyera a Sylveste por sus creencias.

—No la conocí tan bien. Ahora está muerta. Bueno, algo así.

—¿Algo así?

BOOK: El Arca de la Redención
6.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Masada Faktor by Naomi Litvin
Wildflower Bay by Rachael Lucas
The Assassin's Wife by Blakey, Moonyeen
Chasing Danger by Katie Reus
Lakeside Cottage by Susan Wiggs
Blue Knight by Tracy Cooper-Posey
Protector's Mate by Katie Reus
Solace Arisen by Anna Steffl