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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio

BOOK: El beso del exilio
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En un futuro no demasiado lejano, en el que la Unión Soviética ha sufrido un proceso irreversible de balcanización y Occidente ha perdido el protagonismo que detenta en la actualidad, los Países Árabes controlan en gran medida el destino de las naciones, y su cultura y tradiciones florecen incorporando los últimos avances de la tecnología y la informática. En este marco se desarrollan las peripecias de Marîd Audran, un hijo del Budayén, el barrio maldito donde prosperan la corrupción y la violencia. Tal como se narraba en “Cuando falla la gravedad y Un fuego en el Sol”, Marîd se ha visto despojado de su independencia y ahora está obligado a actuar como mano derecha de Friedlander Bey.

Marîd empieza a conocer los métodos utilizados por Bey para ejercer su poder mientras se encuentra convertido en un instrumento más de éste, vislumbrando el escalofriante alcance del mafioso en el mundo. Sin embargo, abandonado junto a Bey en lo más profundo del desierto, sabe que en esa ocasión la supervivencia de ambos depende tan sólo de la capacidad de su organismo para soportar una deshidratación cuyos efectos bloquea artificialmente.

La vida en compañía de una tribu de nómadas del desierto le fuerza a contrastar el dilema moral que le tortura con las simples y férreas normas que rigen las vidas de éstos. El libro santo, el Corán, establece la obligación de tomar venganza ante cualquier ofensa, y en el desierto esta norma se acata con vehemencia.

Un cóctel explosivo de temas como nunca antes se habían reunido en un libro del género.

George Alec Effinger

El beso del exilio

Trilogía Cyberpunk - 3

ePUB v1.0

OZN
11.03.12

Titulo original: The Exile Kiss

Titulo traducido: El beso del exilio

Autor: George Alec Effinger

Traductor: Teresa Camprodón

ISBN: 84-270-1555-0

© 1991 by George Alec Effinger

© 1991, Ediciones Martínez Roca, S. A. Colección Gran Super—Ficcion.

Aunque oro y plata llueva en tierra extraña, y dagas y lanzas en tu hogar, no hay nada como el hogar.

Proverbio malayo

¡Largo como mi exilio, dulce como mi venganza!

William Shakespeare, Coriolano, acto quinto, escena tercera

1

Nunca pensé que pudieran raptarme. No existían motivos para ello. En realidad, el día había empezado de un modo bastante inocente. Me despabilé por completo poco antes del alba, gracias a un potenciador experimental que llevaba en mi implante cerebral anterior. Esa conexión es la que me confiere poderes y habilidades superiores a las de cualquier mortal. Según tengo entendido soy el único en los alrededores que posee dos implantes.

Uno de estos daddies especiales me proyecta a la conciencia total a la hora elegida. He aprendido a utilizarlo junto con otro daddy que me reanima el cuerpo, vaciando mi sistema de alcohol y drogas a una velocidad superior a la normal. De ese modo no me levanto medio borracho e inservible. En el pasado otros han sufrido por culpa de mis resacas y juré que eso no volvería a suceder jamás.

Me di una ducha, me cepillé la barba pelirroja y me vestí una costosa gallebeya color arena, con el gorro blanco de punto de mi Argelia natal. Estaba hambriento. Mi esclavo, Kmuzu, es quien normalmente me prepara las comidas, pero ese día tenía una cita para desayunar con Friedlander Bey. Eso sería después de la llamada matinal a la oración, así que disponía de treinta minutos libres. Atravesé la gran casa de Friedlander Bey, desde el ala oeste hasta el ala este, y llamé a la puerta de las habitaciones de mi esposa.

Indihar respondió en un camisón de satén blanco que yo le había regalado, con el cabello castaño recogido en la nuca. Indihar entornó sus grandes ojos oscuros.

—Te deseo buenos días, esposo —dijo ella.

No es que saltase de alegría al verme.

Su hijo pequeño, Hâkim, de cuatro años, estaba colgado a sus faldas y lloraba. Podía oír a Jirji y a Zahra armando jaleo en la otra habitación. Ni rastro de Senalda, la doncella valenciana que yo había contratado. Acepté la responsabilidad de mantener a la familia porque me sentía en parte responsable de la muerte del esposo de Indihar. Papa —Friedlander Bey— decidió que, para cumplir ese propósito sin levantar habladurías, debía también casarme con Indihar y adoptar a los tres niños. No recuerdo ningún otro caso en el que a Papa le preocupasen las habladurías.

No obstante, pese a la indignación de Indihar y mi negativa absoluta, ahora los dos somos marido y mujer. Papa siempre se sale con la suya. Hace algún tiempo, Friedlander Bey me agarró por el pescuezo, me dio un buen rapapolvo y convirtió al buscavidas de segunda que yo era en un poderoso pez gordo del submundo de la ciudad.

De modo que ahora Hâkim era legalmente... mi hijo, por muy fastidiosa que me resultara la idea. Nunca antes había convivido con niños y no sabía como comportarme. Creedme, ellos os lo dirán. Lo levanté en volandas y sonreí ante su rostro manchado de mermelada.

—Bueno, ¿por qué lloras, oh inteligentísimo? —le dije.

Hâkim se detuvo un momento para tomar aliento y luego siguió berreando aún más fuerte.

Indihar refunfuñó con impaciencia.

—Por favor, esposo, no intentes hacer de hermano mayor. Ya tiene uno: Jirji.

Me quitó a Hâkim de los brazos y lo dejó en el suelo.

—No intento hacer de hermano mayor.

—Pues tampoco intentes hacer de colega. No necesita un colega, necesita un padre.

—Está bien. Dime lo que debe hacer un padre y lo haré.

Llevaba semanas intentando comportarme lo mejor que sabía y Indihar no hacía más que deprimirme. Empezaba a cansarme.

Se rió sin ganas y echó a Hâkim hacia el fondo de la habitación.

—¿Es éste el verdadero motivo de tu visita, esposo? —me preguntó.

—Indihar, si abandonaras un poco tu resentimiento, tal vez pudiéramos sacar alguna ventaja de esta situación. ¿Qué daño puede hacerte estar aquí?

—¿Por qué no le preguntas a Kmuzu cómo se siente? —dijo ella, que aún no me había invitado a entrar.

Ya había permanecido bastante en el recibidor y la aparté a un lado para entrar en el salón. Me senté en un sofá. Indihar me contempló unos segundos, luego suspiró y se sentó en una silla frente a mí.

—Ya te lo he explicado antes —respondí—. Papa me ha hecho algunos regalos. Regalos que yo no deseaba, como los implantes, el bar de Chiriga o Kmuzu.

—Y a mí —dijo ella.

—Sí, y a ti. Papa intenta distanciarme de todos mis amigos. No desea que conserve ninguna de mis viejas amistades.

—Simplemente podías haberte negado, esposo. ¿Lo has pensado alguna vez?

¡Como me habría gustado que fuera tan sencillo!

—Cuando me llenaron de cables el cerebro, Friedlander Bey pagó a los doctores para que introdujeran un circuito en el centro de dolor de mi cerebro.

—¿Centro de dolor? ¿No sería en el centro de placer?

Sonreí lastimosamente.

—Si me hubieran circuitado el centro de placer, probablemente ahora ya estaría muerto. Eso es lo que les ocurre a quienes se lo hacen. No habría durado mucho.

Indihar frunció el ceño.

—Bien, entonces, no comprendo. ¿Por qué el centro de dolor? Porqué permitiste...

Levanté la mano para cortarla.

—¡Hey, yo no lo permití! Papa lo hizo sin mi consentimiento. Tiene montones de aparatos electrónicos que pueden estimular por control remoto mis centros de dolor. Así es como me mantiene a raya.

Saber que en realidad era el abuelo de mi madre no me predispuso más favorablemente hacia él. No, en la medida en que se negó a tratar el asunto de mi libertad.

La vi temblar.

—No tenía ni idea, esposo.

—No se lo he dicho a nadie. Pero Papa siempre acecha por encima de mi hombro, presto a pulsar el botón del tormento si hago algo que no le gusta.

—Así que tú también eres un prisionero —dijo Indihar—. Eres su esclavo, igual que todos los demás.

No creí necesario responderle. La situación era algo distinta en mi caso, porque llevaba sangre de Friedlander Bey y me sentía obligado a intentar quererlo. En verdad aún no lo había logrado. Ese sentimiento me lo hacía pasar mal y Papa no me lo ponía fácil.

Indihar me tendió la mano y yo la cogí. Era la primera vez, desde que estábamos casados, que ella se ablandaba ante algo. Vi que aún tenía la palma de la mano y los dedos teñidos de un pigmento ocre, de la henna que sus amigas le habían aplicado la mañana de nuestra boda. Había sido una ceremonia muy peculiar porque Papa declaró que no habría sido correcto que me desposara más que con una doncella. Indihar era, claro está, una viuda con tres hijos, de modo que él la declaró virgen honoraria. Nadie se rió.

La boda fue una mezcla de costumbres propias de la ciudad y del pueblo natal egipcio de Indihar. Pretendía ser la unión de una joven virgen y un muchacho magrebí de futuro prometedor. Friedlander Bey dijo que no era necesario invitar a la familia de Indihar a la ceremonia, sus amigos del Budayén la reemplazarían.

—Omitiremos la certificación ritual —había dicho Indihar.

—¿Qué es eso? —pregunté.

Temía que, en el último minuto, me obligasen a pasar una especie de examen escrito que debía haber estudiado desde la pubertad.

—En algunas regiones musulmanas —explicó Friedlander Bey—, la noche de bodas, la novia es llevada a un dormitorio, lejos del resto de invitados. Las mujeres de ambas familias la tumban sobre la cama. El marido envuelve un paño blanco entorno a su dedo y se lo inserta, para demostrar la virginidad de la muchacha. Si el paño se tiñe de sangre, el marido se lo ofrece al padre de la novia, que desfila con la tela anudada a un palo, para que todos la vean.

—¡Pero estamos en el siglo XVII de la Hégira! —dije atónito.

Indihar se encogió de hombros.

—Es un momento de gran orgullo para los padres de la novia. Demuestra que han educado a una hija casta y digna. Cuando me casé por primera vez, temí la ignominia hasta que oí los gritos de júbilo de los invitados. Entonces supe que mi matrimonio había sido bendecido y que me había convertido en una mujer a los ojos del pueblo.

—Como tú dices, hija mía —prosiguió Friedlander Bey—, en este caso no se requerirá semejante certificación.

Papa era razonable, cuando no tenía nada que perder.

Le compré a Indihar una elegante alianza de oro y también una segunda joya. Chiri, mi no tan pacífica compañera, me ayudó a escoger el regalo en una de las caras boutiques del este del Boulevard il-Jameel, donde compran los europeos. Era un broche, un lagarto de oro con incrustaciones de esmeraldas y dos rubíes por ojos. Me costó doce mil kiams y es el artículo más caro que he comprado en toda mi vida. Se lo di a Indihar la mañana de la boda. Abrió la caja satinada, miró unos segundos el lagarto de esmeraldas y dijo:

—Gracias, Marîd.

Nunca más ha vuelto a mentarlo ni tampoco se lo he visto puesto.

Indihar jamás había sido rica, ni siquiera antes de que asesinaran a su marido. Aportó a nuestro matrimonio sólo una modesta colección de enseres domésticos y sus escasas pertenencias personales. Su contribución no era materialmente importante, porque yo me había enriquecido gracias a mi colaboración con Papa. De hecho, la cantidad estipulada como el precio de la novia en nuestro contrato matrimonial era más de lo que Indihar había visto en toda su vida. Dos tercios de esa cantidad se le dio en metálico. El tercio final se le daría en caso de divorcio.

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