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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

El Avispero (37 page)

BOOK: El Avispero
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—Necesito más tostadas —le dijo a Spike cuando el rubio se marchó—. ¿Quién era ése? —añadió, señalando con la cabeza hacia la puerta delantera que se cerraba.

Spike se encogió de hombros. Hacía tiempo que había aprendido a no responder a preguntas como aquélla. Además, Mungo era policía; todo el mundo lo sabía. Spike empezó a llenar un palillero mientras Brazil hacía su siguiente parada. Al lado del Presto estaba el hotel Traveler's, donde se podía conseguir habitación por apenas cincuenta dólares a la semana si uno sabía negociar bien con Bink Lydle, el encargado. Brazil preguntó a Lydle y recibió la misma información que había obtenido en el local contiguo.

Lydle no era especialmente hospitalario, sentado tras el mostrador lleno de marcas con el timbre y un teléfono de uso interno, y con los brazos cruzados ante su pecho enclenque. El tipo informó al muchacho blanco que él no sabía nada de los hombres de negocios que estaban siendo asesinados en la zona y le aseguró que no podía imaginar que «el causante de que toda esta mierda se esparza» fuera alguien del lugar. Lydle, personalmente, no había visto a nadie que le resultara sospechoso, y menos aún en su hotel, que era un punto de interés histórico de la ciudad y el local más indicado para evocar los tiempos de la estación de trenes Old Southern.

Brazil recorrió varias calles hasta Fifth Street y localizó el salón de billares Jazzbone. Allí decidió que alguien iba a hablar con él aunque tuviera que correr riesgos. A aquella hora temprana, Jazzbone no estaba muy frecuentado; sólo había unos cuantos tipos sentados a una mesa con unos vasos de Colt 45, fumando y contando sus anécdotas favoritas sobre juergas, mujeres y ganancias en loterías ilegales. Las mesas de billar con sus superficies de fieltro verde raído estaban desiertas y las bolas
de pool
en sus triángulos, a la espera de la noche, cuando el local se llenaría y sería peligroso hasta la madrugada empapada en alcohol. Si alguien sabía qué sucedía en el barrio, ése era Jazzbone.

—Busco a Jazzbone —dijo Brazil a los tipos de la mesa. Uno de ellos señaló la barra, donde Jazzbone procedía a abrir una botella de Schlitz con la vista fija en el tipo de cabellos de oro que vestía como un universitario.

—¡Soy yo! —proclamó—. ¿Qué buscas?

Brazil cruzó la moqueta, que apestaba a whisky y mostraba quemaduras de colillas. Una cucaracha se escabulló apresuradamente delante de sus zapatos y vio sal y cenizas de cigarrillo en todas las mesas ante las que pasó. Cuanto más cerca estuvo de Jazzbone, más se percató de los detalles. Jazzbone llevaba en todos los dedos anillos de oro, realzados con incrustaciones de diamantes y monedas.

Las fundas de oro de los dientes delanteros tenían grabados tréboles y diamantes. Llevaba una pistola semiautomática en la cintura, a la derecha, y en aquel momento se dedicaba a reponer botellas de cerveza en el frigorífico.

—Lo único que tenemos fresco ahora mismo es la Pabst Blue Ribbon —explicó Jazzbone.

La noche anterior había habido mucho trabajo y Jazzbone se había quedado sin existencias. Tuvo la sensación de que aquel joven quería algo más que cerveza, pero no venía camuflado como Mungo. Jazzbone sabía oler a la policía y a los federales en cuanto pisaban el bloque. No recordaba la última vez que se había equivocado. A Jazzbone sólo le tomaban el pelo los demás tipos de allí fuera, gente que entraba en su establecimiento con el mismo aspecto que él, armas inclusive.

—Soy del
Charlotte Observer
—dijo Brazil, que sabía cuándo era mejor ser un policía voluntario y cuándo no—. Desearía su colaboración, señor.

—¿Ah, sí? —Jazzbone dejó de tirar cerveza. Siempre había sabido que sería un buen personaje para un artículo—. ¿Qué clase de colaboración? ¿Es para el periódico?

—Sí, señor.

El joven rubio también era educado y mostraba respeto por Jazzbone. Éste lo observó y empezó a mordisquear una varilla de agitar combinados y enarcó una ceja.

—Bueno, ¿y qué es lo que quiere? —Jazzbone salió de detrás de la barra y cogió un taburete.

—Imagino que estará al corriente de los asesinatos que ha habido por aquí —apuntó Brazil.

Durante unos instantes, Jazzbone se mostró confundido.

—Hummm… —respondió—. Si quiere ser más concreto…

—Esos forasteros. La Viuda Negra… —Brazil bajó la voz hasta que fue casi un susurro.

—Ah, sí, ésos… —A Jazzbone no le importaba en absoluto que alguien lo oyera—. A todos se los ha cargado el mismo tipo.

—Seguro que el asunto no es bueno para el negocio. —Brazil se puso duro y actuó como si él también llevara pistola—. Algún desgraciado de ahí fuera está complicando la vida a todo el mundo.

—Eso es muy cierto, hermano. Yo tengo un negocio limpio aquí. No quiero problemas y tampoco causarlos. —Encendió un Salem—. Son otros quienes lo hacen. Porque yo llevo esto.

Dio unas palmaditas en el arma.

Brazil la contempló con envidia.

—Joder, tío —exclamó—. ¿Qué llevas ahí?

Una cosa era segura: Jazzbone estaba orgulloso de su arma. Se la había ganado en una partida de billar a un camello de Nueva York que no sabía que Jazzbone tenía un salón
de pool
por una buena razón. En su mente, cuando Jazzbone era bueno en algo, fuera una mujer, un coche o el billar, acababa dominándolo. Y el hombre era, decididamente, un jugador de
pool
excepcional. Sacó la pistola de su funda para que Brazil le echara un vistazo sin acercarse demasiado.

—Una Colt Double Eagle del 45 con un cañón de cinco pulgadas —le informó el tipo del local.

Brazil había visto el arma en las páginas de
Guns Illustrated.
Acero inoxidable con acabado mate, punto de mira ajustable con sistema de tres puntos de alta precisión, gatillo ancho de acero y disparador de estilo combat. La pistola de Jazzbone se vendía por unos setecientos dólares, nueva, y advirtió que el joven estaba impresionado y se moría de ganas de tocarla, pero Jazzbone no conocía lo suficiente al periodista.

—¿Crees que es la misma persona la que se carga a todos esos blanquitos de fuera de la ciudad? —repitió Brazil.

—Yo no he dicho que fueran blancos —le corrigió Jazzbone—. El último, ese senador, no lo era. Pero sí, a todos se los ha cargado el mismo cabronazo.

—¿Y tiene alguna idea de quién es? —Brazil hizo cuanto pudo para que la excitación no se le notara en la voz.

Jazzbone sabía exactamente quién era el autor y no tenía el más mínimo interés en que se diera aquel problema en el barrio. Jazzbone era un gran defensor de la libre empresa y hacía dinero con algo más que con cuatro cervezas y alguna encerrona al billar. El hombre tenía intereses en unas cuantas chicas de la calle. Ellas se ganaban unos dólares extra y le hacían compañía. El Asesino de la Viuda Negra era fatal para el negocio. Últimamente Jazzbone tenía la sensación de que los hombres acudían a la ciudad después de ver la CNN y de leer el periódico y alquilaban unas películas para adultos y se quedaban en casa. Jazzbone no se lo recriminaba.

—Está ese tipo cabeza de panocha que he visto por ahí, chuleando chicas —explicó a Brazil, quien tomaba notas—. Yo me fijaría en él.

—¿Qué significa cabeza de panocha?

—Es un estilo de peinado. —Jazzbone se señaló la suya—. Anaranjado como una calabaza, con hileras de trenzas pegadas a la cabeza. Ese tipo es un hijo de puta nada recomendable.

—¿Sabe cómo se llama? —Brazil tomó nota.

—No quiero saberlo —respondió Jazzbone.

West, a cargo de las investigaciones en la ciudad, no había oído hablar de ningún cabeza de panocha en relación con la actividad del Asesino de la Viuda Negra. Cuando Brazil llamó a la ayudante jefa desde una cabina, porque no confiaba en un móvil para transmitir una información tan sensible, estaba tan alterado como si acabara de salir de un tiroteo. Ella tomó nota de lo que oía, pero ni una sola palabra animaba a la esperanza. Su fuerza fantasma llevaba semanas en la calle, camuflada. Brazil había pasado quince minutos en el local de Jazzbone y había resuelto el caso. A West le resultaba increíble, y tampoco tenía el menor sentimiento favorable hacia Brazil.

—¿Cómo está la jefa? —le preguntó él.

—¿Por qué no me lo dices tú? —replicó ella.

—¿Qué?

—Mira —continuó ella con aspereza—, no tengo tiempo para charlas superficiales.

Brazil estaba en una acera delante del Tribunal Federal, rodeado de gente detestable que lo observaba. No le importó.

—¿Pero qué he hecho? —replicó él—. Dime, ¿cuánto hace que no tenía noticias tuyas? No has cogido el teléfono para pedirme algo, ni siquiera para preguntarme cómo estaba…

West no había caído en ello. Ella nunca llamaba a Raines. A decir verdad, nunca llamaba a ningún hombre; nunca lo había hecho y nunca lo haría, con la excepción ocasional de Brazil. Y bien, ¿qué coño significaba aquello? ¿Y por qué de repente le incomodaba la idea de marcar el número del joven?

—Imaginé que te pondrías en contacto conmigo cuando se te ocurriese algo —respondió—. He estado liadísima.
Niles
me vuelve loca. Como siga así, lo llevaré ante el tribunal de menores. No sé por qué no he encontrado el momento para llamarte, ¿vale? Pero te hará mucho bien castigarme por ello.

—¿Quieres jugar a tenis? —se apresuró a preguntar Brazil.

West conservaba todavía una raqueta de madera de Billie Jean King, bien tensada con su prensa. Ninguna de las dos piezas se fabricaba ya. También tenía una lata antigua de pelotas Tretorn que no se deshinchaban nunca pero que se rompían como huevos. Su último par de zapatillas de tenis eran unas Converse bajas, de lona, que tampoco se confeccionaban ya. No tenía idea de dónde guardaba todo eso ni tenía ropa de tenis; tampoco disfrutaba especialmente con los partidos por televisión y prefería el béisbol, en aquel estadio de su evolución personal. Tenía muchas razones para dar la respuesta que dio.

—Olvídalo.

West colgó y se encaminó directamente a la oficina de Hammer. Horgess no estaba en su habitual disposición informativa y amistosa. West sintió lástima por él. No importaba cuántas veces Hammer le hubiera dicho que lo olvidase, no lo haría nunca. El capitán había cogido la radio en lugar del teléfono. Horgess, el adulador capitán de guardia, se había asegurado de que todo el mundo conociese el embarazoso asunto del disparo en casa de la jefa. Era el tema de conversación y de especulaciones de todo el mundo. Los chistes que surgirían eran de los que West querría que su superior no oyera jamás. Horgess estaba pálido y deprimido. Apenas saludó a West con un movimiento de la cabeza.

—¿Está en el despacho? —preguntó West.

—Supongo que sí —respondió él, abatido.

West llamó a la puerta y entró sin detenerse. Hammer estaba al teléfono y daba golpecitos con un bolígrafo sobre un bloc rosado para mensajes telefónicos. Se la veía increíblemente entera y activa, vestida con un traje color tabaco y una blusa a rayas amarillas y blancas. West observó con sorpresa y bastante satisfacción que su jefa volvía a llevar pantalones y zapatos bajos. Acercó una silla y esperó a que Hammer colgara el aparato.

—No quería interrumpir… —dijo West.

—No pasa nada, mujer —respondió Hammer.

La jefa dedicó a West toda su atención, con las manos cruzadas tranquilamente sobre el escritorio pulcramente ordenado de alguien que tenía demasiado que hacer pero se negaba a sentirse abrumado por el trabajo. Hammer no había estado nunca al día en su trabajo y nunca lo estaría. Ni siquiera quería abarcar todo aquello. Cuantos más años pasaban, más se asombraba de haber considerado importantes ciertos asuntos. Y su perspectiva había cambiado últimamente en gran medida, como un glaciar que formara nuevos continentes a considerar y que resquebrajara mundos antiguos.

—En realidad no hemos tenido ocasión de charlar. —West tanteó el terreno con cautela—. ¿Qué tal llevas todo esto?

Hammer le dedicó una leve sonrisa con una nube de tristeza en los ojos que no le dio tiempo a despejar.

—Lo mejor que puedo, Virginia. Gracias por el interés.

—Los editoriales, las tiras cómicas y toda la información del periódico han sido realmente infectos —continuó West—. Pero el artículo de Brazil era estupendo.

Tras decir esto, titubeó un instante. El tema de Andy Brazil todavía resultaba perturbador, aunque no acababa de comprender el motivo.

Hammer lo entendió perfectamente.

—Escucha, Virginia —dijo con otra sonrisa, ésta más amable y ligeramente divertida—. Debo reconocer que Andy es bastante sensacional, pero por lo que a mí concierne, no tienes de qué preocuparte.

—¿Cómo dices? —West frunció el entrecejo.

Brazil estaba en la calle, bajo un sol radiante, y caminaba por la acera de una zona de la ciudad en la que no debería haber entrado sin guardas armados. Se trataba de un cruce muy especial conocido como Five Points, donde las venas mayores de las calles State, Trade y Quinta, así como de Beatties Ford Road y Rozzelles Ferry Road, se ramificaban de la arteria principal de la interestatal 77 y conducían al centro de la Ciudad de la Reina a todos los que circulaban por ella. Entre éstos se encontraban los miles de hombres de negocios que procedían del aeropuerto internacional Charlotte-Douglas y los malhechores que los aguardaban, entre ellos el asesino en serie, Cabeza de Panocha.

Quienes habían visto alguna vez al proxeneta, que eran pocos, creían que era un transexual. Tenía su propio ayuntamiento, que celebraba sesión como norma en una furgoneta de carga Ford del 84, azul marino, modelo 351 V8, de la que estaba especialmente satisfecho porque sólo llevaba ventanas en la parte delantera. Los asuntos que pudiera llevar a cabo en la parte de atrás quedaban en privado, como tenía que ser, y entre ellos se encontraba el dormir. Aquella mañana de buen tiempo, Cabeza de Panocha estaba aparcado en su lugar habitual de la calle Quinta, en el Preferred Parking, cuyo vigilante lo dejaba en paz, y de vez en cuando era recompensado con servicios que el negocio de Cabeza de Panocha podía proveer.

El chulo estaba leyendo el periódico y comía su tercer bocadillo de jamón y queso con salsa picante y mantequilla, que le había llevado el vigilante. Cabeza de Panocha vio al chico blanco que se acercaba y echaba una ojeada con un bloc de notas en la mano. Por la calle corría la voz de que se llamaba Rubito, y el proxeneta sabía perfectamente a quién se proponía delatar y no le gustaba en absoluto. Observó al blanquito, pensativo, mientras terminaba el desayuno y destapaba un Michelob Dry; a continuación echó otro vistazo al artículo de la primera página del
Observer
del día.

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