El asesinato del sábado por la mañana (16 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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La enfermera Dvora advirtió que Tubol estaba en un estado de gran agitación. Observándolo por el rabillo del ojo, lo vio acurrucado en la cama, con la mano en el bolsillo del pantalón y un brillo en la mirada que le resultaba desconocido. Se le acercó y dijo, en el tono que el doctor Baum describía, y no sólo a sus espaldas, como su «voz de educadora de guardería», que le gustaría que Tubol fuera a la mesa. Allí, junto a la entrada de la sección, habían dispuesto té y tarta; «la tarta especial de los sábados», añadió con el mismo tono jovial y efusivo.

Tubol no respondió y ni siquiera volvió hacia ella la mirada, fija en un punto de la pared que tenía enfrente. La enfermera Dvora repitió su invitación y entonces Tubol la miró con desconfianza y se tapó con la manta de lana. La enfermera se dio por vencida y salió de la habitación.

Aquel sábado estaba de guardia Hedva y, aunque la enfermera Dvora la apreciaba, no tenía la menor intención de consultarle ningún tema profesional. Sabía muy bien que el facultativo de guardia, el doctor Baum, estaría todo el día en el hospital, porque siempre que Hedva era la residente de turno un sábado, si el facultativo al que le tocaba estar de guardia en su domicilio era Baum, Hedva le pedía que se quedara con ella en el hospital para evitar la enorme ansiedad que le producía estar a cargo de todo. Aunque a Dvora no se le había informado oficialmente de esa medida, nada de lo que ocurriera en el hospital le pasaba inadvertido, y a pesar de que miraba con malos ojos al doctor Baum y de que no le gustaba trabajar con él porque «alborotaba a los enfermos y ponía todo patas arriba» con sus peculiares métodos, incluido el de no hacer caso de sus instrucciones y bromear con los pacientes, en aquella circunstancia prefería recurrir a su experiencia médica antes que pedirle consejo a Hedva. Baum estaba sentado en un sillón, con los pies sobre la mesita de café, y cuando la enfermera entró en la habitación, dijo:

—¡Caramba, mira quién está aquí! A tomarnos un descansito, ¿verdad? ¿Le apetece un café?

—¿Qué les parece? —interpeló Dvora a un público invisible—. ¡A tomarnos un descansito! ¡Lo que hay que oír!

—Bueno —prosiguió Baum, con la mirada chispeante—, ¿le apetece o no le apetece?

—¿Qué? ¿Que si me apetece qué? —preguntó Dvora, absorta en sus pensamientos.

—Así que ya ni sabemos lo que nos apetece —rió Baum acariciándose el bigote—. ¡A dónde vamos a ir a parar! A mí se me ocurren muchas posibilidades apetecibles. ¿Qué me dice de eso?

La enfermera Dvora no se sonrojó y, pasando ostensiblemente por alto la sonrisa de Baum, dijo:

—He venido a decirle que Tubol vuelve a estar mal. Me parece que está a punto de sufrir un ataque. Cuando se levantó esta mañana se le veía bien. No sé qué habrá pasado desde entonces, pero me da la impresión de que está a punto de tener otro ataque.

—¿Está segura? —preguntó el doctor Baum poniéndose serio y sin esperar a que le respondiera. Sabía que Dvora tenía más experiencia y mayor perspicacia que muchos médicos que conocía. Por mucho que se riera de ella, en el fondo apreciaba su trabajo y la buena relación que mantenía con los pacientes—. Es una lástima —terminó por decir mientras se mesaba el bigote—. Este último mes había hecho tantos progresos que incluso estaba pensando en transferirlo a la Uno —la sección I de hombres era un ala semiabierta. O semicerrada, según como se vieran las cosas. Los pacientes de esa sección tenían más libertad que los de la IV de hombres, que era un ala totalmente cerrada—. ¿Qué le ocurre exactamente? ¿Qué síntomas le ha notado?

—De eso se trata precisamente —respondió Dvora titubeando—. No son los síntomas habituales. Está metido en la cama y no quiere comer, ¿sabe?, pero esta vez también se le ve agitado, con una agitación especial..., al menos eso es lo que me ha parecido —pronunció las últimas palabras con cierta agresividad, como si no quisiera comprometerse dando una opinión tajante.

—¿Está tomando la medicación? —preguntó Baum. Dvora asintió con la cabeza y el doctor se volvió hacia el archivador gris de metal que había en un rincón de la habitación, arrastró hacia allí el sillón, que emitió un estridente chirrido, y tomó asiento mientras murmuraba—: Tubol, Tubol Nissim, ¿qué está tomando?— y extrajo una gruesa carpeta archivadora. Dvora comenzó a recitar la lista de medicamentos en voz alta mientras Baum consultaba el archivo para verificarla—. Podríamos aumentar el Mellaril —dijo pensativamente para sí mismo—, o a lo mejor deberíamos esperar hasta mañana, o hasta esta noche. ¿A usted qué le parece? —sin esperar respuesta, prosiguió diciendo—: Bueno, pues esperaremos hasta esta noche. Ya sabe que yo estaré aquí; llámeme si ocurre algo nuevo, ¿de acuerdo?

Dvora no respondió. Si le hubieran pedido su opinión, habría actuado sin pérdida de tiempo, aumentado el Mellaril o alguna otra cosa. Pero nadie le había pedido su opinión. Ella había hecho lo que había podido. El entarimado tembló sacudido por sus pasos cuando salió de la habitación. Baum reprimió el impulso de pellizcarle las enormes posaderas, sonrió para sí y volvió a enfrascarse en la lectura que había interrumpido.

Estuvo leyendo hasta que sintió hambre. Vio que era la una; si no se daba prisa, no le dejarían nada de comer. Desde que habían recortado el presupuesto, la calidad de la comida había caído hasta un nivel invariablemente bajo, que provocaba indignación incluso en los pacientes depresivos. Cuando hubo dejado la lectura y se vio al aire libre, decidió que de camino al comedor del personal pasaría a ver a Tubol. Se dirigió a la sección IV palpándose el bolsillo para cerciorarse de que llevaba encima el picaporte de la puerta. Siempre le asustaba la posibilidad de verse obligado a pedirle el suyo a Dvora y que ella se lo tomara como un triunfo. Si eso ocurriera, la enfermera tendría que dejarlo encerrado dentro de aquella ala. En el hospital Margoa habían sustituido el convencional manojo de llaves por el sistema de los picaportes. Las puertas de las distintas secciones no tenían picaporte por dentro, un hecho que daba lugar a una reserva inagotable de bromas, algunas de mejor gusto que otras.

El picaporte estaba en su bolsillo. Entró en la sección, saludó a Dvora con la cabeza y se dirigió hacia la habitación de Tubol. Era la más cercana a la entrada y en ella se alojaban otros ocho pacientes, ninguno de los cuales estaba allí en ese momento. El doctor Baum se aproximó a la cama de Tubol, tomó asiento y dijo:

—¿Qué tal, Nissim? ¿Hemos decidido ponernos enfermos otra vez? —Tubol, que estaba enroscado sobre sí mismo en la cama, debajo de una manta, no reaccionó. Baum le tocó la mano que asomaba; la tenía caliente y seca—. Me parece que tienes fiebre; vamos a ver —dijo. Comenzó a retirar la manta, pero Tubol se aferró a ella con todas sus fuerzas, mordiéndose los labios, acurrucado en posición fetal. Baum no logró destaparlo. Echó un vistazo al reloj y dijo que volvería dentro de un rato y que, entonces, Tubol quizá estaría dispuesto a portarse de una manera más racional. Mientras se dirigía a la salida, le dijo a Dvora—: Hágame un favor: vigile a Tubol; creo que tiene fiebre. Yo me voy a comer algo. Manténgalo vigilado, ¿de acuerdo? —y sin esperar a que le respondiera, se marchó.

El doctor Baum se detuvo junto a la valla para mirar la calle. Vio que había coches aparcados a ambos lados de la calzada, hizo una mueca y entró en el comedor. Hedva Tamari, la residente de guardia, por la que sentía un profundo afecto, estaba de pie en un rincón, tomando una rebanada de pan untada con una sustancia roja que le dio náuseas.

—¿Otra vez esa mermelada de bote? —preguntó, y sin esperar ninguna respuesta prosiguió—: Oye, ¿has visto cuántos coches hay ahí fuera? ¿Estarán esos lunáticos celebrando otro de sus jolgorios sabatinos?

Hedva se señaló la boca llena, terminó de masticar y, mientras untaba de mermelada otra rebanada de pan, contestó:

—No tengo ni idea. Estoy de guardia, ¿recuerdas? No he asomado la nariz a la calle desde que llegué. ¿Qué quieres que sepa?

Sabiendo que era el segundo sábado consecutivo en que Hedva estaba de guardia en el hospital, Baum no se dio por ofendido ante aquella hostilidad; sonrió y dijo:

—No hay necesidad de vapulearme así. Sólo te había hecho una pregunta. Creía que lo sabrías. Porque son amigos tuyos, ¿no?

—Sabes muy bien que todavía no me han aceptado y, además, no te lo he contado para que empieces a hacer bromitas sobre el tema a grito pelado —siseó Hedva con expresión ofendida.

—Bueno, bueno, te pido disculpas, deja de molestarte por todo —dijo Baum, conciliador, y después se apresuró a añadir—: Pero realmente hay un montón de coches; ve a echar un vistazo.

Mientras hablaba se sirvió una generosa ración de macarrones pegajosos mezclados con algo que parecía salsa de tomate y un trozo de una especie de empanada de pescado. Engulló la comida haciendo un esfuerzo por no prestar atención al sabor. Sintiéndose incapaz de repetir, se marchó del comedor, pasó de largo ante la caseta del guarda del hospital y, un tanto indeciso, salió a la soleada calle.

Dirigió la mirada hacia la parte de arriba de la calle, que desde fuera del hospital se divisaba hasta lo alto de la cuesta, y después volvió sobre sus pasos, casi a la carrera, hasta la caseta del guarda que estaba junto a la puerta, donde preguntó alarmado:

—Oiga, ¿ha visto todos esos coches de policía? ¿Ha pasado algo?

El guarda, un jubilado entrado en años que no se había aventurado fuera de la pequeña garita de piedra durante toda la mañana, salvo para hacer la ronda del recinto hospitalario, salió a la puerta y dijo:

—A mí que me registren, doctor Baum. Llevo varias horas viéndolos, desde la ventana, claro, pero no he preguntado nada.

Baum salió otra vez a la calle, subió hasta el Instituto, cruzó la estrecha calle y se dirigió a un policía que estaba junto a un coche patrulla:

—Discúlpeme, por favor, ¿ha ocurrido algo?

El policía le dijo a Baum que no se parara allí. Después de presentarse y explicarle al agente que era el médico de guardia del hospital que estaba al fondo de la calle, invitándole a acompañarlo hasta allí para preguntárselo al guarda si no le creía, el policía al fin se ablandó y dijo que se había producido un accidente. Baum quería enterarse de más detalles, pero el policía tenía una expresión hermética, reflejo de su decisión de no decir ni una palabra más. Baum echó a andar cuesta abajo hacia el hospital. Se detuvo junto a la caseta de la entrada, pidió la guía telefónica, buscó el número del Instituto y lo marcó ansiosamente. Como la línea estaba ocupada, volvió a subir la cuesta corriendo y se detuvo junto a la verja verde, donde se había congregado un grupo de personas. Los conocía a todos; algunos eran antiguos compañeros de la facultad de medicina y otros habían trabajado con él en distintas clínicas psiquiátricas.

Vio a Gold, que había preparado una oposición a la vez que él y ahora tenía una plaza en el departamento de psiquiatría del hospital Hadassah; se había bajado de un coche patrulla y estaba recostándose contra un muro de piedra con el rostro demudado. Vio a la hermosa Dina Silver, a quien había conocido cuando estaba dando sus primeros pasos como psicóloga en el Margoa. Recordaba muy bien sus intentos de seducirla, todos ellos fracasados. Seguía siendo muy guapa. Con su vaporoso abrigo azul, era una visión digna de contemplarse.

También reconoció a Joe Linder, de quien había oído hablar a diversas personas. Recordaba que una mujer lo había definido como «el único varón atractivo del Instituto, y muy inteligente, además».

Junto a ellos había tres personas desconocidas haciendo preguntas a grandes voces. Un hombre gordo y sudoroso que llevaba un micrófono en la mano estaba gritándole a Dina Silver:

—Sólo quiero que me diga su nombre, no le pido nada más... ¿Qué tiene eso de terrible?

Dina hacía como si no le oyera y él continuó repitiendo su pregunta hasta que Linder lo agarró por la manga y se lo llevó aparte, diciendo algo que Baum no alcanzó a oír. El hombre se alejó un poco y tomó posiciones junto al coche de policía. Baum se aproximó a Gold y le preguntó:

—¿Qué está pasando aquí?

Gold, que estaba aún más pálido que después de examinarse de la oposición, agarró a Baum del brazo y echó a andar cuesta abajo, hacia el Margoa, mientras le contaba los acontecimientos de la mañana sin prestar la menor atención a las respuestas de su acompañante, que no paraba de repetir, con ligeras variaciones, las exclamaciones que comúnmente realiza quien sabe que lo que está oyendo es más cierto que el Evangelio pero no logra asimilarlo. Gold concluyó su historia refiriéndose a los periodistas que merodeaban por la zona a la espera de noticias.

—Son como escarabajos peloteros, se alimentan de todas las porquerías que ocurren —dijo con repugnancia.

Después dio voz a su preocupación por los pacientes de Neidorf, y en ese momento recordó que él era uno de ellos y se quedó callado.

—¡Es increíble! —volvió a exclamar Baum—. ¡En el Instituto! ¡Dios mío! ¡Y precisamente Neidorf!

Gold no respondió. Después añadió con voz turbada que acababa de regresar de la jefatura de policía del barrio ruso, donde había prestado declaración; un policía había estado interrogándolo durante muchísimo tiempo, se quejó.

Baum había asistido a varias conferencias de Neidorf, que trabajó en el hospital durante varios años, antes de su época, y todavía pasaba consulta en la clínica de atención externa. Tanto en el hospital como en la clínica se había ganado una admiración que casi rayaba en la veneración. Él mismo tenía por costumbre decir que Neidorf era genial, aunque en privado se permitía burlarse de su falta de sentido del humor.

Después de hacerle a Gold un comentario sobre el tono verdoso de su semblante y de expresarle su conmiseración por el trauma que había sufrido, lo invitó a acompañarlo a tomar un café en su despacho. Gold aceptó la invitación por algún motivo que ni él mismo acertó a comprender. Nunca se había sentido cómodo en compañía de Baum y no entendía sus chistes. Desde que dejaron de ser compañeros de estudios, siempre lo había evitado. Echó a andar detrás de él mascullando que en realidad debería irse a casa.

El café que Baum le sirvió de un termo en la sala de los médicos de guardia estaba turbio y bastante frío, pero Gold se lo bebió sin rechistar. Los músculos de las pantorrillas le temblaban de debilidad, como si acabara de realizar un enorme esfuerzo físico, y cuando se sentó en el sillón, un temblor incontrolable comenzó a sacudirle las piernas. Gold atribuyó el cansancio a su migraña.

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