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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

El asesino dentro de mí (22 page)

BOOK: El asesino dentro de mí
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—¿Decía que no quiere perjudicar a nadie? ¿Hablaba en serio?

—Sí. Es imposible perjudicar a quien ya está muerto.

—Muy bien.

No sé si realmente había comprendido mi plan y le satisfacía. Su concepto del bien y del mal no se ajustaba precisamente mucho al de los libros.

—Me revienta arrojar la esponja —gruñó—. Nunca he tenido la costumbre de rendirme, ¿sabe?

—No se rinde usted. ¿Ve ese coche que nos sigue? ¿Y ese otro que se nos puso delante hace un rato? Son coches del condado, señor Walker. No arroja usted la esponja. La partida está perdida hace tiempo.

Echó una mirada al retrovisor y luego escrutó la carretera. Escupió y se limpió mano en los pantalones.

—Todavía nos queda bastante, señor Ford. Unos cincuenta kilómetros, ¿no?

—Más o menos. Tal vez un poco más.

—No sé si querrá contármelo todo. Entiéndame, no quiero forzarlo, pero podría ser útil. Quizá le pueda ser útil a otro.

Hizo pasar el tabaco de una mandíbula a la otra, mascó un momento y siguió:

—Yo nunca estudié derecho en la Facultad, señor Ford. Aprendí leyes a fuerza de leer en el despacho de un fiscal. La única educación superior que recibí fueron un par de cursos en un instituto agronómico. Lo único que hacíamos era perder el tiempo. Allí aprendí sólo dos cosas que me hayan sido de utilidad. Una, que era imposible hacerlo peor que los que ocupan el poder, y que me convenía derribarles y conseguir su puesto. La otra era una definición que encontré en los libros de agronomía y que creo significó un descubrimiento más importante que el que acabo de explicar. Transformé más profundamente mi forma de pensar, si es que entonces pensaba. Antes, lo veía todo blanco o negro; había lo bueno y lo malo. Pero ahí aprendí que la etiqueta que se le pone a una cosa depende de la posición en que estés tú y de la posición de la cosa. Y… la definición que saqué de los libros de agronomía era ésta: «Una mala hierba es una planta que no está en su lugar». Si encuentro una amapola en un campo de trigo, es una mala hierba. Si la encuentro en mi jardín es una flor… Está usted en mi jardín, señor Ford.

… Le conté lo que había ocurrido. El iba asintiendo con la cabeza, escupiendo, atento al volante, divertido enano panzudo que sólo tenía una cualidad: la comprensión, pero la tenía hasta tal punto, que no olvidaba el resto. Me comprendía mejor de lo que me comprendía yo mismo.

—Sí, sí —murmuró—. Tenía la obligación de persuadirse de que era capaz de amar. Lo necesitaba para compensar ese sentimiento de culpabilidad oculto en su subconsciente.

Y después:

—Y, por supuesto, sabía que nunca se marcharía de Central City. El exceso de protección de que le rodeó su padre produjo en usted un pánico al mundo exterior. Y, lo que es más importante, el hecho de quedarse aquí, sufriendo, formaba parte de la carga que tenía usted que soportar.

Lo comprendía muy bien, sin duda.

Apuesto a que Billy Boy Walker debe ser el tipo más odiado del país en las altas esferas. Pero es el mejor hombre que conocí en mi vida.

Supongo que los sentimientos que me inspira dependen también de lado en que se encuentre uno.

Detuvo el coche delante de mi casa; no tenía ya más que contarle. Pero se quedó unos minutos inmóvil, escupiendo, en actitud de reflexión.

—¿Le importa que entre un momento, señor Ford?

—No creo que sea conveniente. Me temo que esto no va a durar mucho ya.

Sacó un viejo reloj del bolsillo y lo miró.

—El tren no pasa hasta dentro de dos horas, pero… bueno, tal vez tenga razón. Lo lamento, señor Ford. Confiaba, a falta de solución mejor, en que viniese conmigo.

—No podría acompañarle en ningún caso. Como usted decía, estoy atado aquí. Nunca seré libre mientras viva…

25

No tienes tiempo, pero parece como si tuvieras todo el tiempo del mundo. No tienes nada que hacer, pero parece como si lo tuvieras todo por hacer.

Haces café y te fumas unos cigarrillos; y las manecillas del reloj se han vuelto locas por ti. Apenas se han movido, apenas se han desplazado del lugar donde las viste por última vez, pero han marcado ¿la mitad? ¿dos tercios? de lo que te queda de vida. Tienes todo el tiempo, pero esto no es tiempo en absoluto.

Tienes todo el tiempo; y de algún modo no puedes hacer mucha cosa por él. Tienes todo el tiempo; y es de una milla de ancho por una pulgada de profundidad e infestado de caimanes.

Vas a la oficina y coges un libro o dos de los estantes. Lees unas líneas, como si tu vida dependiera de leerlas correctamente. Pero sabes que tu vida no depende de nada que tenga sentido, y te preguntas cómo demonios tuviste esa idea; y empiezas a sentirte dolorido.

Vas al laboratorio y empiezas a manosear todas las hileras de botellas y cajas, tirándolas por el suelo, dándoles patadas, pateándolas. Encuentras la botella de ácido nítrico puro al uno por ciento y sacas su tapón de corcho. Te la llevas a la oficina y lo echas sobre las hileras de libros. Y las encuadernaciones de piel empiezan a sacar humo y se curvan y debilitan por completo —y esto no es lo bastante bueno.

Vuelves a ir al laboratorio. Sales con una botella de un galón de alcohol y la caja de las velas largas para casos de emergencias. Para emergencias.

Subes las escaleras y sigues subiendo por el corto tramo de escaleras que te llevan hasta el ático. Bajas del ático y entras en cada habitación. Sigues bajando las escaleras hasta llegar a la planta baja. Y cuando regresas a la cocina llevas las manos vacías. Has dejado todas las velas y el alcohol ha desaparecido.

Agitas la cafetera y la colocas sobre el quemador de la cocina. Lías otro cigarrillo. Coges un cuchillo trinchante del cajón y lo deslizas por la manga de tu camisa rosácea con la pajarita negra.

Te sientas a la mesa con tu café y tu cigarrillo, y mueves el codo arriba y abajo para ver hasta dónde puedes bajar el brazo sin que se caiga el cuchillo, dejando que se deslice por tu manga una o dos veces.

Piensas, «¿cómo se puede hacer? ¿Cómo se puede hacer daño a alguien que ya esta muerto?»

Te preguntas si has hecho las cosas correctamente, de modo que no quede nada pendiente que no debería haber estado, y sabes que todo se ha hecho bien. Lo sabes, porque planeaste este momento hace una eternidad en algún lugar.

Miras al techo, escuchas, a través del techo y en el cielo más allá. Y no te queda el menor atisbo de duda en la mente. Éste debe ser el avión, el correcto, procedente del este, de Fort Worth. Será el avión en el que viene ella.

Miras hacia el techo, sonríes, asientes y dices: «Hace tiempo que no nos veíamos. ¿Qué has estado haciendo, muñeca? ¿Cómo estás, Joyce?».

26

Por gusto eché una ojeada por la puerta de atrás, y al volver hacia el comedor me paré a mitad de camino y miré por la ventana. Naturalmente, todo era tal como me lo había imaginado. Tenían la casa rodeada por todos los ángulos. Hombres armados con carabinas Winchester. Adjuntos del
sheriff
, la mayoría, y unos cuantos «vigilantes» de la plantilla de Conway.

Me habría divertido contemplar el despliegue tranquilamente, salir de la casa a saludarles. Pero también les habría divertido a ellos, y me pareció que ya tenían diversión suficiente sin eso. Pues alguno de esos “vigilantes” podía tenerle más afición de la cuenta al gatillo, ávidos de demostrarle al jefe su eficiencia. Y yo aún tenía algo que hacer.

Tenía que preparar todo lo que quería llevarme conmigo.

Di una última ronda a la casa para asegurarme de que todo seguía en orden. Cerré todas las puertas tras de mí,
todas las puertas tras de mí
, bajé a sentarme de nuevo en la cocina.

La cafetera estaba vacía. Sólo quedaba un papel de fumar y tabaco para liar un cigarrillo, y sí, ¡sí!, me quedaba una última cerilla. Todo perfectamente a punto.

Aspiré el cigarrillo contemplando cómo avanzaban las cenizas de color rojo y gris hacia mis dedos, sin ninguna necesidad, porque ya sabía que no iban a pasar de allí.

Oí llegar un coche. Un par de portezuelas que se cerraban. Oí que atravesaban el patio, subían las escaleras y cruzaban el porche. Oí abrirse la puerta de la calle; y entraron. Las cenizas se habían consumido, el cigarrillo estaba acabado.

Lo dejé en el plato y levanté la vista.

Primero miré por la ventana de la cocina, hacia los dos tipos que vigilaban fuera. Luego alcé la cabeza para recibir a los recién llegados.

Conway y Hendricks, Hank Butterby y Jeff Plummer. Y dos o tres individuos que no conocía.

Se apartaron sin dejar de observarme, para dejar que ella pudiera adelantarse. La miré.

Joyce Lakeland.

Llevaba el cuello embutido en un estuche de yeso, que le llegaba hasta la barbilla, y caminaba con paso rígido y espasmódico. Su rostro era una masa blanca de gasa y esparadrapo, que apenas dejaba ver más que los ojos y los labios. Intentó decir algo, sus labios se movían, pero no tenía voz. Apenas pudo exhalar un susurro.

—Lou… yo no…

—Claro que no. Nunca lo he pensado, querida.

Siguió avanzando hacia mí. Me levanté, con el brazo alzado, como para alisarme el pelo.

Sentí que el rostro se me contraía, que los labios se me arrugaban en una mueca que dejaba los dientes al descubierto. Sabía cuál era mi aspecto, pero a ella no parecía importarle. No tenía miedo. ¿De qué iba a tener miedo?

—…así, Lou. Así, no…

—Claro, no puedes. No sé cómo habrías podido…

—… de ningún modo, a no ser…

—Dos corazones que laten como uno solo. D-dos… ja, ja, ja,…, dos…ja, ja, ja, ja, ja, ja,…, dos J-jesucris… ja, ja, ja, ja, ja,…, dos Jesu…

Y me abalancé sobre ella, me lancé tal como ellos esperaban que haría. O casi. Fue como si hubiese dado una señal. De repente empezó a salir humo del suelo. La habitación estalló en gritos y detonaciones, y yo estallé con ella en una carcajada estruendosa, homérica. No habían comprendido nada. Joyce acababa de recibir un buen golpe entre las costillas y la hoja estaba clavada hasta la empuñadura. Después de eso, todos ellos vivieron para siempre felices, supongo, y… y… eso es todo.

Sí, creo que eso es todo, a no ser que la gente como nosotros tenga otra oportunidad en el otro mundo. Nosotros, la gente como nosotros.

Todos nosotros, que debutamos en la vida con una tara irremediable, que deseábamos tanto y habíamos obtenido tan poco, que con tan buenas intenciones acabamos tan mal… Todos nosotros: Yo y Joyce Lakeland, Johnnie Pappas y Bob Maples, el bueno de Elmer Conway y la pequeña Amy Stanton. Todos nosotros.

Todos nosotros.

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