El asno de oro (23 page)

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Authors: Apuleyo

BOOK: El asno de oro
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—¿Cómo tan espantado te ha este presente mal, en que has caído y perdido todo tu seso y no miras este remedio fortuito que acaso te es venido por la providencia de los dioses? Porque si en este último ímpetu de la fortuna tornas en ti, despierta y escúchame: y toma este asno que ahora es venido aquí, y, llevado a algún lugar apartado, degüéllalo, y una de sus piernas, que es semejante de la perdida, córtasela, y muy bien guisada, picada o de otra manera que sea muy sabrosa, ponla delante de tu señor en lugar del ciervo.

Al bellaco azotado plúgole de su salud con mi muerte, y alabando la sagacidad y astucia de su mujer, acordando de hacer de mí aquella carnicería, aguzaba sus cuchillos.

NOVENO LIBRO

Argumento

En este noveno libro cuenta la astucia del asno cómo escapó de la muerte; de donde se siguió otro mayor peligro, que creyeron que rabiaba y con el agua que bebió vieron que estaba sano. Cuenta asimismo de una mujer que engañaba a su marido, porque su enamorado, diciendo que quería comprar un tonel viejo, burló al marido. Ítem el engaño de las suertes que traían aquellos sacerdotes de la diosa Siria y cómo fueron tomados con el hurto; y de cómo fue vendido a un tahonero, donde cuenta de la maldad de su mujer y de otras; y después fue vendido a un hortelano; y de la desdicha que vino a toda la gente de casa; y cómo un caballero lo tomó al hortelano; y el hortelano lo tomó por fuerza al caballero y se escondió con el asno, donde después fue hallado.

Capítulo I

Cómo Lucio, asno, fue libre de la muerte con buena astucia, por dos veces que se le ofreció: una, de las manos de un cocinero que le quería matar, y otra, de los criados de casa que presumieron rabiaba.

De esta manera aquel carnicero traidor armaba contra mí sus crueles manos; yo, con la presencia de tan gran peligro, no teniendo consejo, ni había tiempo para pensar mucho en el negocio, deliberé huyendo escapar la muerte que sobre mí estaba, y prestamente, quebrado el cabestro, con que estaba atado, eché a correr a cuatro pies cuanto pude, echando coces a una parte y a otra por ponerme en salvo; y así, como iba corriendo, pasada la primera puerta, lanceme sin empacho ninguno dentro de la sala donde estaba cenando aquel señor de casa sus manjares sacrificales con los sacerdotes de aquella diosa Siria, y con mi ímpetu derramé y vertí todas aquellas cosas que allí estaban, así el aparador de los manjares como las mesas y candeleros y otras cosas semejantes; la cual disformidad y estrago, como vio el señor de la casa, mandó a un siervo suyo que con diligencia me tomase y como asno importuno y garañón me tuviese encerrado en algún cierto lugar, porque otra vez con mi poca vergüenza no desbaratase su convite placentero y alegre. Entonces yo me alegré con aquella guarda de la cárcel saludable, viendo cómo con mi astucia y discreta invención había escapado de las crueles manos de aquel carnicero; pero no es maravilla, porque ninguna cosa viene al hombre derechamente, cuando la Fortuna es contraria; porque la disposición y hado de la divina Providencia no se puede huir ni reformar con prudente consejo ni con otro remedio, por sagaz o discreto que sea; finalmente, que la misma invención que a mí pareció haber hallado para la presente salud, me causó y fabricó otro gran peligro, que aun mejor podría decir muerte presente. Porque un muchacho, temblando y sin color, entró súbito en la sala donde cenaban, según que los otros servidores y familiares entre sí hablaban; el cual dijo a su señor cómo de una calleja de allí cerca había entrado un poco antes por el postigo de casa un perro rabioso con gran ímpetu y ardiente furor y había embrujado todos los perros de casa; y después había entrado en el establo y mordió con aquella rabia a muchos caballos de los que allí estaban, y aun que tampoco dejó a los hombres, porque él mordió a Mitilo, acemilero, y a Epestión, cocinero, y también aquel Hipatalio, camarero, y a Apolonio, físico, y a otros muchos de casa que lo querían echar fuera; en manera que muchas de las bestias de casa estaban mordidas de aquellos rabiosos bocados, lo cual asombró a todos, pensando, por estar yo inficionado de aquella pestilencia, hacía aquellas ferocidades; así arrebataron lanzas y dardos y comenzáronse a amonestar unos a otros que lanzasen de sí un mal común y tan grande como aquél; cierto, ellos me perseguían y rabiaban más que yo, por lo cual sin duda me mataran y despedazaran con aquellas lanzas y venablos y con hachas que traían, sino porque yo, viendo el ímpetu de tan gran peligro, luego me lancé en la cámara donde posaban aquellos mis amos; entonces, bien cerradas las puertas, encima de mí velaban a la puerta hasta que yo fuese consumido o muerto de aquella rabia y pestilencia mortal y ellos pudiesen entrar sin peligro suyo; lo cual así hecho, como yo me vi libre, abracé el don de la fortuna que a solas me había venido, y lanceme encima de la cama, que estaba muy bien hecha, y descansé, durmiendo como hombre, lo cual después de mucho tiempo yo no había hecho. Ya otro día bien claro y habiendo yo muy bien descansado con la blandura de la cama, levanteme esforzado y aceché aquellos veladores que allí estaban guardándome, los cuales altercaban de mis fortunas diciendo en esta manera:

—Este mezquino de asno creemos que está fatigado con su furor y rabia, y aun lo que más cierto puede ser: creciendo la ponzoña de su rabia estará ya muerto.

Estando ellos en el término de estas variables opiniones, pónense a espiar qué es lo que hacía, y mirando por una hendedura de la puerta, viéronme que estaba sano y muy cuerdo, holgando a mi placer; y como me vieron ellos ya más seguros, abiertas las puertas de la cámara, quisieron experimentar más enteramente si por ventura yo estaba manso; y uno de aquéllos, que parece que fue enviado del cielo para mi defensor, mostró a los otros un tal argumento para conocimiento de mi sanidad, diciendo que me pusiesen para beber una caldera de agua fresca, y si yo sin temor y como acostumbraba llegase al agua y bebiese de buena voluntad, supiesen que yo estaba sano y libre de toda enfermedad, y, por el contrario, si vista el agua hubiese miedo y no la quisiese tocar, tuviesen por muy cierto que aquella rabia mortal duraba y perseveraba en mí, y que esto tal se solía guardar, según se cuenta en los libros antiguos. Como esto les pluguiese a todos, tomaron luego una gran paila de agua muy clara, que habían traído de una fuente de allí cerca, y dudando, con algún temor, pusiéronmela delante; yo me salí luego sin tardanza ninguna a recibir el agua, con harta sed que yo tenía, y abajado lancé toda la cabeza y comencé a beber de aquella agua, que asaz era para mí verdaderamente saludable. Entonces yo sufrí cuanto ellos hacían, dándome golpes con las manos, y tirarme de las orejas, y trabarme del cabestro, y cualquier otra cosa que ellos querían hacer por experimentar mi salud; yo había placer de ello hasta tanto que contra su desvariada presunción yo probase claramente mi modestia y mansedumbre para que a todos fuese manifiesta.

Capítulo II

En el cual cuenta Lucio una historia que oyó haber acontecido en un lugar donde llegaron un día; cómo una mujer engañó graciosamente a su marido por gozar de un enamorado que tenía.

En esta manera, habiendo escapado de dos peligros, otro día siguiente, cargado otra vez de los divinos despojos, con sus panderos y campanillas, echacorveando por esas aldeas empezamos a caminar; y habiendo ya pasado por algunos castillos y caserías, llegamos a un lugarejo donde había sido una ciudad muy rica, según que los vecinos de allí contaban y aun parecía en los edificios caídos que había; aposentados allí aquella noche, oíles contar una graciosa historia que había acaecido de una mujer casada con un hombre pobre trabajador, la cual quiero que también sepáis vosotros. Éste era un hombre que se alquilaba para ir a trabajar, y con aquello poco que ganaba se mantenían miserablemente; tenía una mujercilla, aunque también pobre, pero galana y requebrada. Un día, de mañana, como su marido se fuese a la plaza donde lo alquilaban para trabajar, vino el enamorado de su mujer y lanzose en casa; como ellos estuviesen a su placer, encerrados en el palacio, el marido, que ninguna cosa de aquello sabía ni sospechaba, tornó de improviso a casa, y, como vio la puerta cerrada, alabando la bondad y continencia de su mujer, llamó a la puerta, silbando, porque la mujer conociese que venía; entonces la mujer, que era maliciosa y astuta para tales sobresaltos, abrazando y halagando a su enamorado, hízolo meter en un tonel viejo que estaba a un rincón de casa, medio roto y vacío, y abierta la puerta a su marido, comenzó a reñir con él, diciendo:

—¿Cómo así venís vacío y mucho despacio? ¿Metidas las manos en el seno habéis de venir? ¿No miráis nuestra grande necesidad y trabajo de nuestra vida? ¿Por qué no traéis alguna cosilla para comer? Yo, mezquina, que todo el día y toda la noche me estoy quebrando los dedos hilando y encerrada en mi casa, al menos que tenga para encender un candil; bienaventurada y dichosa mi vecina Dafne, que en amaneciendo come y bebe cuanto quiere y todo el día se está a placer con sus enamorados.

El marido, con esto convencido, dijo:

—Pues ¿qué es ahora esto? Aunque nuestro amo está hoy ocupado en un pleito y no pudo llevarnos a trabajar, yo he proveído a lo que habemos de comer: sabes, señora, aquel tonel que allí está vacío tanto tiempo ha ocupándonos la casa, que otra cosa no aprovecha, lo he vendido por cinco dineros a uno que aquí viene para que me dé el dinero y llévelo él por suyo.

¿Por qué no te levantas presto y me ayudas a que demos este tonel quebrado y viejo a quien lo compró?

Cuando esto oyó la mujer, de lo mismo que su marido decía sacó un engaño, y fingió una gran risa, diciendo:

—¡Oh qué gran hombre y buen negociador que he hallado, que la cosa que yo, siendo mujer necesitada en mi casa, tengo vendida por siete dineros, vendió en la calle por menos!

El marido contestó alegre y dijo:

—¿Quién es éste que tanto dio?

Respondió la mujer:

—Vos muy poco sabéis; ahora entró uno dentro en él para ver qué tal estaba, si era muy viejo.

No faltó a su astucia la malicia del adúltero, que luego salió del tonel alegre, diciendo:

—Buena mujer, ¿quieres saber la verdad? Este tonel, muy viejo y podrido, es abierto por muchas partes.

Y disimuladamente volviose al marido, como que no lo conocía, y díjole:

—Tú, hombrecillo, quienquiera que eres, ¿por qué no me traes presto un candil para que, rayendo estas heces que tiene, pueda conocer si vale algo para aprovecharme de él? ¿O piensas que tenemos los dineros ganados a los naipes?

El buen hombre, no pensando ni sospechando mal, no tardó en traer el candil. Dijo al comblezo:

—Apártate un poco, hermano; huelga tú, que yo entraré a ataviar y raer lo que tú quieres.

Diciendo esto, quitose el capote y tomó la mujer el candil; él entró en el tonel y comenzole a raer aquellas costras. El adúltero, como vio la mujer estar bajada, alumbrando a su marido, burlábala; y ella, con astucia, metida la cabeza en el tonel, burlaba del marido, diciendo:

—Rae aquí y allí y quita esto y esto otro, mostrándole con el dedo, hasta que la obra de entrambos fue acabada.

Entonces salió del tonel, y tomando sus siete dineros, el mezquino del marido cargó el tonel a cuestas y llevolo hasta casa del adúltero. Aquí estuvimos algunos días, donde por la liberalidad de los de aquella ciudad fuimos muy bien tratados y mis amos bien cargados de muchos dones y mercedes que les daban por sus adivinanzas.

Capítulo III

En el cual Lucio cuenta una astuta manera de que usaban los echacuervos para sacar dineros, y cómo fueron presos vilmente por haber hurtado de su templo un cántaro de oro, y cómo fue el asno vendido a un tahonero, y del trabajo que allí le sucedió.

Además de esto, los limpios y buenos de los echacuervos inventaron otro nuevo linaje de apañar dineros; el cual fue que traían una suerte sola, y ésta, aunque era una, ellos la referían a muchas cosas, porque en cada quintería de aquéllas la sacaban para responder y engañar a los que les preguntaban y consultaban sobre cosas varias, y la suerte decía de esta manera: «Por ende los bueyes juntos aran la tierra, porque para el tiempo venidero nazcan los trigos alegres.» Con esta suerte burlaban a todos, porque si algunos deseaban casarse, y les preguntaban cómo sucedería, decían que la suerte respondía que era muy bueno para juntarse por matrimonio y para criar hijos; si alguno quería comprar una heredad, respondían que era muy bien, porque los bueyes y el yugo significaban los campos floridos y alegres de la simiente; si alguno, solícito de caminar, preguntaba a aquel adivino o agüero, decían que era muy bueno, porque veían cómo estaban juntos y aparejados los más mansos animales de cuantos hay de cuatro pies, y siempre prometían ganancia de lo que en la tierra se sembraba; si algunos de aquéllos quería ir a la guerra o a perseguir ladrones, y preguntaba si era su ida provechosa o no, respondía que la victoria era muy cierta, según la demostración de la suerte, porque sojuzgaría a su yugo las cervices de los enemigos y habría de lo que robasen muy abundante y provechosa presa. Con esta manera de adivinar y con su grande astucia engañosa no pocos dineros apañaban; pero ellos, ya cansados de tantas preguntas y de recibir dineros, aparejáronse al camino y comenzamos a caminar por una vía mucho peor que la que habíamos andado de noche, porque había muchas lagunas de agua y sartenejas, que cada rato caíamos: de una parte del camino casi la bañaba un lago grande que había allí, y de la otra parte resbaloso de un barro como de cieno; finalmente, que cayendo y tropezando, ya desportillados los pies y las manos, que apenas pude salir de allí, cansado y fatigado, llegamos a unos campos; y he aquí súbitamente a nuestras espaldas una manada de gente a caballo armada, que no podían tener los caballos, y con aquel rabioso ímpetu arremetieron a Filebo y a los otros sus compañeros y echáronles las manos a los pescuezos, llamándoles sacrílegos, irregulares y falsarios, dándoles buenas puñadas, echáronles a todos esposas a las manos y con palabras muy recias les comenzaron a apretar para que luego descubriesen dónde llevaban un cántaro de oro que habían hurtado; y que dijesen la verdad, que aquello era argumento e indicio de su maldad, que fingiendo ellos de sacrificar secretamente a la madre de los dioses que allí había, de su estrado lo hurtaron escondidamente; y pensando escapar la pena de tan gran traición, callando su partida, antes que amaneciese, salieron ellos de la ciudad. Diciendo esto, no faltó uno de aquellos caballeros que por encima de mis espaldas metió la mano debajo las faldas de la diosa que yo traía y buscando bien halló el cántaro de oro, el cual sacó delante de todos; pero con todo este tan nefario crimen, no se avergonzaron ni espantaron aquellos sucios bellacos, mas antes fingiendo un mentiroso reír, diciendo:

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