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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (94 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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El suspiro del capitán fue como el derrumbamiento de un edificio lejano.

—Muy bien, Ilia. Te prepararé un trasbordador. Tendrás cuidado, ¿verdad? Puedes mantenerte en el lado de la nave que los inhibidores no pueden ver, si tienes cuidado.

—Están muy lejos de notar nuestra presencia. Eso no va a cambiar en los próximos cinco minutos.

—Pero comprendes mi preocupación.

¿De verdad se preocupaba el capitán por ella? No estaba muy segura de creerlo. De acuerdo, quizá se sintiera un poco solo aquí fuera, y ella era su única posibilidad de tener compañía humana. Pero también era la mujer que había expuesto su crimen y lo había castigado con su transformación. Lo que sentía por ella tenía que ser más bien complicado.

Se había terminado una buena parte del cigarrillo. En un impulso insertó la colilla en la cabeza de cables del servidor, encajándola entre dos finas varillas de metal. La punta ardió con un color naranja apagado.

—Un hábito asqueroso-dijo Ilia Volyova.

Cogió el trasbordador de dos plazas que Khouri y Thorn habían utilizado para explorar las obras de los inhibidores alrededor del antiguo gigante gaseoso. El capitán ya había calentado la nave y la había colocado ante una cámara estanca. La nave había sufrido algún daño menor durante el encuentro con la maquinaria de los inhibidores dentro de la atmósfera de Roe, pero la mayor parte había sido fácil de reparar con las existencias de componentes que tenían. Los defectos que restaban no evitaban, desde luego, que se utilizara el trasbordador para un trabajo de corto alcance como este.

Se acomodó en el asiento de mando y probó la pantalla de aviónica. El capitán había hecho un gran trabajo: hasta los tanques de combustible estaban a rebosar, aunque no se iba a llevar la nave a más de unos metros de distancia.

Pero había algo que la inquietaba, una sensación que no terminaba de concretar.

Sacó fuera el trasbordador, atravesó las puertas blindadas hasta que alcanzó el espacio desnudo. Salió cerca de la apertura mucho más grande por la que habían surgido las armas del alijo. Las armas en sí se habían desvanecido al otro lado de la curva montañosa del casco de la gran nave, fuera de la línea de visión de los inhibidores. Volyova siguió el mismo camino, contempló cómo caía bajo el marcado horizonte del casco la masa nebulosa del planeta triturado.

Aparecieron ante ella las ocho armas del alijo: acechaban como monstruos. Eran todas diferentes, pero estaba claro que les habían dado forma los mismos intelectos rectores. Siempre había sospechado que los constructores habían sido los combinados, pero resultaba inquietante que Clavain se lo confirmara. No veía razón para que hubiese mentido. ¿Pero para qué habían creado los combinados unas herramientas tan atroces? Solo podía haber sido porque en algún momento tenían intención de utilizarlas. Volyova se preguntó si el objetivo deseado había sido la humanidad.

Alrededor de cada arma había un arnés de vigas al que estaban acoplados cohetes de dirección y subsistemas para apuntar, así como un pequeño número de armas defensivas, solo para proteger las armas en sí. Los arneses eran capaces de moverlas y, en principio, podrían haberlas colocado en cualquier parte del sistema, pero eran demasiado lentos para lo que ella requería. Por ello, en los últimos tiempos Volyova había sujetado sesenta y cuatro cohetes remolcadores a los arneses, ocho por pieza, colocados en las esquinas opuestas de los armazones de cada arma. Harían falta menos de treinta días para trasladar las ocho al otro lado del sistema.

Apuntó el trasbordador hacia el grupo de armas. Estas, al sentir su acercamiento, cambiaron de posición. Ilia se deslizó entre ellas, luego se ladeó, dibujó un círculo y frenó un poco, quería examinar las armas concretas con las que el capitán le había dicho que había tenido dificultades. Resúmenes diagnósticos, escuetos pero eficientes, se desplegaron en el brazalete de la muñeca. Solicitó la información de cada dispositivo y prestó una atención meticulosa a lo que vio. Algo iba mal.

O más bien, nada iba mal. No parecía que le pasara nada a ninguna de las armas.

Sintió i < .1 vez esa sensación enojadiza de que pasaba algo, la sensación de que la habían manipulado para que hiciera algo que solo parecía haber sido idea suya. Las armas estaban perfectamente; de hecho, no había ninguna prueba de que hubiera habido fallo alguno, transitorio o de otro tipo. Pero eso solo podía significar que el capitán le había mentido: que le había hablado de problemas donde no existía ninguno.

Se calmó. Ojalá no hubiera aceptado su palabra, tendría que haberlo comprobado en persona antes de abandonar la nave.

—Capitán... —dijo con tono vacilante.

—¿Sí, Ilia?

—Capitán, estoy recibiendo unas lecturas muy raras. Todas las armas parecen estar bien, no hay ningún problema.

—Estoy bastante seguro de que fueron errores transitorios, Ilia. —¿De veras?

—Sí. —Pero no parecía muy convencido—. Sí, Ilia, bastante seguro. ¿Por qué habría informado de ellos si no fuera así?

—No lo sé. ¿Quizá porque quería que yo saliera de la nave por alguna razón?

—¿Por qué habría querido hacer eso, Ilia? —Parecía ofendido, pero no tanto como a ella le hubiera gustado.

—No lo sé. Pero tengo la horrible sensación de que estoy a punto de averiguarlo.

Contempló una de las armas del alijo, la treinta y uno, el arma de fuerza quintaesencial, que se separaba del grupo. Se deslizaba de lado, sus reactores de dirección soltaban chispas brillantes y el suave movimiento desmentía la enorme masa de maquinaria que se estaba cambiando de posición sin apenas esfuerzo. Volyova examinó su brazalete. Los giroscopios giraban y cambiaban el centro de gravedad del arnés. Con un movimiento pesado, como un gran dedo de hierro que se moviera para señalar al acusado, la enorme arma elegía su objetivo.

Estaba dándose la vuelta hacia la Nostalgia por el Infinito.

Con retraso, como una estúpida, maldiciéndose, Ilia Volyova comprendió a la perfección lo que estaba pasando.

El capitán estaba intentando suicidarse.

Debería haberlo visto venir. Su salida del estado catatónico solo había sido un truco. Durante todo ese tiempo debió de tener en mente acabar con su vida, poner fin para siempre el estado extremo de sufrimiento en el que se encontraba. Y ella le había proporcionado el medio ideal. Le había rogado que le permitiera utilizar las armas del alijo y él la había complacido. Con demasiada facilidad, comprendía ahora.

—Capitán...

—Lo siento, Ilia, pero tengo que hacerlo. —No. No es así. No hay que hacer nada.

—Tú no lo entiendes. Sé que quieres entenderlo y sé que crees que lo entiendes, pero no puedes saber lo que es esto.

—Capitán... escúcheme. Podemos hablar de ello. Sea lo que sea a lo que cree que no puede enfrentarse, podemos hablarlo.

El arma estaba dejando poco a poco de rotar; su cañón, parecido a una flor, ya casi apuntaba al oscurecido casco de la abrazadora lumínica.

—Hace ya mucho que pasó el momento de hablarlo, Ilia.

—Encontraremos una forma —dijo ella desesperada, pues ni siquiera podía creerlo—. Encontraremos una forma para que vuelva a ser lo que era: humano otra vez.

—No seas absurda, Ilia. No puedes deshacer aquello en lo que me he convertido.

—Entonces encontraremos un modo de hacerlo tolerable..., de terminar con el dolor o la incomodidad en la que se encuentra. Encontraremos una forma de mejorarlo. Podemos hacerlo, capitán. No hay nada que usted y yo no podamos lograr si nos concentramos los dos.

—Dije que no lo entendías y tenía razón. ¿No te das cuenta, Ilia? No se trata de aquello en lo que me he convertido, ni de lo que era. Se trata de lo que hice. Se trata de aquello con lo que ya no puedo seguir viviendo.

El arma se detuvo. Apuntaba ahora directamente al casco.

—Mató a un hombre —dijo Volyova—. Asesinó a un hombre y se apoderó de su cuerpo. Lo sé. Fue un crimen, capitán, un crimen terrible. Sajaki no se merecía lo que usted le hizo. ¿Pero es que no lo entiende? Ya se ha pagado por ese crimen. Sajaki murió dos veces: una vez con su mente en su propio cuerpo y una vez con la de usted. Ese fue el castigo, y Dios sabe que él sufrió por ello. No hay necesidad de expiar nada más, capitán. Ya se ha hecho. Usted también ha sufrido bastante. Cualquiera consideraría que lo que le ha pasado ya es justicia suficiente. Usted ha pagado por eso mil veces.

—Todavía recuerdo lo que le hice.

—Pues claro que sí. Pero eso no significa que ahora tenga que infligirse esto. —Volyova le echó un vistazo al brazalete. Observó que el arma se estaba conectando. En un momento estaría lista para su uso.

—Debo hacerlo. No es ningún capricho, compréndelo. He planeado este momento durante mucho más tiempo del que tú puedes concebir. A lo largo de todas nuestras conversaciones, siempre fue mi intención acabar con mi vida.

—Podría haberlo hecho mientras yo estaba en Resurgam. ¿Por qué ahora?

—¿Por qué ahora? —La mujer oyó lo que casi podría haber sido una carcajada. Era una risa horrenda, macabra, si ese era el caso—. ¿No es obvio, Ilia? ¿De qué sirve un acto de justicia si no hay un testigo que vea cómo se ejecuta?

El brazalete la informó de que el arma estaba lista para atacar.

—¿Quería que yo viera cómo ocurría esto?

—Pues claro. Siempre has sido especial, Ilia. Mi mejor amiga; la única que me hablaba cuando estaba enfermo. La única que lo entendía.

—También lo convertí yo en lo que es.

—Era necesario. No te culpo por ello, de verdad que no.

—Por favor, no haga esto. Estará haciéndole daño a algo más que a sí mismo. —Sabía que tenía que hacerlo bien, que lo que dijese ahora podría ser crucial—. Capitán, lo necesitamos. Necesitamos las armas que lleva y necesitamos que nos ayude a evacuar Resurgam. Si se mata ahora, estará matando a doscientas mil personas. Estará cometiendo un crimen mucho mayor que el que cree que necesita expiar.

—Pero eso solo sería un pecado por omisión, Ilia.

—Capitán, se lo ruego... No lo haga.

—Aparta tu trasbordador, Ilia. No quiero que te haga daño lo que está a punto de pasar. Esa jamás fue mi intención. Yo solo quería un testigo, alguien que lo entendiese.

—¡Ya lo entiendo! ¿No es suficiente?

—No, Ilia.

El haz que surgió de su cañón era invisible hasta que tocó el casco. Luego, en medio de una galerna que se escapaba y blindaje ionizado, se reveló parpadeante un rayo de un metro de grosor de fuerza destructiva quintaesencial que segaba como una guadaña y mascaba inexorable la nave. Esta, el arma treinta y uno, no era una de las herramientas más devastadoras del arsenal, pero tenía un alcance inmenso. Por eso la había elegido para utilizarla en el ataque contra los inhibidores. El haz de quintaesencia atravesó la nave como un fantasma y surgió con una galerna semejante por el otro lado. La nave comenzó a seguir el surco, a carcomer toda la longitud del casco.

—Capitán...

Volvió a oír su voz.

—Lo siento, Ilia... Ya no puedo parar.

Parecía sufrir. Cosa que no era tan sorprendente, pensó. Sus terminaciones nerviosas alcanzaban cada parte de la Nostalgia por el Infinito. Estaba sintiendo cómo lo rebanaba el haz, y el dolor que sentía era tan agónico como si ella hubiera empezado a cortarse un brazo con una sierra. Una vez más, Volyova lo comprendió. Tenía que ser mucho más que un simple suicidio limpio y rápido. Eso no sería compensación suficiente por su crimen. Tenía que ser algo lento, prolongado, insoportable. Una ejecución marcial, con un testigo diligente que comprendería y recordaría lo que se había infligido.

El haz había abierto un surco de cien metros en el casco. El capitán perdía aire y fluidos al paso del haz.

—Pare —dijo ella—. ¡Por favor, por el amor de Dios, pare!

—Déjame terminar con esto, Ilia. Por favor, perdóname.

—No. No voy a permitirlo.

Volyova no se dio tiempo para pensar lo que había que hacer. Si se lo hubiera dado, dudaba que hubiera tenido el valor de actuar. Jamás se había considerado una persona valiente, y desde luego no alguien dado a sacrificarse.

Ilia Volyova dirigió el trasbordador hacia el haz y se colocó entre el arma y el tajo letal que estaba acuchillando la Nostalgia por el Infinito.

—¡No! —oyó que exclamaba el capitán.

Pero ya era demasiado tarde. El no podía desconectar el arma en menos de un segundo, ni desviarla lo bastante deprisa como para sacarla a ella de la línea de fuego. El trasbordador chocó en ángulo oblicuo con el haz. No había apuntado bien y el borde luminoso borró por completo el lado derecho del trasbordador. Blindaje, aislamiento, refuerzo internos, membrana de presurización, todo desapareció como un soplo en un instante de aniquilación cruel. Volyova tuvo un momento para darse cuenta de que no le había acertado al centro justo del rayo, e instante para darse cuenta de que en realidad no importaba: de todos modos iba a morir.

Se le nubló la vista. Sintió un frío repentino y sobrecogedor en la laringe, como si alguien le hubiera vertido helio líquido por la garganta. Intentó coger aire y el frío le atravesó los pulmones. Tuvo una horrenda sensación de solidez granítica en el pecho. Sus órganos internos se estaban congelando de golpe.

Abrió la boca para pronunciar unas últimas palabras. Parecía lo más apropiado.

31

—¿Por qué, lobo? —preguntó Felka.

Se hallaban solos en la misma extensión de estanques de rocas de color gris hierro y cielos plateados en la que ya se había encontrado, por insistencia de Skade, con el lobo. Ahora soñaba, pero estaba lúcida; había vuelto a la nave de Clavain y Skade estaba muerta, y sin embargo el lobo no parecía menos real que antes. Su forma persistía sin terminar de despejarse, como una columna de humo que de vez en cuando se acercaba burlona a la forma humana.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué odias tanto la vida?

—No la odio. No la odiamos. Solo hacemos lo que debemos.

Felka se arrodilló sobre la roca, rodeada de partes animales. Comprendía que la presencia de los lobos explicaba uno de los grandes misterios cósmicos, una paradoja que había perseguido las mentes humanas desde los albores del vuelo espacial. La galaxia hervía de estrellas, y alrededor de muchas de esas estrellas había mundos. Era cierto que no todos esos mundos estaban a la distancia adecuada de sus soles para despertar el surgimiento de la vida, y no todos tenían las fracciones adecuadas de metales que permitían la compleja química del carbono. A veces las estrellas no eran lo bastante estables para que la vida pudiera aferrarse con una mínima garantía. Pero nada de eso importaba, ya que había miles de millones de estrellas. Solo una diminuta fracción tenía que ser habitable para que hubiera una sobrecogedora abundancia de vida en la galaxia.

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