El arte de amargarse la vida (8 page)

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Authors: Paul Watzlawick

BOOK: El arte de amargarse la vida
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Ladrona (con sequedad, incorporándose): No.

Juez: Dime, ¿dónde? No seas tan cruel...

Ladrona: No me tutee, si usted me lo permite.

Juez: Señorita..., mi dama. Se lo pido. (Se echa de rodillas.) Vea usted, le suplico. En esta postura usted no me hará esperar a ser juez. Si no hubiese jueces, ¿adónde iríamos a parar?, pero ¿si no hubiese ladrones?

La obra acaba con unas palabras de Madame Irma al público cuando finaliza su día —mejor dicho, noche— de trabajo: «Ahora, ustedes tienen que marcharse a casa, donde todo —pueden estar bien seguros de ello— es todavía más artificial que aquí.» Y cuando se apaga la última luz: «Por favor, las puertas de salida están a la derecha.» (Detrás del escenario se oye una ráfaga de ametralladora.)

ESOS EXTRANJEROS MENTECATOS

Como la mayoría de las verdades amargas, la observación final de Madame Irma seguramente no le reporta mucha simpatía. No nos gusta que alguien nos recuerde la falsedad de nuestro propio mundo. Nuestro mundo es el mundo verdadero; desquiciados, falsos, ilusorios, excéntricos son los mundos de los otros. De aquí se puede sacar mucho provecho para nuestro tema.

Usted no tema, mi intención (y menos mi competencia) no es tomar parte en el debate con palabras sabias sobre cómo y por qué se producen tensiones entre los ciudadanos de un país y las minorías de extranjeros. El problema es universal: mexicanos, vietnamitas o haitianos en los EE.UU., norteafricanos en Francia, hindúes en África, italianos en Suiza, turcos en Alemania, y no hablemos de los palestinos, armenios, drusos y chiitas. La lista se haría interminable.

No, para la indignación personal contra los extranjeros y para su rechazo basta con unos contactos personales o hasta con unas simples observaciones directas; tanto si es en el propio país como si es en el extranjero. Eructar después de las comidas se consideraba antiguamente como un cumplido por la buena cocina; que hoy no lo sea, es algo que entretanto ya es sabido de todos. Quizá no sea tan conocido que todavía hoy entre los japoneses es signo de cortesía chasquear con la lengua y hacer ruido entre los dientes con el aire que se aspira. O ¿sabe usted acaso que en América Central es mal visto el que indica la estatura de una persona con el gesto que es normal para los europeos (poniendo la mano horizontal)? Allí, con este gesto sólo se puede indicar la altura de un animal.

Ya que estamos en América Latina, seguramente habrá oído hablar usted del Latín Lover como ejemplar exquisito de virilidad, aun cuando usted no pertenezca al ámbito americano de habla inglesa. Pero allí es donde el aludido «amante latino» hace sobre todo de las suyas. En el fondo es una persona afable e inofensiva y su forma de obrar está perfectamente de acuerdo con el estilo de sociedad de América Latina, estilo, todavía hoy, considerablemente estricto. Como allí, en la llamada alta sociedad (al menos oficialmente) se han puesto unos límites rigurosos a ciertas escapadas, el Latín Lover puede permitirse la conducta apasionadamente enamorada que corresponde perfectamente a la conducta no menos ardiente y sensual, pero no dispuesta a concesiones, de la bella Latina. No es, pues, nada extraño que los cantos populares latinoamericanos (sobre todo los boleros de una belleza verdaderamente nostálgica) enaltezcan desde siempre de una forma romántica el pesar del amor no realizado, imposible de alcanzar, la separación irrevocable justo antes de la consumación de los deseos, la delicia, ahogada por las lágrimas, de la última noche (la noche primera e inevitablemente última). Después de haber escuchado algunos de estos cantos, el extranjero empieza a preguntarse si esto es todo. La respuesta es: en el fondo, sí.

Pero si exportamos a un Latin Lover a los EE.UU. o a Escandinavia, le producimos un montón de problemas. Por la fuerza de la costumbre, asaltará y enamorará a las bellas de allí, mas como éstas tienen unas normas de juego completamente distintas —esto es, mucho más libres—, le van a tomar en serio. Pero nuestro latino no está preparado para ello, pues, según las reglas de su arte, ellas tienen que rechazar o hacerle esperar hasta la noche de bodas. Es fácil imaginarse las complicaciones de desengaño que surgen de ahí para las damas impacientes y para la propia capacidad del varón (que está programada de acuerdo con el mito de la última noche). Vemos de nuevo cuán preferible es andar lleno de esperanza que llegar.

Unos problemas parecidos oprimen el mundo masculino de los italianos, desde que las italianas se han emancipado sensiblemente en los últimos decenios. Antes, el italiano podía ser tan fogoso como se creyera obligado por su condición de hombre. El riesgo era escaso, pues se podía esperar que ella (en general) le rechazaría. Una regla fundamental del coqueteo masculino decía: si me encuentro solo con una mujer, la que sea, más de cinco minutos y no la toco, ella cree que soy homosexual. El problema es que ahora las damas se han vuelto mucho más francas en este punto, y, si hay que dar crédito a las estadísticas especializadas de psiquiatría, el número de pacientes tratados por impotencia sube considerablemente. Comportarse de un modo varonil y apasionado según la costumbre no ofrece peligro sólo y cuando ella adopte la actitud complementaria «correcta» y rechace a uno con bondad maternal.

En cambio a nosotros, los centroeuropeos, en los EE.UU., nos podría pasar que cayéramos en el error diametralmente opuesto al del Latín Lover. El tiempo permitido para mirar directamente a los ojos de un desconocido es muy breve. Basta que se sobrepase en un segundo y los resultados serán muy distintos en Europa y en los EE.UU. Entre nosotros, en general, el otro concibe sospechas, interrumpe el contacto visual y se vuelve sensiblemente inaccesible. En Norteamérica, en cambio, sonríe (especialmente ella). Ello puede inducir a que hasta el más tímido se imagine que esta otra persona nos ofrece su simpatía especial —por decirlo así, un amor a la primera mirada— y que por tanto la situación presenta unas oportunidades particulares. Pero ella no las presenta en modo alguno; sólo las reglas de juego son distintas.

¿A qué viene este puchero de curiosidades pseudo etnológicas? No sólo para impresionarle con mis conocimientos cosmopolitas, sino también porque según esta receta uno puede organizar su viaje al extranjero (o la estancia del extranjero en el propio país) de un modo sumamente desilusionante. Repetimos: el principio no puede ser más simple: tómese el propio proceder como evidente y normal en todo momento y lugar y a despecho de cualquier evidencia en contra. Automáticamente todo proceder distinto en la misma situación «se convertirá» en disparatado o al menos estúpido.

LA VIDA COMO JUEGO

Un aforismo del psicólogo americano Alan Watts dice que la vida es un juego cuya primera regla es: esto no es ningún juego, esto es muy serio. Sin duda, Laing pensaba en algo parecido cuando escribía en sus Knots. «Juegan a un juego. En él juegan a no jugar ningún juego. Si les muestro que juegan, entonces falto a las reglas y me imponen un castigo por ello» [9].

Se ha dicho repetidamente en este Arte de amargarse la vida, que uno de los presupuestos fundamentales de la desdicha eficaz consiste en que la mano derecha no sepa lo que hace la izquierda. De este modo, uno puede jugar al juego de Watts o de Laing consigo mismo.

No se trata de imaginaciones ociosas. Desde hace mucho tiempo, incluso una rama de las matemáticas superiores, la teoría del juego, se ocupa de estos problemas y de otros parecidos. De este terreno vamos a sacar nuestra última inspiración. Como usted ya puede imaginarse, el concepto de juego, para los matemáticos, no tiene en modo alguno un sentido pueril y juguetón. Se trata más bien de un marco conceptual en el que valen unas reglas de juego muy concretas, que determinan cuál es la mejor conducta de juego. Ya se entiende que cuanto más inteligente y correcta sea la aplicación de las reglas, tanto más se optimalizan las posibilidades de ganar.

Es de importancia capital —también lo es para nuestros propósitos— la distinción entre juegos de sumas a ceros y juegos de sumas a no ceros. Miremos primero la clase de juegos de sumas a cero. Comprende los juegos innumerables en los que la pérdida de un jugador significa la ganancia del otro. Por esto, ganancia y pérdida sumadas dan siempre cero. Una simple apuesta, por ejemplo, se basa en este principio. (Hay juegos mucho más complicados en este género, pero no importa que nos ocupemos de ellos.)

Los juegos de sumas a no cero, en cambio —como ya dice su nombre—, son los que no igualan ganancia y pérdida. Esto es, la suma de los dos puede dar más o menos que cero; con otras palabras: en estos juegos ambos jugadores (o, si son más de dos, todos los jugadores) pueden ganar o perder. A primera vista parece complicado, pero pronto se le ocurren ejemplos a uno; uno de ellos podría ser la huelga. En este caso, pierden los dos «jugadores», los empresarios y los obreros, la mayoría de las veces. Pues, aun cuando el debate dé al final un resultado ventajoso para unos o para otros, no es necesario que la pérdida y la ganancia sean igual a cero.

Imaginemos además que la caída de la producción causada por la huelga, aprovecha a otro empresario del ramo que ahora puede vender más los propios productos que antes. En este caso, podría ser que nos encontrásemos de nuevo con un juego de sumas más a cero, si la situación resultante llegara a una correspondencia entre las pérdidas de la primera empresa y las ganancias ocasionadas para la segunda empresa. Aquí pagan el pato empresarios y obreros de la primera empresa, ya que ambos pierden.

Bajemos ahora esta problemática desde los campos abstractos de las matemáticas o desde las escaramuzas colectivas entre la patronal y los sindicatos al nivel de las relaciones humanas individuales. ¿Son éstas juegos de sumas a cero o juegos de sumas a no cero? Para responder a ello tenemos que preguntarnos primero si las «pérdidas» de uno corresponden a las «ganancias» del otro.

Aquí hay divergencia de opiniones. La ganancia, por ejemplo, que consiste en que uno tenga razón y demuestre que el otro está equivocado (pérdida), se puede considerar perfectamente como un juego de sumas a cero. Muchas relaciones son así. Para conseguirlo, basta con que uno de los dos no admita más que la alternativa de ganar o perder. El resto viene por sí solo, aun cuando al principio la filosofía del otro no vaya precisamente en esta dirección. Por tanto, basta jugar a sumas a cero en el plano de la relación, y uno puede estar tranquilo de que en el nivel objetivo, poco a poco, pero con paso firme, se manda al quinto infierno. Lo que pasa fácilmente es que los jugadores de sumas a cero, empeñados como están en la idea de ganar y de hacer la mejor jugada el uno al otro, no advierten la presencia del gran adversario de juego, el tercero que se ríe (aparentemente): la vida. Ante ella pierden los dos.

¿Por qué nos resulta tan difícil comprender que la vida es un juego de sumas a no cero?, que pueden ganar los dos juntos tan pronto como se deja de estar poseído por la idea de tener que vencer al otro y no ser vencido?, ¿y que —algo inconcebible para el jugador de sumas a cero— incluso se puede llegar a vivir en armonía con el gran adversario de juego, con la vida?

Pero ahora hago de nuevo preguntas retóricas a las que Nietzsche intentó responder en Más allá del bien y del mal al afirmar que la locura se da raramente en los individuos, pero que es normal en grupos, naciones y épocas. Pero ¿para qué nosotros, pobres mortales ordinarios, tenemos que ser más sabios que los desproporcionadamente más poderosos jugadores de sumas a cero, por ejemplo, los políticos, patriotas, ideólogos y hasta las superpotencias? ¡Dale que dale sin perder el ánimo! A más moros, más ganancia y aun cuando todo se haga añicos...

EPíLOGO

La regla fundamental que dice que el juego no es ningún juego, sino algo tremendamente serio, hace que la vida sea un juego sin fin, que sólo la muerte acaba. Si esto ya resulta bastante paradójico, aquí tenemos una segunda paradoja: la única regla que podría poner fin a este juego tan serio no es ni siquiera una regla de este juego. Tiene varios nombres que en el fondo significan lo mismo: honradez, confianza, tolerancia.

Como canta el abad, responde el sacristán. Ya lo sabemos de cuando éramos niños. Y también comprendemos que debe ser así; pero sólo hay unos pocos felices que lo crean. Si lo creyéramos, también sabríamos que no sólo somos los creadores de nuestra desdicha, sino que del mismo modo podríamos crear nuestra felicidad.

Este libro empezó con Dostoievski, y tiene que finalizar con él. En los Demonios, dice uno de los personajes más enigmáticos que Dostoievski jamás creara: «Todo es bueno..., todo. El hombre es desdichado, porque no sabe que sea dichoso. Sólo por esto. ¡Esto es todo, todo! Quien lo reconozca, será feliz en el acto, en el mismo instante...» Tan desesperadamente simple es la solución.

ÍNDICE BIBLIOGRÁFICO

[1]
Carrol, Lewis,
Alicia a través del espejo
, Alianza, Madrid, 5.1981.

[2]
Elster, Jon,
Ulysses and the Sirens
: Studies in Kationality and Irrationality, Cambridge University Press, Cambridge, y Éditions de la Maison de Sciences de l’Homme, París, 1979.

[3]
Fairlie, Henry,
My Favorite Sociologist
, en «The New Republic», 7.10.1978, pág. 43.

[4]
Genet, Jean,
Le balcón
(edition definitive), Decimes (Rhone) Barbezat, 1970.

[5]
Greenburg, Dan,
How te be a Jewish Mother
, Price-Stern-Sloane, Los Ángeles, 1964.

[6]
Greenburg, Dan,
How to Make Yourself Miserable
, Random House, Nueva York, 1966.

[7]
Gulotta, Guglielmo,
Commedie e drammi nel matrimonio
, Feltrinelli, Milán, 1976.

8/ Kubie, Lawrence S.,
The Destructive Potential in Humor
, en «Am. Journal of Psychiatry» 127 (1971), 861-866.

[9]
Laing, Ronald D., Knots, Pantheon Books, Nueva York, 1970.

[10]
Maryn, Mike, citado en «San Francisco Chronicle» 28.7.1977, pág. 1.

[11]
Mitscherlich, Alexander, y Gert Kalow, Glück-Gerechtigkeit: Gespráche über zwei Hauptworte, Piper, Munich, 1976.

[12]
Morisette, Rodolphe y Luc, Petit manuel de guérilla matrimonióle: L'Art de réussir son divorce, Ferron, Montreal, 1973.

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