Braulio frunció el ceño.
—Las abejas tienen una vida muy ordenada y meticulosa. Siguen las normas de la colmena y protegen a la reina. No son tan libres como crees, Paula.
—Pues es una pena, ¿a que sí, Clara?
—No lo sé —dije manteniendo la mirada de Braulio—. No me interesan mucho esos asuntos. Todavía no estoy preparada para la polinización.
Me puse roja por el mensaje obvio que acababa de lanzarle. El viento empezaba a refrescar y agradecí su efecto en mis mejillas.
—Tú siempre serás una romántica… —dijo Paula—. Supongo que contigo nada de flores hasta que estés convencida. Pero para eso, debes volar y ver mundo. Y en Colmenar… no tendrás ocasión de conocer a muchos zánganos.
Braulio carraspeó.
Paula sonrió al darse por fin cuenta del interés que tenía en mí.
—Aunque también es cierto que uno, si es el apropiado, es suficiente… Al menos para iniciarse —añadió Paula—. Además, Colmenar es un buen sitio para pasar una temporadita. Creo que yo misma me instalaré un tiempo. Hasta es posible que pase las Navidades contigo, Clarita. No tengo exámenes hasta enero…
—¡Pero eso es genial! —dije emocionada ante la perspectiva de pasar casi dos meses con ella y compartir unas fiestas tan tristes para mí ese año.
—El vuelo puede esperar para más adelante.
—¿Sabíais que según todas las leyes de aviación es imposible que una abeja vuele? —dijo Braulio retomando la conversación—. La física no se explica cómo consigue levantar su regordete cuerpo del suelo con esas alas tan pequeñas.
—Las abejas vuelan porque no les importa que eso sea imposible para la física o para los humanos —dije convencida.
Paula se puso en pie y extendió los brazos hacia el cielo. Cerró los ojos y dejó que el viento jugara con su cabello dorado.
—¿Qué haces? —pregunté con curiosidad.
—Estoy intentando que a mí tampoco me importe, pero debo de tener el freno puesto porque no consigo que mis pies despeguen del suelo.
Los tres nos reímos.
Después de aquello volvimos a casa. Estaba empezando a oscurecer y el aire era cada vez más helado.
—¿Por qué no me has hablado de Braulio?
La pregunta de Paula me descolocó durante unos instantes. No estaba muy segura de cómo sonarían mis sospechas en voz alta. Aun así, le abrí mi corazón y le expliqué a mi amiga todo lo que había pasado y todo lo que sentía al respecto. Después le mostré la libreta y le pedí que leyera lo que Braulio había escrito en ella.
—Me asusta su forma de ser. Creo que es bipolar o algo por el estilo —le confesé.
Paula me miró muy seria antes de soltar una carcajada.
—¿Qué te hace tanta gracia? —protesté molesta.
—Estás cagada de miedo, Clara. Pero no es él quien te asusta, sino tú misma. Esto es lo más romántico y especial que ningún chico ha hecho por ti —dijo señalando el cuaderno—. Braulio es monísimo y se nota a la legua que está colado por tus huesos. He visto cómo te trata y cómo te mira. No te haría daño nunca.
—Pero la otra noche me gritó…
—Eso estuvo mal. No tenía derecho a hacerlo, por muy preocupado que estuviera… —Paula vaciló un instante—. Pero ¡estuviste dos días desaparecida en el pueblo de al lado y sin avisar a nadie! Tampoco tú fuiste muy considerada que digamos. Braulio dejó sus exámenes en Madrid para venir a verte. Supongo que perdió los nervios por la tensión.
—Es posible, pero logró asustarme. De todas formas, alguien desvalijó mi casa…
—A mí me costó muy poco encontrar una llave —me recordó—. ¡Cualquiera podría haberlo hecho!
—Hay otra cosa que no te he contado.
Paula me miró con impaciencia mientras yo rebuscaba en la mochila. Desdoblé los e-mails con las amenazas de muerte que había impreso en Soria y se los mostré para que pudiera leerlos.
—Alguien intenta asustarme… O, peor aún, matarme.
Los ojos de Paula se perdieron un instante entre aquellas líneas antes de abrir la boca y soltar una frase de lo más desconcertante.
—¡Clara! Woodhouse soy yo…
—P
or más que lo pienso, aún no logro entender por qué me enviaste esos mensajes tan bestias —dije mientras sorteaba las gruesas raíces de un pino centenario.
Aquél era mi primer paseo por el bosque sin muletas y vigilaba cada paso con sumo cuidado.
Aunque había pasado ya una semana desde que Paula llegó a la Dehesa y me confesó que había sido la artífice de esos mensajes, todavía no comprendía por qué mi mejor amiga había querido asustarme de esa manera.
Tampoco conseguía entender cómo se las había ingeniado para convencerme de que fuéramos juntas hasta la cabaña del diablo.
—Ya te lo he dicho. Era una broma, en honor a todas esas películas de miedo que nos hemos tragado juntas desde pequeñas. No sé —reflexionó un instante—, supongo que quería hacer más interesante y misteriosa mi llegada. Jamás pensé que te asustarías tanto.
—«Desearás no haber nacido», «Tu muerte ya tiene fecha…» —le recordé en voz alta algunas de sus frases—. Para no querer asustarme tanto… ¡te pasaste un poco!
Paula soltó una carcajada.
—Creí que lo descubrirías enseguida. Woodhouse es el apellido del matrimonio de
La semilla del diablo
. ¡Mi película de terror favorita! Y, curiosamente, también el de mi familia de acogida americana. Pensé que atarías cabos.
—Ni en un millón de años lo hubiera relacionado contigo. ¡Éramos dos renacuajas cuando vimos esa peli! Y creo que nunca mencionaste el nombre de tu familia yanqui.
—Seguro que sí lo hice. De todas formas, de haber sabido que había una cabaña del diablo cerca y una historia tan alucinante habría venido antes a verte.
La noche anterior le había explicado a Paula la leyenda de Rodrigoalbar. Lo había hecho porque a ella le chiflaban las historias de miedo, pero no había previsto que su espíritu curioso me obligaría a llevarla hasta allí. Aun así, le había hecho prometer que solo nos acercaríamos a unos metros de la casa.
Ya no tenía la excusa del esguince y, en el fondo, temía que mi amiga se cansara de la vida tranquila que llevábamos en la Dehesa. Los extraños sucesos habían dejado de producirse y la máxima distracción que teníamos era pasear con el ciclomotor que por fin había puesto a punto mi tío.
Con Braulio de nuevo en Madrid, había recuperado la calma. Sabía que era pasajera y que a su regreso tendría que lidiar con sus sentimientos, pero intentaba no pensar demasiado en eso y disfrutar al máximo de la compañía de Paula. Echaba tanto de menos a Bosco, que solo la presencia de mi mejor amiga lo hacía más soportable. Aun así, me resultaba extraño no poder compartir mi secreto con ella. ¡Me había enamorado! ¡Por primera vez! Y esa verdad luchaba por salir de mis labios. Había estado a punto de meter la pata y hablarle de él en varias ocasiones. Su imagen se había instalado en mis pensamientos de forma permanente y no podía evitar fantasear con él a todas horas.
Mientras nos adentrábamos en los confines esmeralda del bosque, el recuerdo de todo lo que había vivido a su lado me sumió en una especie de ensoñación silenciosa. Recordé la huida en sus brazos y los instantes que habíamos pasado en aquella cueva… Todavía me sentía fascinada por su habilidad para moverse en aquel entorno tan bello y tan hostil tras la nevada. Sus pies no habían dudado ni un momento, a pesar de cargar con mi peso y de las raíces salientes ocultas bajo la nieve. Tuve la impresión de que conocía a la perfección cada rincón de aquel laberinto verde, como si siempre hubiera habitado en él.
A medida que nos acercábamos, otros pensamientos relacionados con la cabaña cobraron vida en mi mente. No pude evitar estremecerme al evocar la suavidad y la tibieza de su cuerpo en contacto con el mío, el delicioso aroma de su piel, la elegancia y la precisión de sus gestos, su sonrisa burlona, su semblante serio cada vez que mi miedo afectaba a sus sentidos…
Recordé también la dulzura con la que me había bañado y cuidado tras rescatarme de la trampa, la suavidad de sus manos recorriendo mis heridas con aquel ungüento, la bella melodía de su piano, la primera vez que escuché su voz…
Cuanto más pensaba en él, más cuenta me daba de lo insignificante e insulsa que resultaba yo a su lado. Apenas tendría un par de años más que yo y sus habilidades y conocimientos estaban a años luz de los míos.
En el fondo, entendía que se hubiera alejado de mí.
Recordé la forma en la que me había rechazado la primera vez que intenté rozar sus labios y cómo se había despedido de mí tras aquel beso apasionado.
Si algo tenía claro, era que yo no le gustaba.
¡Había estado desnuda en su propia casa! Y sus ojos jamás se habían posado en ningún otro sitio que no fuera mi cara. Su comportamiento había sido amable y noble. Me había salvado la vida sin aprovecharse en ningún momento de mi debilidad. Entonces, ¿por qué me sentía tan decepcionada? Tal vez por la certeza de que mis sentimientos no eran correspondidos.
Si algo más tenía claro, era que estaba profunda e irrevocablemente enamorada de él.
—¿Estás segura de que no nos hemos perdido? —La voz de Paula me devolvió a la realidad.
La dentadura de un animal sobre una rama constató que estábamos cerca. Paula se acercó a ella y contempló también dos montículos de piedras con una cruz encima. A nuestra izquierda, una réplica del muñeco de vudú que había visto semanas atrás captó su atención.
—¡Alucinante!
Mi amiga repasó con el dedo el corazón de aquel muñeco y extrajo una de las agujas que lo atravesaban.
Busqué en su rostro alguna señal de temor, pero solo hallé un extraño brillo de fascinación en su mirada.
—Tendría que haber traído la cámara. Esto es mejor que
El proyecto de la bruja de Blair
.
—¿Te refieres a esa peli en la que tres chicos graban cómo se pierden en el bosque y son asesinados en una cabaña? ¡No me puedo creer que no estés ni un poquito asustada!
La visión de la cabaña del diablo arrancó un gritito de Paula. Tuve que cogerla del brazo para que no echara a correr hacia ella.
—Me habías prometido que te conformarías con verla a distancia —protesté.
—Vamos, Clara, no seas cobarde… —dijo ella soltándose.
Pensé en Bosco y en lo mucho que podía enfadarse si una extraña entraba en su choza. Le había prometido que no hablaría de él con nadie y, sin embargo, ahí estaba mi amiga dispuesta a fastidiarlo todo.
—¡Por favor, Paula, no entres! —supliqué yendo tras ella.
Pero ya era demasiado tarde.
Permanecí un instante en la puerta sin atreverme a mirar.
—Aquí no viven ni los ratones.
La voz de Paula me impulsó hacia el interior. ¿Qué había querido decir con eso?
Lo entendí enseguida al ver la cabaña vacía. No había ni rastro de los muebles, los libros o el resto de los enseres que la habían habitado durante mi estancia. ¡Hasta el piano había desaparecido!
Recorrí aquella sala con incredulidad y tristeza. Me costaba creer que Bosco se hubiera ido para siempre. De repente era como si nunca hubiera existido.
La esperanza de verle de nuevo se había esfumado como las cosas de aquella cabaña.
Una lágrima resbaló por mi mejilla.
Paula me abrazó y me acunó en sus brazos.
—Perdóname, Clara, no sabía que estuvieras tan asustada. No pasa nada… En esta cabaña no hay brujas, ni espíritus, ni ermitaños… ¡No hay nadie!
Rompí a llorar.
Si al menos hubiera podido compartir con ella el motivo real de mis temores…
El sonido de unos pasos acercándose hizo que ambas enmudeciéramos y miráramos alarmadas hacia la puerta.
Una figura esbelta de larga melena rubia nos sorprendió a las dos con el corazón en un puño.
Nuestras miradas se retaron.
En la mía había extrañeza y desconfianza. ¿Qué hacía ella en la cabaña del diablo? ¿Acaso conocía a Bosco? En la suya había recelo, rencor y odio.
Abrí la boca para decirle algo, pero antes de que las palabras salieran de mis labios, apartó sus ojos verdes de los míos y dio media vuelta con desdén. Después corrió hacia el bosque y se perdió entre los árboles.
—¿Quién era esa loca? —preguntó Paula.
—Berta. —Mi voz se quebró al pronunciar su nombre.
—¿La chica de Colmenar de la que me hablaste? Pensé que erais amigas. No sabía que estuvierais enfadadas.
—Yo tampoco —reconocí con tristeza.
Después de aquello, volvimos a la Dehesa. Paula respetó mi silencio y me tomó del brazo todo el camino. Debió de suponer que estaba triste por el enfado de Berta o impresionada por haber pisado la cabaña del diablo.
Ya en la Dehesa, Paula subió a darse una ducha mientras yo preparaba algo de cena. Estuve a punto de cortarme varias veces troceando las verduras. No podía dejar de pensar en Bosco y en Berta, y en los misteriosos lazos que los unían. ¿Era ella la chica valiente que conocía su secreto? Sí, debía de ser eso. Solo aquello explicaba su cara de odio al verme en la cabaña. Tal vez estaba furiosa conmigo por haber llevado hasta allí a Paula, poniendo en peligro a su protegido… O, peor aún, ¿a su amante? Una punzada de celos atravesó mi alma al imaginármelos juntos.
En ese momento, un grito desgarrado de Paula me estremeció por dentro. Subí las escaleras de dos en dos y empujé la puerta del baño con el corazón encogido.
—¡Me están picando! ¡Quítamelas, por Dios, Clara!
Paula estaba desnuda, rodeada de abejas y haciendo aspavientos con un bote de champú para alejarlas. Gritaba y lloraba con desesperación. Sabía que Paula era alérgica y que había que actuar con rapidez. Su piel había empezado a enrojecerse.
—¡No te muevas! —le ordené.
Había leído que esos insectos solo atacan si se sienten en peligro, así que lo primero era dejar de golpearlas y alejar de ellas el olor que las atraía. Me acerqué a Paula sin vacilar, le quité el champú de las manos y lo lancé por la ventana. Las abejas siguieron su fuerte aroma a flores hasta el exterior.
—¿Dónde te han picado? —le pregunté con impaciencia.
Me señaló un punto rojo e inflamado en su brazo y otro en su barriga justo antes de empezar a ponerse roja y a respirar con dificultad.
—Me estoy ahogando, Clara.
La ayudé a vestirse tratando de mantener la calma y llamé a mi tío. Entre sollozos le expliqué lo ocurrido y le supliqué que viniera enseguida.