El aviso (11 page)

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Authors: Paul Pen

BOOK: El aviso
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Leo hubiera querido estallar en carcajadas ante aquella declaración, pero la risa murió en su garganta antes de existir. Si hoy fuera una de esas tardes lluviosas en las que sus compañeros de clase se mojaban la mano en algún charco lleno de barro, para después estamparla sobre su camisa blanca, sus padres formarían parte del salvaje grupo. La mano de Amador le golpearía la espalda y gotas marrones de lodo salpicarían su nuca. Su madre se reiría entonces de él, jaleando la última broma junto a los otros niños. Si sus padres eran capaces de creer que él era el autor de la nota, que él podría haberse inventado todo aquello, entonces nada les diferenciaba de quienes siempre le dejaban solo a la salida del colegio o se despedían lanzándole una bola de papel. A veces con una piedra dentro.

Leo intentó tirar de la mano atrapada sin apartar la vista de su madre.

—La de tu cuaderno y la de la carta son la misma letra. Te guste o no —dijo ella. Cuando hizo una pausa para respirar, cedió por fin la presión. Victoria sacudió los hombros, un gesto nervioso que creyó haber disimulado.

La sangre recorrió en un caliente cosquilleo la mano dormida de Leo, quien se masajeó la palma con el pulgar de la otra. Sobre el cristal de la mesa se dibujó, húmeda, una tercera mano. Se evaporó lentamente de fuera hacia dentro.

—Leo, no vas a esconderte. Y vas a explicarnos ahora mismo de qué va todo esto —siguió Victoria—. Es normal que chicos como tú... —se detuvo un instante buscando una definición adecuada—, tan listos como tú, se aburran en clase y dejen volar su imaginación. A lo mejor todo esto no es más que...

Y entonces se quedó sin palabras. Aún mantuvo la boca abierta unos segundos, el discurso interrumpido en algún lugar entre su cerebro y sus cuerdas vocales. Cuando parecía que no iba a decir nada más, la conexión perdida se restauró, y giró la cabeza hacia su marido.

—Y tú no me dejes siempre sola frente al niño —dijo. Amador no contestó.

Leo aprovechó el silencio para levantarse y escapar a su habitación.

Permaneció encerrado en su cuarto toda la tarde, desterrando de su mente cualquier pensamiento sobre lo ocurrido con sus padres. No quería que nada estropease esa noche. Si los periódicos y la gente con la que hablaba a través de internet no se equivocaban, las Perseidas de 2008 iban a ser las más espectaculares de los últimos tiempos. La prensa había anunciado que la lluvia de estrellas comenzaría en la madrugada del día 13 de agosto. Dentro de unas horas.

Cuando empezó a anochecer, Leo presionó el botón de subida automática de la persiana, abrió la puerta que daba acceso a la terraza, y colocó el telescopio en la marca: una equis formada con dos trozos de cinta adhesiva negra. La habían calculado él y su padre días antes. «Si ves a ET, avísame», había dicho Amador cuando ajustaron el aparato y Leo pegó un ojo inquisitivo al visor. «¿Y quién es ET?», había contestado el niño.

Tras comprobar la marca, Leo dio dos palmadas rápidas, lleno de emoción. Miró al cielo nocturno y sonrió imaginando lo que vería más tarde. Iba a ser su primera lluvia de estrellas. Llevaba todo el verano aguardando el acontecimiento.

Abajo, en la cocina, Victoria y Amador aún discutían.

—Este niño no se va a salir con la suya —dijo ella—. Vamos a tener que castigarle. Castigarle de verdad. —Sin pretenderlo, uno de sus puños se cerró con suavidad—. Espera —hizo una pausa al caer en la cuenta—, ¿no es esta noche eso de las estrellas que lleva tanto tiempo esperando?

Amador recordó cómo había abrazado con fuerza a su hijo mientras preparaban el telescopio, enternecido por el comentario que había hecho sobre ET. «Era un extraterrestre muy feo, y por lo que se ve, muy antiguo», le había explicado. Ahora, al escuchar la idea de Victoria, se le encogió el corazón. Pero no supo oponerse. Ni siquiera cuando la mirada de su mujer insinuó que no iba a ser ella quien se enfrentaría a Leo otra vez.

—¿Siempre tengo que ser yo la mala? —preguntó.

Por eso fue Amador quien abrió la puerta de la habitación de Leo esa noche y, sin apenas mirar a su hijo, sin mediar palabra, se dirigió directamente a la terraza.

—¡Ya he comprobado yo la marca, está todo bien colocado! —gritó Leo desde la cama, colmado de anticipación.

Amador lo escuchó, miró la equis de cinta adhesiva negra que habían pegado al suelo, y sintió cómo la garganta se le secaba al levantar y plegar el telescopio. Regresó a la habitación desde donde Leo lo observaba. Estaba agarrado al marco de la puerta que daba acceso a la terraza. Se frotaba los pies desnudos uno contra otro.

—Papá, no...

Haciendo como si no le hubiera escuchado, Amador presionó el interruptor que bajaba automáticamente la persiana hasta el suelo.

—Voy a desconectar la luz para que no puedas subir la persiana-dijo.

Luego, atravesó la habitación y cerró la puerta.

Cuando Amador llegó al dormitorio donde Victoria esperaba sentada en el borde de la cama, lanzó con violencia el telescopio al colchón, al lado del cuerpo de su mujer. Después se encerró en el baño. Abrió el grifo del lavabo para refrescarse la frente y el cuello antes de mirarse en el espejo y decir:

—Tu hijo es completamente normal, todo va a aclararse.

Leo pasó la noche tumbado en el suelo de su habitación, mirando a través del pequeño espacio que consiguió abrir tras forzar la persiana y sujetar su peso con un libro de astronomía. Dirigió la vista al cielo, imaginando más que observando el asombroso baile de luz y color que debió de acontecer sobre Arenas la noche sin luna en la que Leo dejó de confiar en sus padres. En algún momento del espectáculo, la oscura corporalidad de
Pi
cayó del tejado y anduvo sigilosa hasta esa pequeña abertura a través de la cual su dueño trataba de ver lo que el gato hubiera visto si hubiese alzado su cabeza al cielo, cosa que no hizo porque prefirió acurrucarse y dormirse escuchando la entrecortada respiración de Leo.

—Mira las estrellas,
Pi
—le dijo—. Tú que puedes.

Después del incidente del telescopio, Leo apenas salió de casa en lo que restaba de verano. Tan solo visitó Lago Arenas en la fiesta del 20 de agosto para quedarse agazapado sobre la toalla, bajo un árbol, y acabar con la paciencia de su madre. Victoria lo miraba a él, y luego al grupo de críos encaramados al sauce llorón que crecía junto a la orilla; los más atrevidos se atrevían a tirarse al agua desde sus ramas. Ese día en el que todo el pueblo de Arenas se reunía para comer raciones infinitas de churros y chocolate servido en frágiles vasos de plástico, Leo no había abandonado su solitaria posición a la sombra de aquel árbol. Ni siquiera llegó a quitarse la camiseta. Y Victoria sintió varias veces ese pinchazo en el estómago que ya había aprendido a reconocer.

El verano acabó y, con él, terminaron también los noventa días que Leo había disfrutado sin escuchar risas a su costa. Sin ver cómo pasaba la hora del recreo, minuto tras minuto, sin que nadie se acercara a hablar con él. Sin tener que soportar las miradas de sus compañeros desde el otro lado de la calle. E igual que los minutos de la hora del recreo, los días de aquellas vacaciones de verano se le habían escapado por entre las rendijas de la misma persiana automática que le impidió ver la lluvia de estrellas. Días que se agotaron en forma de puntos luminosos que avanzaron de un extremo a otro del cuarto que era su refugio: desde la pared de un nuevo amanecer lleno de posibilidades, hasta la pared opuesta del ocaso de otro día invertido solo entre las páginas de un libro. De vez en cuando, las voces alborotadas de algún grupo de niños que golpeaban con palos las alambradas cubiertas de brezo de las casas, camino del lago o la piscina, se habían colado a través de las ventanas de su habitación. Leo se asomaba entonces para ver pasar una fugaz y escandalosa nube de colores, risas y vaqueros. Para la mayoría de sus compañeros, había sido un verano de raspones en las rodillas jugando al fútbol hasta la caída de la noche. De picaduras de avispa al salir de la piscina. De Coca-Cola saliendo por la nariz en ataques de risa. De acampadas ocasionales en el jardín trasero de alguna casa. Para Leo, habían sido tres meses de lectura, de tardes navegando por internet y de escuchar a escondidas las conversaciones de sus padres.

La última noche de las vacaciones de verano, Leo deambulaba por la casa con el estómago robado. Intentaba sobrellevar la inquietud que le provocaba el inicio del nuevo curso. Linda y él esperaban a que llegaran sus padres para empezar a cenar.

Una oleada de intranquilidad golpeó el delgado cuerpo de Leo cuando él y Linda escucharon la llave introducirse en la cerradura de la puerta de entrada.

—Sus papas ya andan acá —dijo ella.

Leo se sentó a la mesa.

Su madre apareció enseguida. Se dirigió a la nevera. Se sirvió un vaso de agua a rebosar de hielo picado. Miró a su hijo como lo miraba desde la discusión en aquella misma mesa, cuando atrapó su mano bajo sus uñas. Se acercó a él, le dio un beso en la mejilla. Le preguntó si ya había preparado la mochila y si tenía listo el uniforme para el día siguiente.

—Sí, señora —intervino Linda—. Lo dejé todo planchadito. Está colgado en el armario.

Victoria no contestó. Amador entró entonces en la estancia, revolvió el pelo de su hijo y saludó a Linda.

—Sea lo que sea lo que estás haciendo, huele estupendamente —le dijo.

También quiso saber si Leo estaba nervioso por el inicio del nuevo curso.

—Me gustaría que el verano durara mucho más —contestó el niño.

—Leo —apoyó una mano caliente sobre la de su hijo al sentarse—, tu madre ha decidido que vamos a devolverte hoy el telescopio —mintió. Había resultado complicado convencer a Victoria de que quizá deberían cambiar de estrategia si querían obtener respuestas del niño—. Estamos de tu lado. Lo sabes, ¿verdad, comandante?

Dirigió una mirada a su mujer, en una invitación para que ella continuara.

—Somos tus padres, y vamos a intentarlo todo para entender qué es lo que te está pasando. —Fue su forma de proceder. El hielo del vaso tintineó contra el cristal cuando dio un trago.

Amador sintió escabullirse bajo su mano la de su hijo.

—Sabemos que la lluvia de estrellas era muy importante para ti —añadió Victoria—, pero tienes que entender por qué lo hicimos. Vas a tener que ayudarnos con esto. No está siendo fácil para nosotros tampoco. Y sabemos que falta comunicación contigo.

A Leo le sorprendió el empeño de ambos por decirlo todo en plural.

—Ya me da igual el telescopio. No lo quiero —dijo—. Y podéis seguir pensando que yo escribí la nota. —Se recordó asomado a la persiana de la terraza, con
Pi
dormitando al otro lado—. En realidad ya lo hacéis.

Victoria chasqueó la lengua. Hizo ademán de hablar, pero se interrumpió al ver que Leo se levantaba de su silla sin apoyar ninguna mano sobre la mesa.

—No hace falta que me digáis que me quedo sin cenar. No tengo hambre.

Y era cierto. Sin darles tiempo a reaccionar, salió de la cocina y se dirigió a su habitación.

Sobre su cama descansaba el telescopio plegado. Entendió por qué papá había llegado a la cocina más tarde que Victoria. Cerró la puerta. Sacó del armario las dos perchas de las que colgaba su uniforme. Sintió un sudor frío al ver el pantalón gris y la corbata granate. Lo colocó todo encima del escritorio, y se metió en la cama.

En la cocina, Amador y Victoria terminaron de cenar en silencio. Amador supo lo que iba a decir su mujer tras darle un último bocado a una manzana.

—Tenemos que llevar a tu hijo al doctor Huertas.

Él se levantó sin responder. Sacó un paquete de galletas Oreo de la despensa y se dirigió al cuarto de Leo. Cuando vio el telescopio en el suelo, frente a la puerta cerrada, casi pudo oír otra vez las palabras de su hijo al inicio del verano: «Papá, dicen que este año la lluvia de estrellas será espectacular, ¿la verás conmigo?».

Amador tuvo que sentarse en uno de los escalones.

Capítulo 9

AARÓN

Viernes, 26 de mayo de 2000

Andrea golpeó su hombro.

Aarón, sentado en el suelo a la salida de la universidad, giró el cuello y miró hacia arriba. Una oleada de bienestar le envolvió cuando su cara rozó el cabello de Andrea, que colgaba hacia él desde su rostro. El olor a manzanilla recorrió su cuerpo y penetró en su piel como hacía más de una semana que no ocurría. Se levantó y enredó con la correa de la bolsa que cargaba, que terminó colgada de su cintura mientras miraba a los ojos y la boca de Andrea. Esquivó la inercia que le ordenaba besar sus labios. La abrazó.

—Drea —dijo, su nombre espirado en un aliento que acarició el cuello de ella e hizo que el vello de su nuca y también sus pezones se tensaran.

Durante los segundos que duró el abrazo, Andrea recordó sin razón la noche de un cumpleaños de Aarón. Él se había desnudado por completo en el salón para probarse los calzoncillos con el símbolo de Superman que ella le había regalado medio en broma, y a ella le había excitado el contraste entre lo infantil de la prenda y la masculina postura de superhéroe que él adoptó.

El patoso reencuentro les hizo sonreír. Andrea advirtió la sequedad de los labios de Aarón, enmarcados por la descuidada barba de quien solo se afeitaba la parte superior de las mejillas y el pliegue del cuello para lucir una sombra capilar de algunos días.

—Aarón —colocó ambas manos bajo sus mandíbulas—, me vas a contar ahora mismo qué es lo que te está pasando. —Lo dijo en el tono que utiliza una madre cuando quiere sonsacarle a un hijo travieso de dónde ha sacado las galletas, o quizá también el que utilizaría esa misma madre si en lugar de galletas fuera una amenaza de muerte lo que su hijo hubiera escondido en la mochila—. Soy yo, ¿vale? Necesito saberlo. —Una sonrisa contenida rubricó de forma inesperada la autoritaria presentación—. Además, tengo una sorpresa.

Su voz chispeó de excitación. Aarón casi pudo sentir que Andrea era aún su novia, que David le llamaría al cabo de un rato para ver qué hacían ese viernes, y que todo seguiría siendo como siempre. Ella se agachó para apoyar su bolso en el suelo. De su interior extrajo una manta. Era marrón, adornada con flores blancas. En algún momento habría sido gruesa y esponjosa, pero ya no era más que una tela desinflada.

—Nos vamos a cenar al lago.

Era la misma manta sobre la que Aarón se había declarado a Andrea por primera vez antes de meterse en el lago hasta la cintura y decirle «ven al agua». El bonito recuerdo se interrumpió con la imagen de David deseándole suerte antes de subir al coche aquella noche. Aarón tuvo que respirar hondo.

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