El aviso (34 page)

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Authors: Paul Pen

BOOK: El aviso
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—No te burles de Aarón.

—Mira, Andrea, estoy en el jodido Open. Sentado en un coche espiando a un crío. ¿Y sabes por qué? ¿Sabes por qué estoy haciendo el imbécil de esta forma? Por ti. Para decirte desde aquí, desde la tienda del americano, hoy catorce de agosto, que todo lo que Aarón descubrió era mentira.

—No, no digas...

—Andrea —la interrumpió. David agarró el volante, se apoyó en él para reacomodarse en el asiento; sentía que tenía más autoridad si hablaba con la espalda erguida—. No ha pasado nada. ¡Pero si es que falló desde el principio! ¿Acaso a mí me mataron? Que yo sepa, al final no morí en mi supuesta... ¿cómo lo llamaba?

—Escenas —dijo ella—. Recuerdo esa palabra. Hablaba de una escena que se repetía una y otra vez.

—Pues no se repetirían tanto. Porque no se ha repetido. Yo estoy vivo. Ese niño está vivo.

—Pero Aarón no.

Al decir aquello, Andrea volvió a sentarse en una de las sillas de la cocina. Escuchó pasos sobre su cabeza. Entonces una idea cruzó su mente.

—Aarón no está vivo —repitió, casi en un susurro—, Aarón murió.

Pronunció las siguientes palabras sin apenas separación entre ellas, excitada por el descubrimiento. —A lo mejor...

—Punto, Andrea, punto y final —cortó David—. Lo de Aarón lo provocó él mismo. Se suicidó. Se mató él mismo. Eso es como hacer trampa. Forzó la situación para que pasara lo que él quería que pasara. Para hacerlo real.

Andrea quiso rebatir la idea. Quiso decir algo. No supo qué. La excitación del descubrimiento se desvaneció y dejó un oscuro vacío a la altura del pecho. Quizás era el momento de dejarlo estar. Un haz naranja apareció debajo de la puerta de la cocina. Emilio había encendido la luz del salón contiguo. Andrea pensó en Emilio. En el hombre que la había salvado. En el hombre que le había regalado una nueva vida.

—A lo mejor tienes razón —dijo entonces—, quizá deba olvidarlo.

La puerta de la cocina se abrió. Emilio puso cara de sorpresa al encontrarse a Andrea al teléfono, pero sonrió enseguida y se dirigió a la nevera. Andrea le devolvió la sonrisa. Disimuladamente, asintió con la cabeza como si escuchara a David, que no dijo una palabra, y salió de la cocina. Se apostó en la esquina más alejada del salón. Había pensado algo.

—Oye —dijo en voz baja—, voy a pedirte una última cosa.

—¿Por qué hablas así? —preguntó David—. ¿Y qué me vas a pedir? No pienso hacer nada más que tenga que ver con esta historia. Nada, ¿está claro?

—Será la última, lo prometo. —Hizo un silencio esperando alguna concesión de David que no se produjo—. ¿Tú me podrías conseguir el vídeo de la entrevista de ese niño en el Aqua? ¿Mandármela aquí, a mi casa?

—Paso. Te he dicho que no quiero saber nada más. No voy a hacerlo.

—Va a ser lo último. —Andrea encogió los hombros y pegó la cara a la pared—. conoces a gente en la cadena local, no te costaría nada. Seguro que tu hermano puede ayudarte. Con su placa puede conseguir cualquier cosa.

—Andrea, no voy a hacerlo. No quiero, y a ti tampoco te va a venir bien. Necesitas que esto acabe. Necesitas dejarlo pasar.

—Y voy a hacerlo, te lo prometo —dijo, sin saber si estaba mintiendo—. La semana que viene me voy de vacaciones con mi marido —Andrea miró a la puerta cerrada de la cocina—, y te aseguro que va a ser el inicio de una nueva vida. Pero quiero ver a ese niño. Darme cuenta de que ese parecido es coincidencia. Verlo una última vez y despedirme de Aarón para siempre. Por favor.

David permaneció en silencio.

—Joder —dijo al fin, consciente de lo difícil que era negarle algo a Andrea—, vale. Lo intentaré. Solo lo intentaré. No prometo nada.

—Gracias, Davo —dijo Andrea—, de verdad.

La puerta de la cocina se abrió de repente. Emilio salió con un sandwich en la mano. Para disimular y quitarle importancia a la conversación telefónica, Andrea subió el tono de voz y dijo:

—Sí, me voy con Emilio de vacaciones —se acercó a él—, hemos conseguido tres semanas. Veinte días sin hacer nada.

Puso un brazo sobre sus hombros. Él la invitó a dar un mordisco al sandwich. Andrea le pegó un bocado. Dejó de masticar al escuchar la pregunta de David:

—¿Y adonde vais?

La voz salió clara del auricular del teléfono. Emilio también la escuchó. Andrea quiso darse prisa en tragar, pero él se adelantó.

—¡A Cuba! —gritó de forma divertida, girando la cara en dirección al teléfono que Andrea sostenía en el lado opuesto.

Emilio no entendió por qué le cambió el gesto a su mujer. Ni por qué quien estuviera al otro lado del teléfono hizo un ruido de desaprobación chasqueando la lengua.

Fingiendo un gesto despreocupado, Andrea dio una palmada al trasero de su marido invitándole a subir las escaleras.

—Ahora te alcanzo —le dijo.

Cuando escuchó sus pasos avanzar por el pasillo del segundo piso, Andrea recuperó el habla.

—Davo —dijo.

—¿A Cuba? —soltó él—. ¿Me estás hablando en serio? ¿Tienes tres semanas de vacaciones y te vas precisamente ahí? Tienes que acabar con esto. En serio. Y tu marido seguro que no sabe nada.

—Quiero hacer el viaje que Aarón no llegó a hacer —explicó Andrea—. Puede ser la oportunidad perfecta para darle un cierre a esto.

Andrea escuchó a David respirar hondo y expulsar el aire de forma sonora. También escuchó cómo arrancaba el motor de su coche.

—Bueno, Drea, tú sabrás —dijo. La última palabra sonó ahogada. David la había pronunciado mientras maniobraba con el volante—. Pero cuídate mucho. Y ven a verme a Arenas antes de que pasen otros nueve años.

—Lo haré —dijo—, seguro. Quiero ir a visitar a la madre de Aarón. No he vuelto a verla desde entonces.

—Ella no está bien —comentó David en voz baja. Negó levemente con la cabeza. Pensó en la silueta oscura que algunos habían visto aparecer tras las cortinas del cuarto principal de la casa al final del camino de arena. Mientras miraba por el retrovisor, metió marcha atrás y salió del aparcamiento del Open. Entonces frenó el coche, lo pensó dos veces y añadió—: Pero no es culpa tuya. Nada es culpa tuya.

—Ya lo sé, Davo —dijo ella—, ya lo sé.

Recordó a Aarón pronunciando el nombre de su mejor amigo. El oscuro vacío se instaló de nuevo a la altura del pecho. Con un golpe de cabeza, Andrea hizo que su pelo cayera hacia delante y ocultara su rostro. Colgó el teléfono y se lo metió en el bolsillo.

Luego, como hacía algunas noches antes de subir a dormir, se dirigió a la cómoda de la entrada. Abrió el último cajón. Y apretó en su puño derecho la piedra del lago.

Andrea y Emilio regresaron de sus vacaciones a Cuba un mes después de la última conversación con David. Apoyada de espaldas contra la puerta de su casa, ella sintió cosquillas cuando los dedos de Emilio subieron desde sus caderas hasta sus pechos. Giró sobre sí misma para escapar de las manos de él y empujó la puerta con las suyas. Entraron riendo en casa.

—Yo no voy a deshacer las maletas hasta dentro de una semana —dijo Emilio.

Después se quitó los zapatos, sin manos, y los lanzó lejos, como haría un adolescente. Agarró la correspondencia que llevaba bajo el brazo y la arrojó encima de una mesa. Andrea sonrió. Con las dos manos, se levantó el pelo y lo sacudió para abanicarse la nuca. Sus codos apuntaban a los lados. Emilio se acercó y acarició sus axilas. Andrea se encorvó de golpe encogiendo el estómago. Reía.

—Deja de hacerme cosquillas —ordenó.

—¿De estas? —dijo él. Pinchó su vientre con dos dedos.

Andrea siguió riendo. Agarró las manos de él por las muñecas y, haciendo fuerza, se las llevó hasta su espalda. Las apoyó en la curva que daba inicio a sus glúteos. Él colocó la barbilla sobre el hombro de ella y aspiró entre su pelo.

—Todavía hueles a bronceador —le susurró al oído—. Estás guapísima con la piel tan morena y el pelo tan rubio. Ha sido buena idea el cambio de color.

Andrea cerró los ojos e intentó no pensar en Aarón.

—Hacía tiempo que quería volver al rubio —dijo.

Pensó si alguna vez sería capaz de volver a usar champú con olor a manzanilla. Trató de distraer su mente del recuerdo de Aarón con las imágenes del viaje a Cuba. Y abrazó fuerte a Emilio, como abrazaría un náufrago un tronco astillado. Tras unos segundos, Andrea abrió los ojos. Tenía la barbilla apoyada en el hombro de Emilio, sus labios le besaban el cuello.

Fue entonces cuando vio el sobre.

El sobre amarillo en lo más alto del montón de correspondencia que Emilio había sacado del buzón. Escritos con rotulador negro, su nombre y dirección. Reconoció al instante la caligrafía de David. Andrea apretó a su marido sin darse cuenta.

—Eh, eh —dijo—, que me vas asfixiar.

Sin retirar la mirada del sobre, Andrea se despegó de Emilio.

—Que todavía nos queda la noche de hoy —bromeó él—. Yo voy corriendo a la ducha, luego comemos, y creo que quiero echarme una siesta. —Besó una de sus mejillas. Después regresó a la puerta, metió la maleta que habían dejado fuera y cerró—. La maleta no la toques, yo la deshago mañana.

Andrea asintió. Mantenía una sonrisa forzada. La dejó caer cuando Emilio comenzó a subir las escaleras. Y cuando oyó cerrarse la puerta del baño, se acercó al sobre. Lo levantó con una mano. Releyó su nombre y su dirección. Le dio la vuelta y encontró escrito «D. M.» en forma de remitente. Recordó que los periódicos habían utilizado esas mismas iniciales para informar del estado de salud de David tras el atraco en el Open. Abrió la solapa superior del sobre y miró en su interior. Respiró hondo.

Atravesó la entrada en dirección al salón. Se arrodilló ante el televisor. Introdujo la mano en el sobre. Extrajo el disco. Una tarjeta grapada a la funda de plástico rezaba: «Leo en el Aqua». David también había escrito una dirección. Y la palabra «teléfono» seguida de dos puntos. Pero no había completado el dato. Quizá se lo pensó en el último momento. Quizá quería evitar que Andrea hablara con el crío.

—No pensaba hacerlo-murmuró Andrea.

Sus manos se cubrieron de un sudor espeso mientras colocaba el disco en el reproductor de DVD. El lector de contenido listó un único archivo. Andrea se echó el pelo hacia atrás, se frotó los ojos y respiró profundamente. Después presionó un botón del mando a distancia.

Sus ojos se humedecieron al instante.

El niño miraba a un lateral de la cámara. Al ver su rostro, Andrea se llevó dos dedos a los labios. Una mano femenina agarraba, desde un lado, el hombro del niño con fuerza.

La voz de una reportera a la que Andrea no veía preguntó:

«Hola, chico, ¿cómo te llamas y cuántos años tienes?».

El niño se mantuvo pensativo un instante. Andrea apreció cómo miró hacia la persona que agarraba su hombro. A continuación, dirigió la mirada hacia la reportera, apretó los labios y contestó:

«Me llamo Leo. Y nací el doce de junio de 2000, haz tú la cuenta».

Al escuchar aquello, Andrea no volvió a pestañear.

El vídeo continuó reproduciéndose en la pantalla, pero ella dejó de verlo. La luz simplemente se reflejaba en su pupila sin adquirir significado. Sintió el estómago encogerse. Sintió también una presión en los pulmones. Dejó de respirar.

Un sudor frío cubrió su nuca.

El niño había dicho 12 de junio de 2000.

Con los ojos por completo abiertos, Andrea revivió la pesadilla recurrente que siempre acababa con ella apoyada sobre el pecho húmedo de Aarón.

«Es que soy un poco raro», dijo el niño en la televisión.

El vídeo terminó y la pantalla volvió a mostrar el listado de contenido.

Andrea pulsó de nuevo el botón del mando a distancia. «Hola, chico, ¿cómo te llamas y cuántos años tienes?», repitió la reportera.

«Me llamo Leo. Y nací el doce de junio de 2000, haz tú la cuenta.»

El 12 de junio de 2000.

Un disparo retumbó en la cabeza de Andrea.

Lo escuchó tan fuerte que su cuerpo se sacudió en un espasmo. Avivó los recuerdos de la última conversación en el apartamento de Aarón. Le hizo recordar una frase clave.

Uno nace cuando muere el anterior.

La voz de Aarón sonó con tanta nitidez en su cabeza que la asustó.

—Un momento-dijo Andrea. Se levantó de golpe.

—Un momento, un momento, un momento. —Su mente se disparó—. Ese niño nació el doce de junio, no el doce de mayo. Nació el día que tú... —Se llevó ambas manos al pecho—. Tú fuiste el cuarto. Davo no murió. Davo no contaba. Su escena no contaba. Por eso... —Cuando Andrea evocó el siguiente pensamiento, su voz se apagó en una sacudida de llanto—. Por eso se parece a ti.

Se tapó la cara con las manos para no distraer sus sentidos y concentrarse en tratar de recordar las palabras de Aarón. Había dicho que las víctimas siempre nacían el mismo día que asesinaban a la anterior.

—Pero ¿cómo supo cuándo matarían al niño? —murmuró contra las palmas de sus manos.

Una chispa de memoria encendió un nuevo recuerdo.
La edad del niño coincide en años, meses y días
. Eso había dicho Aarón.

—Pero cuál es la edad, cuál es la edad...

Forzó su memoria todo lo que pudo para recordar los números que él le había dicho.
Nueve años...

—Nueve años y qué más. De nada me sirve si no sé más —se quejó.

Apretó los ojos con fuerza y su mente se iluminó con la luz de otro recuerdo. Su corazón comenzó a latir a un ritmo frenético.

—No —dijo en un suspiro. Separó las manos de su cara—. Empezaste a contar en la fecha equivocada.

Lo entendió de repente. No necesitaba recordar la edad exacta que tendría el niño. Bastaría con saber la diferencia de tiempo entre el disparo a David y el de Aarón. Porque era desde la muerte de Aarón cuando había que empezar a contar.

—El doce de junio —murmuró Andrea. Su mente hizo el cálculo enseguida—. Justo un mes después. Ocurrirá un mes después. Por eso no pasó nada el catorce de agosto. Porque van a matar a ese niño... —Su corazón aminoró el latido hasta detenerse. Andrea alzó su brazo izquierdo al tiempo que giraba la muñeca. Se colocó el reloj frente a los ojos y leyó la fecha en la esfera: 14-09-09. La palabra se le escapó de la boca como un gemido—: Hoy.

Emilio escuchó el fuerte portazo desde el baño. Con una toalla anudada a la cintura, salió al pasillo.

—¿Andrea? —preguntó al hueco de la escalera—. ¿Está todo bien?

Después escuchó el coche arrancar. Desde la ventana del cuarto principal vio, sin entender, que su mujer se marchaba de casa.

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