Gaviota nunca tendría que haber aceptado ese empleo. Pero con su aldea destruida y una hermana medio retrasada de la que cuidar, ¿qué otra cosa podía hacer? Por lo menos el sueldo era bueno.
Pero aquel hechicero era todavía peor que los otros de los que había oído hablar. Entre las peleas de taberna, las batallas mágicas y el cuidado de aquel extraño artefacto que habían desenterrado de un cráter, apenas conseguía encontrar el tiempo suficiente para recuperar el aliento.
Y cuando repentinamente su hermana empezó a volverse inteligente, Gaviota descubrió que ya no le quedaba tiempo ni para eso...
Clayton Emery
El bosque de los susurros
Archidruida 1
ePUB v1.1
Moower17.12.11
Ilustración de cubierta: Kevin Murphy
Título original: «Whispering Woods»
Traducción: Albert Solè
© 1995-2011 Wizards of the Coast LLC, a subsidiary of Hasbro
Inc. All Rights Reserved
Ediciones Martínez Roca, S.A.
ISBN: 978-84-270-2071-9
Impreso en España - Printed in Spain
Ediciones Martínez Roca, S.A., Pº. Recoletos, 4, 3ª planta - 28001 Madrid
Una explosión tan ensordecedora como un trueno hizo que Gaviota levantara la mirada.
El cielo estaba despejado y muy azul. El sol brillaba en él, derramando un calor primaveral. La Luna de la Neblina, de un blanco sucio, era un recorte de uña suspendido sobre los árboles en el oeste.
Y había algo más en el cielo. Hasta entonces Gaviota nunca había visto en él nada aparte de lunas, nubes y pájaros, pero en aquel momento...
Una gran bola llena de bultos e irregularidades que parecía una vejiga hinchada flotaba en el azul.
El leñador se apartó del árbol que se alzaba en el lugar que había limpiado aquella mañana, y subió de un salto al tocón para poder ver mejor. Él y su recua sólo se habían internado media legua en el Bosque de los Susurros. Fuera lo que fuese aquella... cosa voladora, se encontraba muy cerca de su aldea. Estaba suspendida encima de ella.
—En el nombre de Chatzuk, ¿qué...?
Sus mulas resoplaron nerviosamente. Gaviota las calmó y aguzó el oído.
La cosa que parecía una vejiga estaba rodeada por cuerdas y de ellas colgaba una barquilla llena de oscuras y diminutas siluetas, masas de brazos y cabezas puntiagudas que parloteaban entre sí. Estaban tratando de mover algo, y sus esfuerzos hacían que la barquilla oscilara de un lado a otro. Estaban arrojando cosas.
¿Sobre su aldea?
Hubo otro estallido atronador, tan potente como el de antes. El tocón se agitó debajo de los pies de Gaviota, y después tembló durante unos momentos.
Sus mulas piafaron. Suave, que siempre era tan tranquila y obediente, intentó encabritarse y tiró de sus arneses de cuero, buscando refugio debajo de un castaño. Cabezota, que era tozuda incluso para ser una mula, bajó la cabeza y empezó a mordisquear su brida en un intento de romperla. Gaviota bajó de un salto del tocón y le tiró de una oreja. La mula le lanzó un mordisco lleno de dientes amarillentos.
—¡Ahora no, Cabezota! —la riñó Gaviota—. ¡Necesito ayuda, no estorbos!
Tiró de los arreos de las mulas y empezó a unir sus bridas en un nudo para que no pudieran marcharse. Pero algo le hizo detenerse: era una premonición de que tardaría en volver.
Como la inmensa mayoría de muleros, Gaviota hablaba a sus animales igual que si le entendieran, pues a menudo lo hacían.
—Quietas aquí las dos. He de averiguar qué está ocurriendo. ¿Y dónde está Mangas Verdes...? ¡Ah!
Su hermana se había alejado, como de costumbre, pero las explosiones la habían hecho volver corriendo desde las profundidades del bosque.
En lo físico, Mangas Verdes no podía ser más opuesta a su hermano: era bajita, y estaba tan flaca que podías contar los huesos de sus manos y sus brazos. Pero el parentesco resultaba obvio, pues sus ojos eran verdes, su cabellera castaña rizada y siempre rebelde, sus pómulos anchos y su boca delgada, y su piel estaba tan oscura como una nuez debido a toda una vida pasada al aire libre cuando sólo tenía dieciséis años y todavía no había acabado de crecer. Vestía una vieja túnica de lino manchada de verde por los líquenes, y un maltrecho chal salpicado de ramitas y hojas. No llevaba sombrero y sus pies siempre estaban descalzos, incluso en las nieves del invierno. Sus manos estaban tan sucias como de costumbre, con las muñecas manchadas de verde a causa del hurgar en el suelo y el arrancar tallos de hierba. Su madre le había puesto de nombre Mangas Verdes por esas manchas.
Claro que en realidad daba igual cuál fuese su nombre, porque la chica era tan poco consciente de él como de todo lo demás.
Tan asustada por el ruido como una ardilla, Verde corrió hacia su hermano y agarró su mano morena. Después empezó a hablar a toda velocidad en su lenguaje animal, parloteando como una ardilla y gruñendo como un tejón, soltando una ristra de preguntas incomprensibles mientras estrujaba los dedos de Gaviota.
Gaviota le habló de la misma manera que a sus mulas.
—No te muevas de aquí, Verde. Voy a... —No podía decir «a casa», ya que entonces Verde se habría sentido abandonada—. Voy a ocuparme de unos asuntos. He de ver a un hombre. No te muevas de aquí. Volveré pronto.
Su hermana todavía parecía bastante preocupada, y Gaviota se preguntó hasta qué punto le había entendido. Después apartó los dedos con que seguía sujetándole la mano.
Su mente estaba llena de preguntas. ¿Qué le estaba ocurriendo a la aldea? Gaviota se echó la aljaba y el estuche del arco al hombro. Los llevaba para cazar, pero dentro de un rato tal vez tuviera que emplearlos para hacer huir a esas pequeñas... criaturas del cielo. Se enrolló el látigo de las mulas alrededor de la cintura, y después empuñó la pesada hacha de leñador de doble filo.
—Será mejor que esté preparado, aunque no sé para qué —murmuró.
Se volvió para encontrarse con Mangas Verdes casi pegada a su espalda. Quizá la había asustado al recoger sus armas.
—¡Te he dicho que no te muevas de aquí!
Gaviota quería correr, pero se obligó a caminar despacio y fue estirando las piernas, preparándolas para recorrer los más de dos kilómetros que le separaban del comienzo del bosque. De todas maneras, no podía correr más de treinta metros. Tres años antes un olmo se había partido repentinamente, separándose del tocón: el olmo era un árbol que odiaba a los hombres y que se rompía sin ningún crujido de advertencia. El tronco le había aplastado la rodilla derecha. El invierno transcurrió y llegó a su fin antes de que Gaviota pudiera volver a caminar, pero con una cojera permanente. La rodilla también le dolía cuando hacía mucha humedad, así que podía predecir las tormentas.
Pero en aquel momento no le dolía, a pesar del trueno. ¿Qué podía significar eso?
La cojera no era la única herida que había sufrido en toda una vida de luchar con los árboles. Un roble le había arrebatado los tres últimos dedos de su mano izquierda. Gaviota sólo tenía veinte años, pero sus brazos y sus piernas estaban repletos de cicatrices dejadas por las ramas y por golpes de hacha mal dirigidos, aunque también eran enormes y fuertes, pues el bosque siempre había sustituido de alguna manera lo que se había llevado. Gaviota siempre se estaba abriendo paso a través de la maleza y cortando ramas, por lo que no llevaba prendas de tela. Su atuendo era totalmente de cuero, y se reducía a un faldellín y una túnica. Incluso su larga cabellera castaña estaba recogida en la nuca mediante una tira de cuero. Llevaba unos zuecos de nogal que había tallado él mismo y que proporcionaban una buena protección a los dedos de sus pies, aunque siempre repiqueteaban lúgubremente sobre los suelos de madera o piedra.
La vida en el bosque había endurecido a Gaviota de otras formas, aunque apenas se daba cuenta de ello. Trabajar en solitario, cortando y talando y resolviendo problemas durante todo el día, le había obligado a desarrollar su propia manera de hacer las cosas, y Gaviota era capaz de ignorar tanto los consejos como los elogios. De hecho, las comadres de la aldea decían que tanto trabajar con mulas había hecho que se volviera terco como ellas, y también sospechaban que Gaviota se llevaba tan bien con su hermana y siempre se ocupaba de ella porque, en el fondo, era tan bobo como Mangas Verdes.
Gaviota se metió por un sendero de ciervos que le permitiría llegar más pronto a las praderas..., y que además le mantendría oculto. Todos aquellos acontecimientos tan raros significaban problemas.
Unos problemas que ya habían estado esperando...
Una luna antes, los habitantes de Risco Blanco habían saltado de sus camas al oír una amenazadora mezcla de silbido y trino. Habían salido corriendo de sus casas, y todos habían visto cómo la franja de fuego blanco amarillento quemaba la noche. Después un gran estruendo lejano había resonado en el norte y había hecho temblar el suelo, y las llamas habían iluminado el horizonte. Una arboleda distante había estado ardiendo durante días, ennegreciendo el sol con una columna de humo. Las lluvias de finales del invierno acabaron empapando el infierno, y el humo dejó de brotar.
Los lugareños no habían hablado del acontecimiento y habían acallado las preguntas de los niños. Todo el mundo sabía reconocer un presagio, un portento anunciador del desastre, y la gente miraba por encima del hombro día tras día, esperando que llegara.
Aquél era el día. Dos truenos casi seguidos, una vejiga flotante llena de bribones que aullaban y gritaban. ¿Qué...?
Gaviota oyó un crujido detrás de él y giró sobre sus talones. Una serpiente...
No, su hermana.
Mangas Verdes soltó un gruñido de mapache, una pregunta llena de miedo, y se agarró el chal con una mano temblorosa.
—¡Maldición! —rugió su hermano, sobresaltado por el ruido—. ¡Te dije que no te movieras de allí!
La joven retrasada meneó la cabeza de un lado a otro y se encogió sobre sí misma como si Gaviota la hubiese golpeado. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas y le mojaron los labios.
—Oh, muy bien. Ven conmigo. ¡Pero procura no hacerme perder más tiempo!
Gaviota nunca podía resistir el llanto de Mangas Verdes, pero la mitad de las veces no tenía ni idea de lo que quería.
Llevaba a su hermana al bosque cada día para mantenerla lejos de la aldea. Mangas Verdes arrancaba las plantas de los huertos, protegía a los animales del trabajo y de cualquier clase de daños, metía la cabeza en los hornos del pan, sacaba a los bebés de sus cunas y hacía cuanto podía para ser una molestia, por lo que todo el mundo estaba de acuerdo en que el bosque era el mejor sitio para ella. Allí era feliz, podía husmear, investigar y jugar con animales todo lo que le diese la gana mientras Gaviota la vigilaba y cuidaba de ella..., hasta donde podía hacerlo. Un acuerdo tácito y la fuerza de los brazos del hermano aseguraban que ningún hombre del valle la molestaría, y los forasteros eran muy raros, pero a veces Mangas Verdes desaparecía durante horas, y Gaviota se preocupaba. Aparte de eso, su hermana no le creaba ningún problema, y su compañía le resultaba tan agradable como se lo hubiese resultado la de un perro.
Aun así, el que a los dos les sentara tan bien el Bosque de los Susurros era otra señal de que eran dos criaturas más bien raras. Ningún otro habitante de Risco Blanco se acercaba jamás al Bosque de los Susurros. Las hojas y los árboles estaban demasiado llenos de una charla continua, de «susurros», para que la gente normal pudiese sentirse a gusto allí y moverse por aquellos lugares. Todos suponían que las voces procedían de monstruos, diablos, elfos o alguna otra clase de seres oscuros. Los parloteos y murmullos que no cesaban nunca y los crujidos de las hojas ponían bastante nervioso a Gaviota cuando era un muchacho, pero hacía años que ya apenas si los oía. En cuanto a Mangas Verdes, la afectaban todavía menos que la lluvia.