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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (39 page)

BOOK: El Bastón Rúnico
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—Me alegro de que les matarais —dijo—, aunque me disgusta mucho ver que la muerte se reparte tan despiadadamente.

—Son ellos los que viven sin piedad —observó Hawkmoon con suavidad—, y por eso merecen morir sin piedad. Esa es la única forma de tratar a los que sirven al Imperio Oscuro. Ahora debemos enfrentarnos con más de los de su calaña. Tened valor, amor mío, pues será ahora cuando tengamos que arrostrar el mayor peligro.

Delante de ellos, el Guerrero de Negro y Oro ya había entablado combate con un nuevo grupo de guerreros, y estaba dejando caer sobre ellos todo el peso de su enorme cuerpo revestido de metal, de tal modo que los hombres retrocedieron, tambaleantes, en los estrechos confines del pasillo, nerviosos, sobre todo, al ver que ninguno de sus enemigos parecía haber sido herido, mientras que, al parecer, veinticinco de sus camaradas habían encontrado ya la muerte.

Los soldados del Imperio Oscuro aparecieron en el patio de armas, repleto de cadáveres, y gritaron, tratando de reagruparse. Los cuatro hombres que se lanzaron contra ellos estaban cubiertos de sangre seca, y tenían un aspecto terrible a la luz del día.

Seguía cayendo una fina llovizna gris y el aire aún era frío, pero eso contribuyó a reavivar más a Hawkmoon y a sus compañeros, cuya reciente victoria les hacía creer que eran invencibles. Hawkmoon. D'Averc y Oladahn sonreían burlonamente como lobos ante sus presas…, y lo hacían con tal complacencia que los soldados del Imperio Oscuro dudaron antes de lanzarse al ataque, a pesar de que eran muy superiores en número. El Guerrero de Negro y Oro señaló con un dedo hacia el puente levadizo y dijo con una voz profunda y grave:

—Marchaos… En caso contrario os destruiremos como hemos destruido a vuestros compañeros.

Hawkmoon se preguntó si el Guerrero estaría lanzando una baladronada, o si aquella misteriosa entidad creía honestamente poder derrotar a tantos sin contar con el poder del Amuleto Rojo para ayudarles.

Pero antes de que pudiera contestarse su pregunta, otro grupo de guerreros cruzó el puente levadizo apresuradamente. Habían recogido armas de las manos y los cuerpos de los cadáveres y ahora estaban encolerizados, porque, en efecto, las mujeres guerreras habían escapado de las redes.

—Mostradles el amuleto —le susurró a Hawkmoon el Guerrero de Negro y Oro—. Eso es lo que están acostumbradas a obedecer. Fue eso lo que las aturdió, y no el dios Loco.

—Pero la luz del amuleto se ha desvanecido —protestó Hawkmoon.

—No importa. Mostradles el amuleto.

Hawkmoon tomó el Amuleto Rojo que llevaba colgando del cuello y lo levantó, mostrándolo a las aullantes mujeres.

—Alto. En nombre del Amuleto Rojo, os ordeno que no nos ataquéis a nosotros, sino a éstos… —y señaló a los desconcertados soldados del Imperio Oscuro—. ¡Vamos, yo mismo os conduciré!

Hawkmoon saltó hacia adelante con la ensangrentada espada en la mano, dirigiendo un tajo hacia el soldado que tenía más cerca y matándole antes de que éste se diera cuenta.

Las mujeres superaron con facilidad a la fuerza del Imperio Oscuro, y fueron actuando con una decidida voluntad de destrucción, hasta el punto de que el propio D'Averc gritó:

—Dejémoslas que terminen ellas… Ahora podemos escapar.

—Éstos no son más que un puñado de perros del Imperio Oscuro —replicó Hawkmoon encogiéndose de hombros—. Tiene que haber más por los alrededores, ya que su estilo no consiste en alejarse mucho del grueso de sus fuerzas.

—Seguidme —dijo el Guerrero de Negro y Oro—. Creo que ya va siendo hora de soltar a las bestias del dios Loco…

6. Las bestias del dios Loco

El Guerrero de Negro y Oro les condujo hacia una parte del patio de armas donde había un par de grandes rejas de hierro introducidas entre los guijarros del pavimento. Se vieron obligados a apartar varios cadáveres antes de poder agarrar los enormes anillos de latón y hacer retroceder las puertas. Al abrirse, las puertas revelaron una larga rampa de piedra que conducía hacia la oscuridad.

Desde el interior surgió un olor cálido que Hawkmoon reconoció inmediatamente y que le hizo dudar al principio de la rampa, pues estaba seguro de que aquel olor significaba peligro.

—No temáis —dijo el Guerrero con firmeza—. Adelante. Ahí está vuestro método para escapar de este lugar.

Hawkmoon inició lentamente el descenso y los demás le siguieron.

La luz que llegaba débilmente desde arriba les permitió ver una estancia alargada con un gran objeto situado en el extremo. Desde aquella distancia no pudo hacerse una idea exacta de qué era, y estaba a punto de investigarlo, cuando el Guerrero de Negro y Oro dijo desde atrás:

—Ahora no. Primero, ocupémonos de las bestias. Están en los establos.

Hawkmoon se dio cuenta entonces que, de hecho, aquella estancia alargada eran unos establos. De algunos de ellos surgían gruñidos animales y movimientos inquietos y, de pronto, una puerta se estremeció cuando un enorme bulto se lanzó contra ella.

—No se trata de caballos —dijo Oladahn—. Ni de toros. Para mí, duque Dorian, estos animales huelen a felinos.

—En efecto, eso parecen —asintió Hawkmoon acariciando el pomo de su espada—.

Felinos… Sí, a eso huelen. ¿Cómo pueden ayudarnos a escapar unos felinos?

D'Averc había tomado una de las antorchas colgadas del muro y raspaba un pedernal para encenderla. Poco después, la antorcha estaba encendida, y Hawkmoon vio entonces que el objeto situado en el extremo de la estancia era un enorme carruaje, lo bastante grande como para acomodar más de los que ellos eran. Sus varas dobles tenían espacio para cuatro animales.

—Abrid los establos —dijo el Guerrero de Negro y Oro—, y enganchar los felinos a los yugos. —¿Enganchar felinos al carruaje? —preguntó Hawkmoon volviéndose hacia él—. Eso puede ser un capricho de un dios loco…, pero nosotros somos mortales cuerdos, Guerrero. Además, esos felinos son salvajes a juzgar por el sonido que producen sus movimientos. Si abrimos los establos lo más probable es que salten sobre nosotros.

Como en confirmación de su suposición, de uno de los establos surgió un gran rugido aullante, contestado inmediatamente por las otras bestias, hasta que todo el espacio quedó envuelto en los rugidos bestiales y resultó imposible hacerse oír por encima de ellos.

Cuando los rugidos aminoraron un poco, Hawkmoon se encogió de hombros y emprendió el camino de regreso hacia la rampa.

—Encontraremos caballos ahí arriba y correremos nuestra suerte con corceles que nos sean algo más familiares que esas bestias. —¿Es que todavía no habéis aprendido a confiar en mis consejos? —preguntó el Guerrero—. ¿Acaso no os he dicho la verdad sobre el Amuleto Rojo y todo lo demás?

—Todavía tengo que comprobar más a fondo esa verdad —replicó Hawkmoon.

—Esas mujeres locas obedecieron el poder del amuleto, ¿no es cierto?

—Lo hicieron —admitió Hawkmoon.

—Pues, del mismo modo, las bestias del dios Loco están entrenadas para obedecer a quien sea el dueño del Amuleto Rojo. ¿Qué ganaría yo con mentiros, Dorian Hawkmoon?

—He empezado a sospechar de todo desde la primera vez que me enfrenté con el Imperio Oscuro —dijo Hawkmoon encogiéndose de hombros—. No sé si vos tenéis algo que ganar o no. Sin embargo… —se dirigió hacia el establo más cercano y colocó las manos sobre la pesada barra de madera—, estoy cansado de discutir con vos, de modo que comprobaré lo que me decís…

En cuanto quitó la barra de madera, la puerta del establo fue abierta por una pata gigantesca. Después apareció una cabeza mayor que la de un buey, más feroz que la de un tigre; pertenecía a un felino con unos ojos sesgados amarillos y unos largos colmillos también amarillentos. El animal avanzó, emitiendo un profundo gruñido surgido de su vientre, contemplándolos a todos con ojos refulgentes y calculadores. Vieron que sobre el lomo se alineaba una hilera de espinas de unos treinta centímetros de altura del mismo aspecto y color que sus colmillos, y que descendían hasta alcanzar la base de la cola, que, a diferencia de la perteneciente a un felino, terminaba en púas.

—Una leyenda hecha vida —comentó D'Averc perplejo, perdiendo por un momento su actitud habitualmente contenida—. Uno de los mutantes jaguares de combate de Asiacomunista. Un antiguo bestiario a quien vi dibujarlos me dijo que si habían existido alguna vez, tuvo que haber sido hace más de mil años, porque, al ser producto de un pervertido experimento biológico, no podían reproducirse…

—Y no pueden —comentó el Guerrero de Negro y Oro—. Lo que sucede es que su vida es casi infinita.

La enorme cabeza se movió entonces hacia Hawkmoon y la cola con púas osciló de un lado a otro. El animal tenía los ojos fijos en el amuleto que el duque llevaba colgado del cuello.

—Decidle que se tumbe —murmuró el Guerrero—. ¡Túmbate! —ordenó Hawkmoon.

Casi inmediatamente, la bestia se dejó caer al suelo, cerró la boca y su mirada perdió parte de su ferocidad.

—Os pido disculpas, Guerrero —dijo Hawkmoon sonriendo—. Muy bien, soltemos a los otros tres. Oladahn, D'Averc…

Sus amigos se ocuparon de quitar las barras de madera de los restantes establos.

Hawkmoon le pasó a Yisselda un brazo por los hombros.

—Ese carruaje nos llevará a casa, amor mío —le dijo. Después, como si de pronto hubiera recordado algo, añadió—: Guerrero, mis alforjas… Siguen estando en mi caballo, a menos que esos perros las hayan robado.

—Esperad aquí —dijo el Guerrero, volviéndose y empezando a subir la rampa—.

Echaré un vistazo.

—Yo mismo lo haré —dijo Hawkmoon—. Sé dónde…

—No —replicó el Guerrero—. Yo iré. —¿Por qué? —preguntó Hawkmoon con una vaga sospecha.

—Sólo vos, con vuestro amuleto, tenéis el poder para controlar a las bestias del dios Loco. Si no estuvierais aquí, podrían lanzarse sobre los demás y destruirlos.

Hawkmoon retrocedió de mala gana y se quedó observando al Guerrero de Negro y Oro, que terminó de subir la rampa con decisión y desapareció.

De los establos salieron otros tres grandes felinos similares al primero. Oladahn se aclaró la garganta con cierto nerviosismo.

—Será mejor que les recordéis a quién tienen que obedecer —le pidió a Hawkmoon—. ¡Al suelo! —les ordenó Hawkmoon.

Las bestias obedecieron lentamente. Se acercó a la primera de ellas y le puso una mano sobre el poderoso cuello, palpando el pelo recio y el duro músculo que había bajo él. Las bestias tenían la altura de los caballos, pero eran considerablemente más corpulentas y, desde luego, infinitamente más peligrosas. No habían sido concebidas para arrastrar carruajes, eso estaba claro, sino para matar en la batalla.

—Acercad ese carruaje y enganchemos a él a estas bestias —dijo.

D'Averc y Oladahn se encargaron de traer el carruaje. Era de latón negro y oro verde y olía a antigüedad. Únicamente el cuero de los yugos era relativamente nuevo. Pasaron los arneses sobre las cabezas y los hombros de las bestias, y los jaguares mulantes apenas se movieron, excepto para sacudir de vez en cuando las orejas cuando los hombres les apretaban los arneses con demasiada rapidez.

Una vez que todo estuvo preparado, Hawkmoon le indicó a Yisselda que subiera al carruaje.

—Tenemos que esperar a que regrese el Guerrero —dijo—. Después podremos marcharnos. —¿Adonde ha ido? —preguntó D'Averc.

—A buscar mis alforjas —explicó Hawkmoon.

D'Averc se encogió de hombros y se bajó el gran casco sobre la cabeza.

—Pues ya está tardando demasiado —comentó—. Me alegraré mucho cuando hayamos dejado atrás este lugar. Todo esto huele a muerte y a maldad.

Oladahn señaló hacia arriba al tiempo que desenvainaba la espada y preguntó: —¿Es a eso a lo que oléis, D'Averc?

En la parte superior de la rampa aparecieron seis o siete guerreros más del Imperio Oscuro. Pertenecían a la orden de la Comadreja, y sus máscaras de largo hocico casi temblaban debido a la expectativa de matar a los hombres que habían descubierto allí abajo.

—Subid al carruaje, rápido —ordenó Hawkmoon cuando las comadrejas empezaron a descender la rampa.

En la parte delantera del carruaje había un pescante elevado sobre el que se podía sentar el conductor, y junto a él, en un alto carcaj utilizado en otros tiempos para guardar jabalinas, había un látigo de empuñadura larga. Hawkmoon saltó al pescante, agarró el látigo y lo hizo restallar sobre las cabezas de las bestias. —¡Arriba, hermosas! ¡Arriba! —Los felinos se pusieron inmediatamente en pie—. ¡Y ahora…, adelante!

El carruaje dio un brinco hacia adelante con un gran crujido, tirado por los poderosos animales hacia la rampa. Los guerreros con máscaras de comadreja gritaron todos a una cuando los gigantescos felinos se abalanzaron hacia ellos. Algunos saltaron de la rampa, pero la mayoría no tuvo tiempo de hacerlo y fueron derribados, gritando, aplastados por las patas y las ruedas de hierro.

Una vez que hubieron salido a la luz del día, el misterioso carruaje se abalanzó contra otros guerreros de la orden de la Comadreja que habían acudido para investigar el significado de aquellas puertas enrejadas abiertas. —¿Dónde está el Guerrero? —gritó Hawkmoon por encima de los aullidos de los hombres—. ¿Dónde están mis alforjas?

Pero no se veía por ninguna parte al Guerrero de Negro y Oro, y tampoco pudieron localizar al caballo de Hawkmoon.

Ahora, los espadachines del Imperio Oscuro se lanzaban contra el carruaje, y Hawkmoon los mantuvo a raya con el látigo, mientras que Oladahn y D'Averc los contenían en la parte de atrás del carruaje con sus espadas. —¡Dirigios hacia la puerta! —gritó D'Averc—. Daos prisa… ¡Nos superarán en cualquier momento! —¿Dónde está el Guerrero? —volvió a gritar Hawkmoon mirando desesperadamente a su alrededor—. ¡Seguro que nos estará esperando fuera! —gritó a su vez D'Averc—. Vamos, duque Dorian, ¡alejémonos o estamos perdidos!

De pronto. Hawkmoon vio su caballo por encima de las cabezas de los guerreros que acudían. Le habían quitado las alforjas y no tenía medio de saber quién se las había llevado. —¿Dónde está el Guerrero de Negro y Oro? —volvió a preguntar lleno de pánico—.

Tengo que encontrarlo. ¡El contenido de esas alforjas puede significar la vida o la muerte para Camarga!

Oladahn le agarró por el hombro y le dijo con tono de urgencia: —¡Y si no nos marchamos en seguida de aquí… eso significará nuestra muerte…, y quizás algo peor para Yisselda!

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