El asno de oro (4 page)

Read El asno de oro Online

Authors: Apuleyo

BOOK: El asno de oro
11.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

En tanto que hablamos estas cosas, andando un poco adelante, llegamos a casa de Birrena. La cual era muy hermosa: había en ella cuatro órdenes de columnas de mármol, y sobre cada columna de las esquinas estaba una estatua de la diosa Victoria, tan artificiosamente labrada con sus rostros, alas y plumas, que, aunque las columnas estaban quedas, parecía que se movían y que ellas querían volar. De la otra parte estaba otra estatua de la diosa Diana, hecha de mármol muy blanco, frente de como entran. Sobre la cual estaba cargada la mitad de aquel edificio. Era esta diosa muy pulidamente obrada: la vestidura parecía que el aire se la llevaba y que ella se movía y andaba y mostraba majestad honrada en su forma. Alrededor de ella estaban sus lebreles, hechos del mismo mármol, que parecía que amenazaban con los ojos: las orejas alzadas, las narices y las bocas abiertas; y si cerca de allí ladraban algunos perros, pensaras que salen de las bocas de piedra.

En lo que más el maestro de aquella obra quiso mostrar su gran saber, es que puso los lebreles con las manos alzadas y los pies bajos, que parece que van corriendo con gran ímpetu. A las espaldas de esta diosa estaba una piedra muy grande, cavada en manera de cueva: en la cual había esculpidas hierbas de muchas maneras, con sus ástiles y hojas; pámpanos y parras y otras flores, que resplandecían dentro, en la cueva, con la claridad de la estatua Diana, que era de mármol muy claro y resplandeciente. En el margen debajo de la piedra había manzanas y uvas, que colgaban labradas muy artificiosamente: las cuales el arte, imitadora de la natura, explicó y compuso semejantes a la verdad; pensaras que viniendo el tiempo de las uvas, cuando ellas maduran, que podrás coger de ellas para comer. Y si mirares las fuentes que a los pies de la diosa corren como un arroyo, creyeras que los racimos que cuelgan de las parras son verdaderos, que aun no carecen de movimiento dentro en el agua. En medio de estos árboles y flores estaba la imagen del rey Acteón, cómo estaba mirando a Diana por las espaldas cuando ella se lavaba en la fuente y cómo él se tornaba en un ciervo montés. Andando yo mirando esto con mucho placer, dijo aquella Birrena:

—Tuyo es todo esto que ves.

Y diciendo esto, mandó a todos los que allí estaban que se apartasen, que me quería hablar un poco secreto; los cuales apartados, dijo:

—¡Oh Lucio!, hijo mío amado, por esta diosa que tengo mucha ansia y miedo por ti y como a cosa mía deseo proveerte y remediarte. Guárdate y guárdate fuertemente de las malas artes y peores halagos de aquella Panfilia mujer de ese tu huésped Milón: cuanto a lo primero, ella es gran mágica y maestra de cuantas hechiceras se pueden creer, que con cogollos de árboles y pedrezuelas y otras semejantes cosillas, con ciertas palabras hace que esta luz del día se torne en tinieblas muy obscuras y del todo se confunda la mar con la tierra. Y si ve algún gentilhombre que tenga buena disposición, luego se enamora de su gentileza y pone sobre él los ojos y el corazón: comiénzale a hacer regalos, de manera que le enlaza el ánima y el cuerpo que no puede desasirse. Y después que está harta de ellos, si no hacen lo que ella quiere, tórnalos en un punto piedras y bestias o cualquier otro animal que ella quiere; otros, mata del todo; y esto te digo temblando, porque te guardes que ella ame fuertemente, y tú como eres mozo y gentil hombre, agradarle has.

Esto me decía Birrena, con harta congoja y pena. Yo, cuando oí el nombre de la Magia, como estaba deseoso de la saber, tanto me escondí de la cautela o arte de Panfilia, que antes yo mismo me ofrecí de mi propia gana a su disciplina y magisterio, queriendo en un salto lanzarme en el profundo de aquella ciencia. Así que con la más priesa que pude, alterado de lo que me había dicho, despedime de mi tía, soltándome de su mano como de una cadena y diciendo:

—Señora, con vuestra merced, yo me voy corriendo a la posada de Milón.

Capítulo II

Cómo despedido Lucio Apuleyo de Birrena, su tía, se vino para la posada de su huésped Milón, donde, llegado, halló a Fotis la moza de casa, que guisaba de comer. Y enamorándose el uno del otro, concertaron de juntarse a dormir.

Yendo por la calle como un hombre sin seso, digo entre mí: «Ea, Lucio, vela bien y está contigo; ahora tienes en la mano lo que hasta aquí deseabas; ahora satisfarás a tu luengo deseo de cosas maravillosas. Aparta de ti todo miedo: júntate cerca, porque puedas prestamente alcanzar lo que buscas; pero mira bien que te apartes y excuses de no hacer vileza con la mujer de tu huésped Milón, ni de ensuciar su cama y honra. Con todo eso, bien puedes requerir de amores a Fotis, su criada, que parece ser bonica, agudilla y alegre. Aun bien te debes recordar, cuando anoche, te ibas a dormir, cómo ella te acompañó, mostrándote la cama y cubriéndote la ropa, después de acostado, y te besó en la cabeza, partiéndose de allí, contra su voluntad, según se le mostró en su gesto; finalmente, que cuando se iba ella volvía la cara atrás y se detenía, lo cual es buena señal, y así sea adelante.

De manera que no será malo que esta Fotis sea requerida de amores.»

Yendo yo disputando entre mí estas cosas, llegué a la casa de Milón, y como dicen, yo por mis pies confirmé la sentencia de lo que había pensado.

Entrando en casa, ni hallé a Milón ni tampoco a su mujer, que eran entrambos idos fuera, sino a mi muy amada Fotis, que aparejaba de comer para sus señores pasteles y cazuelas: lo cual olía tan bien, que ya me parecía que lo estaba comiendo, tan sabroso era. Ella estaba vestida de blanco, su camisa limpia, y una facha blanca linda ceñida por debajo del pecho; y con sus manos blancas y muy lindas estaba haciendo las cajas de los pasteles redondas; y como traía la masa alrededor, también ella se movía, sacudiéndose toda, tan apaciblemente, que yo, con lo que veía, estaba maravillado, mirando en hito, y como maravillado de su lindeza, lo mejor y más cortésmente que yo pude, le dije:

—Señora Fotis, con tanta gracia aparejas este manjar, que yo creo que es el más dulce y sabroso que puede ser. Cierto será dichoso y muy bienaventurado aquel que tú dejaras tocarte a lo menos con el dedo.

Ella, como era discreta moza y decidora, díjome:

—Anda, mezquino, apártate de aquí; vete de la cocina, no te llegues al fuego; porque si un poco de fuego te toca, arderás de dentro, que nadie podrá apagarlo sino yo, que sé muy bien mecer la olla y la cama.

Diciendo esto, mirome y riose. Pero yo no me partí de allí hasta que tenté y conocí toda la lindeza de su persona; y dejadas aparte todas las otras particularidades, yo me enamoré tanto de sus cabellos, que en público nunca partía los ojos de ellos por más los gozar después en secreto. Así que conocí y tuve por cierto juicio y razón que la cabeza y cabellos es la principal parte de la hermosura de las mujeres, por dos razones: o porque es la primera cosa que nos ocurre a los ojos y se nos demuestra, o porque lo que la vestidura y ropas de colores adorna en los otros miembros y los alegra, esto hace en la cabeza el resplandor natural de los cabellos. Y muchas veces acontece que algunas por mostrar su gracia y hermosura a quien bien quieren, se quitan todas las vestiduras y la camisa, preciándose muy mucho más de la lindeza de sus personas que no del color de los brocados y sedas. Y aunque sea cosa de no decir, ni nunca hubiese tan mal ejemplo, si trasquilasen a una mujer que fuese la más hermosa y acabada en perfección del mundo, aunque fuese venida del cielo y criada en el mar, y aunque fuese la diosa Venus acompañada de sus ninfas y graciosas con su Cupido y toda la compaña que le sigue, con su arreo de cinta de cadenas y olores de cinamomo y bálsamo, si viniere calva y sin cabellos, no podrá placer a nadie, ni tampoco a su marido Vulcano. ¿Qué color se puede igualar ni agradar tanto como el lustre natural de los cabellos, que contra el resplandor del Sol relumbra y varía el color en diversas gracias? Ahora, de una parte, resplandece como oro, de la otra de color mellada; ahora parece verde obscuro imitando a las plumas y fleco del cuello de las palomas o al cuervo que le luce el color negro. Mayormente, cuando ellas se peinan y hacen la partidura con ungüento arábigo, después que juntan sus cabellos y los trenzan en las espaldas, si las ven sus amadores, míranse en ellas como en un espejo; especialmente si los cabellos, siendo muchos y espesos, están sueltos y tendidos por las espaldas. Finalmente, tanta es la gracia de los cabellos, que aunque una mujer esté vestida de seda y de oro y piedras preciosas, y tenga todo el atavío y joyas que quisiere, si no mostrare sus cabellos, no puede estar bien adornada ni ataviada; pero en mi señora Fotis, no el atavío de su persona, mas estando revuelta como estaba, le daba muy mucha gracia. Ella tenía muchos cabellos espesos que le llegaban bajo la cintura con una redecilla de oro, ligados con un nudo cerca del principio.

De manera que yo no me pude sufrir más; inclineme y tomela por cerca del nudo de los cabellos y suavemente la comencé a besar. Ella volvió la cabeza, y mirándome astuta con el rabillo del ojo, me dijo:

—Oye tú, escolar, dulce y amargo gusto tomas: pues guárdate, que con mucho sabor de la miel, no ganes continua amargura de hiel.

Yo le dije:

—¿Qué es esto, mi bien y mi señora? Aparejado estoy, que por ser recreado solamente con un beso, sufriré que me ases en ese fuego. Y diciendo esto, abracela reciamente y comencela a besar; ya que ella estaba encendida en la igualdad del amor conmigo, ya que yo le conocía que con su boca y lengua olorosa ocurría a mi deseo y que también quería ella como yo, díjele:

—¡Oh señora mía!, yo muero, y más cierto puedo decir que soy muerto, si no has merced de mí.

A esto ella, besándome, respondió:

—Está de buen ánimo, que yo te amo tanto como tú a mí; y no se dilatará mucho nuestro placer, que a prima noche yo seré contigo en tu cámara: anda, vete de aquí y apareja, que toda esta noche entiendo pelear contigo.

Así que con estas palabras y burletas nos partimos por entonces.

Después, ya casi era mediodía, Birrena me envió un presente de media docena de gallinas y un lechón y un barril de vino añejo fino. Yo llamé a mi Fotis y díjele:

—Ves aquí, señora, el dios del amor e instrumento de nuestro placer, que viene sin llamarlo, de su propia gana; bebámoslo, sin que gota quede, porque nos quite la vergüenza y nos incite la fuerza de nuestra alegría, que ésta es la vitualla o provisión que ha menester el navío de Venus: conviene a saber, que, en la noche sin sueño, abunde en el candil aceite y vino en la copa.

Todo lo otro del día que restaba, gastamos en el baño, y después en la cena; porque a ruego del bueno de Milón, mi huésped, yo me senté a cenar a su pequeña y muy breve mesilla, guardándome cuanto podía de la vista de Pánfila, su mujer; porque recordándome del aviso de Birrena, con temor me parecía que, mirando en su cara miraba en la boca del infierno; pero miraba muchas veces a mi amada Fotis, que andaba sirviendo a la mesa, y en ésta recreaba mi ánimo. En esto, como vino la noche y encendieron candelas, la mujer de Milón dijo:

—¡Cuán grande agua hará mañana!

El marido le preguntó que cómo sabía ella aquello. Respondió que la lumbre se lo decía. Entonces Milón riose de lo que ella decía, y burlando de ella, dijo:

—Por cierto, la gran sibila profeta mantenemos en este candil, que todos los negocios del cielo y lo que el Sol ha de hacer se ven en el candelero.

Yo entremetime a hablar en sus razones, diciendo:

—Pues sabed que éste es el principal experimento de esta adivinación, y no os maravilléis, porque como quiera que éste es un poquito de fuego encendido por manos de hombres, pero recordándose de aquel fuego mayor que está en el cielo, como de su principio y padre, sabe lo que ha de hacer en el cielo, y así nos lo dice acá y anuncia por este presagio o adivinanza.

Yo vi en Corinto, antes que de allá partiese, un sabio, que allí es venido, que toda la ciudad se espanta de sus respuestas maravillosas que da a lo que le preguntan, y por un cuarto que le dan dice el secreto de la ventura y el hado que ha de venir a quienquiera; qué día es bueno para hacer casamientos o cuál será bueno para fundar una fortaleza, que sea muy perpetua, o cuál será más provechoso para mercaderes, o cuál más afamado para mejor poder caminar, o cuál más oportuno para el navegar.

Finalmente, a mí me dijo cuándo quería partirme para esta tierra, preguntándole cómo me sucedería en este viaje, muy muchas y varias cosas: ora que tendría prosperidad asaz grande, ora que sería de mí una muy grande historia y fábula increíble, y que había de escribir libros.

A esto Milón, riéndose, dijo:

—¿Qué señas tiene ese hombre o cómo se llama?

Yo díjele que era hombre de buena estatura y entre rojo y negrillo, que se llamaba Diófanes. Entonces Milón dijo:

—Ése es y no otro, porque aquí en esta ciudad hablaba muchas cosas semejantes a esas que dices, por donde él ganó no poco, sino muy muchos dineros, y alcanzó muy grandes mercedes y dádivas; después él, mezquino, cayó en manos de la fortuna severa y cruel, que estando un día cercado de gente, diciéndoles a cada uno su ventura, un negociante que se llamaba Cerdón llegose a él por preguntarle si era aquel día provechoso para caminar, porque él quería ir a cierto negocio; él, como le dijo que era muy bueno, ya que el zapatero abría la bolsa y sacaba los dineros, y aun tenía contados cien maravedís para darle un galardón de la adivinación que le había hecho, he aquí súbitamente un mancebo de los principales de la ciudad le tomó de la falda por detrás, y como aquel sabio volvió la cabeza, abrazolo y besolo. El sabio, como lo vio, hízolo sentar cerca de sí, y atónito de la repentina vista de aquel su amigo, no recordándose del negocio que tenía entre manos, dijo al mancebo:

—¡Oh deseado de muchos tiempos! ¿Cuándo eres venido?

Respondió él:

—Si os place, ayer tarde; pero tú, hermano, dime también cómo te aconteció cuando navegaste de la isla de Eubea. ¿Cómo te fue por mar y por tierra?

A esto respondió aquel Diófanes, sabio muy señalado, que estaba privado de su memoria y fuera de sí:

—Nuestros enemigos y adversarios caían en tanta ira de los dioses y tan gran destierro, que fue más que el de Ulises. Porque la nave en que veníamos fue quebrada con las ondas y tempestades de la mar y perdido el gobernalle, y el piloto apenas llegó con nosotros a la ribera de la mar, y allí se hundió, donde perdido cuanto traíamos, nadando escapamos. Después, salidos de este peligro, todo lo que de allí sacamos y lo que nos habían dado, así los que no nos conocían, por mancilla que habían de nosotros, como lo que los amigos por su liberalidad, todo nos lo robaron los ladrones, a los cuales, resistiendo por defender lo nuestro, delante de estos ojos, mataron a un hermano mío que había nombre Arignoto.

Other books

NASCAR Nation by Chris Myers
The Coward's Way of War by Nuttall, Christopher
Hot Spot by Charles Williams
Beck: Hollywood Hitman by Maggie Marr
Dwight Yoakam by Don McLeese
Guardians of Paradise by Jaine Fenn
The Perfect Clone by M. L. Stephens