El asno de oro (29 page)

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Authors: Apuleyo

BOOK: El asno de oro
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Ya andaba públicamente gran rumor y fama cómo yo, con mis maravillosas artes y juegos, había hecho a mi señor muy afamado y acatado de todos. Cuando iba por la calle decían: «Éste es el que tiene un asno que es compañero y convidado, que salta y lucha y entiende las hablas de los hombres, y expresa el sentido con señales que hace.» Ahora lo demás que os quiero decir, aunque lo debiera hacer al principio; pero al menos relataré quién es éste, o de dónde fue nacido. Thiaso, que por tal nombre se llamaba aquel mi señor, era natural de la ciudad de Corinto, que es cabeza de toda la provincia de Acaya; según que la dignidad de su nacimiento lo demandaba, y de grado en grado había tenido todos los oficios de honra de la ciudad, y ahora estaba nombrado para ser la quinta vez cónsul, y porque respondiese su nobleza al resplandor de tan gran oficio en que había de entrar, prometió de dar al pueblo tres días de fiestas y juegos de placer, extendiendo largamente su liberalidad y magnificencia. En fin, tanta gana de la gloria y favor del pueblo, que hubo de ir a Tesalia a comprar bestias, fieras grandes y hermosas, y a traer siervos para el juego de la esgrima. Después que hubo a su placer comprado todas las cosas que había menester, aparejó de tornarse a su casa, y menospreciadas aquellas ricas sillas en que lo traían, y pospuestos los carros ricos, unos cubiertos del todo y otros descubiertos, que allí venían vacíos y los traían aquellos caballos que nos seguían, y dejados asimismo los caballos de Tesalia y otros palafrenes galos, a los cuales el generoso linaje y crianza que de ellos sale los hace ser muy estimados, venía con mucho amor cabalgando encima de mí, trayéndome muy ataviado con guarnición dorada y cubierto de tapetes de seda y púrpura, y con freno de plata, y las cinchas pintadas, y adornado de muchas campanillas y cascabeles que venían sonando, y mi señor me hablaba con palabras muy suaves y compañeras, y entre otras cosas decía que mucho se deleitaba por tener en mí un convidado y quien lo traía a cuestas. Después que hubimos caminado por la mar y por tierra, llegamos a Corinto, adonde nos salió a recibir gran compañía de la ciudad, los cuales, según que a mí me parecía, no salían tanto por hacer honra a Thiaso, cuanto deseando de verme a mí, porque tanta fama había allí de mí, que no poca ganancia hubo por mí aquel que me tenía a cargo. El cual, como veía que muchos tenían grande ansia deseando de ver mis juegos, cerraba las puertas y entraban uno a uno, y él, recibiendo los dineros, no poca suma rapaba cada día.

En aquel conventículo y ayuntamiento fueme a ver una matrona, mujer rica y honrada, la cual, como los otros, mercó mi vista por su dinero, y con las muchas maneras de juegos que yo hacía, ella se deleitó y maravilló tanto, que poco a poco se enamoró maravillosamente de mí, y no tomando medicina ni remedio alguno para su loco amor y deseo, ardientemente deseaba estar conmigo y ser otra Pasifae de asno, como fue la otra del toro.

En fin, que ella concertó con aquel que me tenía a cargo que la dejase una noche conmigo y que le daría gran precio por ello; así que aquel bellaco, porque de mí le pudiese venir provecho, contento de su ganancia prometióselo. Ya que habíamos cenado partimos de la sala de mi señor y hallamos aquella dueña que me estaba esperando en mi cámara. ¡Oh Dios bueno!, ¡qué tal era aquel aparato, cuán rico y ataviado! Cuatro eunucos que allí tenía nos aparejaron luego la cama en el suelo, con muchos cojines llenos de pluma delicada y muelle, que parecía que estaban hinchados de viento, y encima ropas de brocado y de púrpura, y, encima de todo, otros cojines más pequeños que los otros, con los cuales las mujeres delicadas acostumbraban sostener sus rostros y cervices; y porque no impidiesen el placer y deseo de la señora con su luenga tardanza, cerradas las puertas de la cámara se fueron luego; pero dentro quedaron velas de cera ardiendo resplandecientes, que nos esclarecían las tinieblas obscuras de la noche.

Entonces ella, desnuda de todas sus vestiduras, quitose asimismo una faja con que se ligaba, y llegada cerca de la lumbre sacó un botecillo de estaño y untose toda con bálsamo que allí traía, y a mí también me untó y fregó muy largamente, pero con mucha mayor diligencia me untó la boca y narices. Esto hecho, besome muy apretadamente, no de la manera que suelen besar las mujeres que están en el burdel u otras rameras demandonas, o las que suelen recibir a los negociantes que vienen, sino pura y sinceramente, sin engaño, y comenzome a hablar muy blandamente diciendo:

—Yo te amo y te deseo, y a ti solo, y sin ti ya no puedo vivir, y semejantes cosas con que las mujeres atraen a otros y les declaran sus aficiones y amor que les tienen. Así que tomome por el cabestro, y como ya sabía la costumbre de aquel negocio, fácilmente me hizo bajar, mayormente que yo bien veía que en aquello ninguna cosa nueva ni difícil hacía, cuanto más al cabo de tanto tiempo que hubiese dicha de abrazar una mujer tan hermosa y que tanto me deseaba; además de esto, yo estaba harto de muy buen vino, y con aquel ungüento tan oloroso que me había untado, desperté mucho más el deseo y aparejo de la lujuria. Verdad es que me fatigaba entre mí, no con poco temor pensando en qué manera un asno como yo, con tantas y tan grandes piernas, podría subir encima de una dueña delicada, o cómo podría abrazar con mis duras uñas unos miembros tan blancos y tiernos, hechos de miel y leche, y también aquellos labios delgados colorados como rocío de púrpura había de tocar con una boca tan ancha y grande, y besarla con mis dientes disformes y grandes como de piedra. Finalmente, que aunque yo conocía que aquella dueña estaba encendida desde las uñas hasta los cabellos, pensaba en qué manera había de recibirme. Guay de mí, que rompiendo una mujer hijadalgo como aquélla, yo había de ser echado a las bestias bravas que me comiesen y despedazasen, y haría fiesta a mi señor. Ella, entre tanto, tornaba a decir aquellas palabras blandas, besándome muchas veces y diciendo aquellos halagos dulces con los ojos amodorridos, diciendo en suma: «Téngote, mi palomino, mi pajarito», y diciendo esto mostró que mi miedo y mi pensamiento era muy necio, porque me abrazó fuertemente; y cuantas veces yo, recelando de no hacer daño, me retraía, tantas veces ella, con aquel rabioso ímpetu me apretaba y se allegaba a mí, tanto, que por Dios, yo creía que me faltaba algo para suplir su deseo, por lo cual yo pensaba que no de balde la madre del Minotauro se deleitaba con el toro su enamorado. Ya que la noche trabajosa y muy veladera era pasada, ella escondiose de la luz del día, partiose de mañana, dejando acordado otro tanto precio para la noche venidera, lo cual aquel mi maestro, concedió de su propia gana, sin mucha dificultad por dos cosas: lo uno, por la ganancia que a mi causa recibía; lo otro, por aparejar nueva fiesta para su señor. En fin, que sin tardanza ninguna, él le descubrió todo el aparato del negocio y en qué manera había pasado.

Cuando él oyó esto, hizo mercedes magníficamente a aquel su criado, y mandó que me aparejase para hacer aquello en una fiesta pública.

Capítulo V

Cómo fue buscada una mujer que estaba condenada a muerte para que en unas fiestas tuviese acceso con el asno en el teatro público, y cuenta el delito que había cometido aquella mujer.

Y porque aquella buena de mi mujer, por ser de linaje y honrada, ni tampoco otra alguna se pudo hallar para aquello, buscose una de baja condición por gran precio, la cual estaba condenada por sentencia de la justicia para echar a las bestias, para que públicamente, delante del pueblo, en el teatro, se echase conmigo, de la cual yo supe esta historia. Aquella mujer tenía un marido, el padre del cual, partiéndose a otra tierra, muy lejos, dejaba preñada a su mujer, madre de aquel mancebo, y mandole que si pariese hija, que, luego que fuese nacida, la matase. Ella parió una hija, y por lo que el marido le había mandado, habiendo piedad de la niña, como las madres la tienen de sus hijos, no quiso cumplir aquello que su marido le dijo, y diola a criar a un vecino. Después que tornó el marido, díjole como había muerto a una hija que parió; pero después que ya la moza estaba para casar, la madre no la podía dotar sin que el marido lo supiese, y lo que pudo hacer fue que descubrió el secreto a aquel mancebo, hijo suyo, porque temía quizá por ventura no se enamorase de la moza, y, con el calor de la juventud, no sabiéndolo, incurriese en mal caso con su hermana, que tampoco lo sabía. Mas aquel mancebo, que era hombre de noble condición, puso en obra lo que su madre le mandaba y lo que a su hermana cumplía, y guardando mucho el secreto por la honra de la casa de su padre, y mostrando de parte de fuera una humanidad común entre los buenos, quiso satisfacer a lo que era obligado a su sangre, diciendo que por ser aquella moza su vecina, desconsolada y apartada de la ayuda y favor de sus padres, la quería recibir en su casa a su amparo y tutela, porque la quería dotar de su propia hacienda y casarla con un compañero mucho su amigo y allegado. Pero estas cosas, así con mucha nobleza y bondad bien dispuestas, no pudieron huir de la mortal envidia de la fortuna, por disposición de la cual luego los crueles celos entraron en casa del mancebo, y luego la mujer de aquel mancebo, que ahora estaba condenada a echar a las bestias por aquellos males que hizo, comenzó primeramente a sospechar contra la moza que era su combleza y que se echaba con su marido, y por ende decía mal de ella, y de aquí se puso en acecharla por todos los lazos de la muerte. Finalmente, que inventó y pensó una traición y maldad de esta manera. Esta mujer hurtó a su marido el anillo, y fuese a la aldea donde tenía sus heredades y envió a un esclavo suyo que le era muy fiel, aunque él merecía mal por la fe que le tenía, para que dijese a la moza que aquel mancebo, su marido, la llamaba que viniese luego allí a la aldea donde él estaba, añadiendo a esto que muy prestamente viniese, sola y sin ningún compañero; y porque no hubiese causa para tardarse, diole el anillo que había hurtado a su marido, el cual, como lo mostrase, ella daría fe a sus palabras. El esclavo hizo lo que su señora le mandaba, y como aquella doncella oyó el mandado de su hermano, aunque este nombre no lo sabía otro, viendo la señal que le mostraron, prestamente se partió sin compañía, como le era mandado. Pero después, caída en el hoyo del engaño, sintió las acechanzas y lazos que le estaban aparejados. Aquella buena mujer, desenfrenada, y con los estímulos de la furiosa lujuria, tomó a la hermana de su marido, y primeramente desnuda la hizo azotar muy cruelmente, y después, aunque ella hablando lo que era verdad decía que por demás tenía pena y sospecha que ella era su combleza, y llamando muchas veces el nombre de su hermano, aquella mujer le lanzó un tizón ardiendo entre las piernas, diciendo que mentía y fingía aquellas cosas que decía, hasta que cruelmente la mató. Entonces el marido de ésta y su hermano, sabiendo su amarga muerte por los mensajes que vinieron, corrieron presto a la aldea donde estaba, y después de muy llorada y plañida, pusiéronla en la sepultura. El mancebo, su hermano, no pudiendo tolerar ni sufrir con paciencia la rabiosa muerte de su hermana, y que sin duda había sido muerta, conmovido y apasionado de gran dolor que tenía, en medio de su corazón, encendido de un mortal furor de la amarga cólera, ardía con una fiebre muy ardiente y encendida, en tal manera, que ya él le parecía tomar medicinas. Pero la mujer, la cual antes de ahora había perdido con la fe el nombre de su mujer, habló a un físico, que notoriamente era falsario y mal hombre, el cual tenía ya hartos triunfos de su mano y era conocido en las batallas de semejantes victorias, y prometiole cincuenta ducados por que le vendiese ponzoña que luego matase, y ella comprase la muerte de su marido, la cual, como vio la ponzoña, fingió que era necesario aquel noble jarabe que los sabios llaman sagrado para amansar las entrañas y sacar toda la cólera; pero, en lugar de esta medicina que ella decía, puso otra maldita para ir a la salud del infierno. El físico, presentes todos los de casa y algunos amigos y parientes, quería dar al enfermo aquel jarabe, muy bien destemplado por su mano; pero aquella mujer, audaz y atrevida, por matar juntamente al físico con su marido, como a hombre que sabía su traición y no la descubriese, y también por quedarse con el dinero que le había prometido, detuvo el vaso que el físico tenía y dijo:

—Señor doctor, pues eres el mejor de los físicos, no consiento que des este jarabe a mi marido sin que primeramente tú bebas de él una buena parte, porque ¿dónde sé yo ahora si por ventura está en él escondida alguna ponzoña mortal? Cierto no te ofendas, siendo tan prudente y tan docto físico, si la buena mujer, deseosa y solícita cerca de la salud de su marido, procura piedad para su salud necesaria.

Cuando el físico esto oyó, fue súbitamente turbado por la maravillosa desesperación de aquella hembra cruel, y viéndose privado de todo consejo, por el poco tiempo que tenía para pensar, antes que con su miedo o tardanza diese sospecha a los otros de su mala conciencia, gustó una buena parte de aquella poción. El marido, viendo lo que el físico había hecho, tomó el vaso en la mano y bebió lo que quedaba. Pasado el negocio de esta manera, el médico se tornaba a su casa lo más presto que podía, para tomar alguna saludable poción para apagar y matar la pestilencia de aquel vino que había tomado; pero la mujer, con porfía y obstinación sacrílega, como ya lo había comenzado, no consintió que el médico se apartase de ella tanto como una uña, diciendo que no se partiese de allí hasta que el jarabe que su marido había tomado fuese digerido y pareciese probado lo que la medicina obraba. Finalmente, que fatigada de los ruegos e importunaciones del físico, contra su voluntad y de mala gana lo dejó ir: entre tanto, las entrañas y el corazón habían recibido en sí aquella ponzoña furiosa y ciega; así que él, lisiado de la muerte y lanzado en una graveza de sueño, que ya no se podía tener, llegó a su casa y apenas pudo contar a su mujer cómo había pasado; mandole que al menos pidiese los cincuenta ducados que le había mandado en remuneración de aquellas dos muertes. En esta manera, aquel físico, muy famoso, ahogado con la violencia de la ponzoña, dio el ánima; ni tampoco aquel mancebo, marido de esta mujer, detuvo mucho la vida, porque entre las fingidas lágrimas de ella, murió otra muerte semejante.

Después que el marido fue sepultado, pasados pocos de días, en los cuales se hacen las exequias a los muertos, la mujer del físico vino a pedir el precio de la muerte doblada de ambos maridos. Pero aquella mujer mala, en todo semejante a sí misma, suprimiendo la verdad y mostrando semejanza de querer cumplir con ella, respondiole muy blandamente, prometiendo que le pagaría largamente y aun más adelante, y que luego era contenta con tal condición que quisiese dar un poco de aquel jarabe para acabar el negocio que había comenzado. La mujer del físico, inducida por los lazos y engaños de aquella mala hembra, fácilmente consintió en lo que le demandaba, y por agradar y mostrar ser servidora de aquella mujer, que era muy rica, muy prestamente fue a su casa y trajo toda la bujeta de la ponzoña, y diósela a aquella mujer, la cual, hallada causa y materia de grandes maldades, procedió adelante largamente con sus manos sangrientas. Ella tenía una hija pequeña de aquel marido que poco ha había muerto, y a esta niña, como le venían por sucesión los bienes de su padre, como el derecho manda, queríala muy mal, y codiciando con mucha ansia todo el patrimonio de su hija, deseábala ver muerta. Así que ella, siendo cierto que las madres, aunque sean malas, heredan los bienes de los hijos difuntos, deliberó de ser tan buena madre para su hija cual fue mujer para su marido; de manera que, como vio tiempo, ordenó un convite, en el cual hirió con aquella ponzoña a la mujer del físico, juntamente con su misma hija; y como la niña era pequeña y tenía el espíritu sutil, luego la ponzoña rabiosa se entró en las delicadas y tiernas venas y entrañas, y murió. La mujer del físico, en tanto que la tempestad de aquella poción detestable andaba dando vueltas por sus pulmones, sospechando primero lo que había de ser y luego cómo se comenzó a hinchar, ya más cierta que lo cierto, corrió presto a la casa del senador, y con gran clamor comenzó a llamar su ayuda y favor, a las cuales voces el pueblo todo se levantó con gran tumulto; diciendo ella que quería descubrir grandes traiciones, hizo que las puertas de la casa y juntamente las orejas del senador se abriesen, y contadas por orden las maldades de aquella cruda mujer desde el principio, súbitamente le tomó un desvanecimiento de cabeza, cayó con la boca medio abierta, que no pudo más hablar, y dando grandes tenazadas con los dientes, cayó muerta ante los pies del senador. Cuando él esto vio, como era hombre ejercitado en tales cosas, maldiciendo la maldad de aquella hechicera, con que tantos había muerto, no permitió que el negocio se enfriase con perezosa dilación; y luego traída allí aquella mujer, apartados los de su cámara, con amenazas y tormentos sacó de ella toda la verdad, y así fue sentenciada que la echasen a las bestias, como quiera que esta pena era menor de la que ella merecía; pero diéronsela, porque no se pudo pensar otro tormento que más digno fuese para su maldad. Tal era la mujer con quien yo había de tener matrimonio públicamente; por lo cual, estando así suspenso, tenía conmigo muy gran pena y fatiga, esperando el día de aquella fiesta; y, cierto, muchas veces pensaba tomar la muerte con mis manos y matarme antes que ensuciarme juntándome yo con mujer tan maligna, o que hubiese yo de perder la vergüenza con infamia de tan público espectáculo. Pero privado yo de manos humanas, y privado de los dedos, con la uña redonda y maciza, no podía aprestar espada ni cuchillo para hacer lo que quería; en fin, yo consolaba estas mis extremas fatigas con una muy pequeña esperanza, y era que el verano comenzaba ya y que pintaba todas las cosas con hierbezuelas floridas y vestía los prados con flores de muchos colores, y que luego las rosas, echando de sí olores celestiales, salidas de su vestidura espinosa, resplandecerían y me tornarían a mi primer Lucio, como yo antes era.

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