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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (17 page)

BOOK: El brillo de la Luna
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El hombre tragó saliva y clavó las pupilas en la comida. El niño olió el pescado y giró la cabeza. Entonces, alargó la mano hacia Jiro.

El padre asintió.

—Soltadle —ordené a los hombres, y tomé la comida que me entregó Jiro. A la puerta de una choza había una barca volcada—. Nos sentaremos aquí.

Me encaminé hacia la barca y el hombre me siguió. Me senté. Él se arrodilló a mis pies e hizo una reverencia; entonces, colocó al niño en el suelo y le empujó la cabeza hacia abajo. El pequeño había dejado de llorar, aunque de vez en cuando sorbía ruidosamente por la nariz. Levanté la comida y susurré la primera oración de los Ocultos, sin quitar la vista del hombre. Los labios de éste se movían en silencio. No tomó la comida. El niño alargó la mano para alcanzarla y empezó a llorar otra vez. El padre dijo:

—Si intentas tenderme una trampa, que el Secreto te perdone —entonces entonó la segunda oración y tomó una bola de arroz. La partió en pedazos y empezó a alimentar al niño—. Al menos mi hijo habrá probado el arroz antes de morir.

—No intento tenderte ninguna trampa —le entregué otra bola de arroz, que se metió entera en la boca—. Soy Otori Takeo, heredero del clan Otori. Fui criado entre los Ocultos y en mi niñez me llamaban Tomasu.

—Que el dios te bendiga y te proteja —dijo el hombre mientras agarraba el pescado de mis manos—. ¿Cómo me descubriste?

—Cuando mencionaste que deberías haber matado a tu hijo y a ti mismo, tus ojos se elevaron al cielo, como si estuvieras rezando.

—He rezado muchas veces pidiendo al Secreto que me llame a su lado. Ya sabes que me está prohibido dar muerte a mi hijo o a mí mismo.

—¿Sois todos Ocultos en la aldea?

—Sí, lo hemos sido durante generaciones, desde que los primeros maestros llegaron del continente. Nunca nos han perseguido por ello. La señora del dominio, que murió el año pasado, solía protegernos; pero los bandidos y los piratas se han ¡do volviendo más temerarios y numerosos con el paso del tiempo. Además, saben que nosotros no podemos defendernos luchando.

El hombre partió un trozo de pescado y se lo dio a su hijo. El niño lo agarró en el puño y me miró. Tenía los ojos pegajosos y enrojecidos; la cara, sucia y surcada de lágrimas. De repente, me sonrió.

—Como te he dicho, mi esposa heredó este dominio de la señora Maruyama. Juro que acabaremos con los bandoleros y lo convertiremos en un lugar en donde sus habitantes se encuentren a salvo. Conocí al hijo de Terada en Hagi y tengo que hablar con él.

—Hay un hombre que puede ayudarte. No tiene hijos y he oído que ha estado en Oshima. Intentaré encontrarle. Ve al templo; los sacerdotes huyeron y ahora está vacío. Puedes utilizar los edificios y dejar allí a tus caballos y a tus acompañantes. Si el hombre que te digo quiere llevarte, vendrá aquí esta noche. La travesía hasta Oshima es de medio día y tendréis que partir con la marea alta: por la mañana o al atardecer. Que él decida.

—No te arrepentirás de ayudarnos —dije yo.

Por primera vez, una sonrisa trémula le iluminó el rostro.

—Puede que su señoría se arrepienta, una vez que llegue a Oshima.

Me puse en pie y empecé a alejarme. Apenas había dado unos pasos cuando el hombre me llamó:

—¡Señor! ¡Señor Otori!

Cuando me giré, corrió hacia mí. El niño le seguía con torpes pasos, chupando un trozo de pescado. Visible mente incómodo, el hombre me preguntó:

—¿Los matarás?

—Sí —respondí—. Ya he matado antes y volveré a hacerlo, aunque me condene por ello.

—Que el Secreto se apiade de ti —murmuró él.

El sol empezaba a ocultarse y el cielo adquiría un intenso color púrpura. Sobre la playa oscura se proyectaban sombras alargadas. Las aves marinas lanzaban lamentos agudos y tristes, como almas en pena. Con un profundo suspiro, las olas lamían los guijarros y los arrastraban hacia el mar.

Los edificios del templo se encontraban en un estado lamentable. La madera, cubierta de liquen, se pudría a la sombra de unos árboles revestidos de moho y retorcidos de forma grotesca a causa de los tifones procedentes del norte. Aquella noche no soplaba el viento; la quietud resultaba asfixiante. Con todo, el gemido de las olas era contestado por el chirrido de las cigarras y el zumbido de los mosquitos. Soltamos a los caballos para que pastaran en el jardín repleto de malas hierbas y bebieran en los estanques. Las carpas habían desaparecido; con toda seguridad, habrían sido devoradas tiempo atrás por los aldeanos hambrientos. Se escuchaba el desamparado croar de una rana solitaria y, de vez en cuando, el ulular de una lechuza.

Jiro encendió una hoguera con ramas verdes para ahuyentar a los insectos y comimos parte de los alimentos que habíamos traído con nosotros; tuvimos que racionarlos, ya que por los alrededores no íbamos a encontrar nada que llevarnos a la boca. Ordené a los hombres que se echaran a dormir; los despertaríamos a medianoche. Conversaron en susurros durante unos instantes y unos minutos después su respiración se volvió acompasada.

—¿Qué haremos si ese individuo no se presenta esta noche? —preguntó Makoto.

—Tengo la impresión de que vendrá —repliqué yo.

Jiro permanecía en silencio junto al fuego y daba cabezazos intentando combatir el sueño.

—Échate —le dijo Makoto. Cuando el muchacho cayó en el repentino sopor propio de su edad, Makoto me preguntó en voz baja—: ¿Qué le dijiste al pescador para que accediera a ayudarte?

—Di de comer a su hijo —respondí—. A veces eso es suficiente.

—Fue algo más que eso. Te escuchaba como si hablaseis el mismo lenguaje.

Me encogí de hombros.

—Veremos si el otro individuo se presenta.

Makoto prosiguió:

—Lo mismo ocurre con el paria. Se atreve a acercarse a ti como si estuvieras en deuda con él y te habla casi como a un igual. Quise matarle por su insolencia cuando estábamos en el río; pero tú le escuchaste, y él a ti también.

—Jo—An me salvó la vida en el camino a Terayama.

—¡Hasta sabes cómo se llama! —exclamó Makoto— Nunca en mi vida he sabido el nombre de un paria.

Los ojos me escocían por el humo de la hoguera. No respondí. No le había dicho a Makoto que yo había nacido en el seno de los Ocultos, que me había criado entre ellos. Se lo había contado a Kaede, a nadie más. Era algo que me habían enseñado a esconder desde niño y, tal vez, el único mandamiento de la doctrina de los Ocultos que aún obedecía.

—Me has hablado de tu padre —dijo Makoto—, sé que tenía sangre de la Tribu y de los Otori. Pero nunca has mencionado a tu madre. ¿Quién era?

—Era una campesina de Mino, una pequeña aldea de montaña situada al otro lado de Inuyama, casi en la frontera de los Tres Países. Nadie ha oído hablar del pueblecito. Tal vez por eso me unen lazos con los parias y los pescadores.

Yo intentaba dar un tono de ligereza a mis palabras. No quería pensar en mi madre. Me habían sucedido tantas cosas desde que la viera por última vez y me había apartado tanto de las creencias en las que ella me había educado que, cuando me venía a la memoria, una sensación de incomodidad me embargaba. No sólo sobreviví cuando mi pueblo entero había muerto, sino que ya no creía en la causa por la que aquellas gentes perdieron la vida. Tenía yo otros objetivos, otras preocupaciones más acuciantes.

—«¿Era?». ¿Es que acaso ha muerto?

En el jardín silencioso y abandonado del templo, ante las llamas de la hoguera y con los suspiros del mar a lo lejos, una tensión creció entre nosotros. Makoto anhelaba conocer mis secretos más profundos; yo quería sincerarme con él. En ese momento, cuando los demás dormían y sólo nosotros dos nos manteníamos en vela en aquel entorno espectral, me pareció adivinar las señales del deseo. Yo era consciente de que Makoto me amaba; era algo a lo que me había acostumbrado, como a la lealtad de los hermanos Miyoshi o a mi amor por Kaede. Makoto era una constante en mi mundo. Le necesitaba. Nuestra relación podría haber cambiado desde la noche en la que él me había consolado en Terayama; pero entonces, tras la muerte de Shigeru, yo me sentía solo y vulnerable.

El fuego casi se había apagado y apenas lograba distinguir el rostro de mi amigo, aunque notaba su mirada clavada en mí. Me pregunté qué sospecharía. Pensé que en cualquier momento llegaría a averiguar la verdad. Entonces, decidí iniciar mi relato:

—Mi madre pertenecía a los Ocultos y yo fui criado bajo su doctrina. Ella y el resto de mi familia murieron a manos de los Tohan. Shigeru me rescató. Jo—An y el pescador también son Ocultos. Al vernos..., nos reconocemos como tales —Makoto no pronunció palabra y yo continué—: Doy por sentado que no le hablarás de esto a nadie.

—¿Lo sabe nuestro abad?

—Nunca me lo mencionó, pero debió de enterarse por Shigeru. En todo caso, ya no soy creyente. He incumplido todos los mandamientos, en particular la prohibición de matar.

—Por descontado, jamás se lo diré a nadie: te perjudicaría terriblemente entre el clan de los guerreros. Casi todos opinan que Ilida tenía razones de sobra para perseguir a los Ocultos, y no pocos le imitaron. Ahora me explico muchas cosas de ti que antes no entendía.

—Tú, como monje guerrero seguidor del Iluminado, debes de odiar a los Ocultos.

—No es odio lo que siento, más bien perplejidad por sus misteriosas creencias. Sé muy poco sobre los Ocultos y puede que lo que me han contado no sea del todo cierto. Tal vez algún día podamos hablar de ello, cuando lleguen tiempos de paz.

En su voz noté un esfuerzo por mostrarse imparcial, por no herirme.

—Lo más importante que mi madre me enseñó fue la compasión hacia los demás —dije yo—. La clemencia y el aborrecimiento de la crueldad. Pero, desde entonces, he aprendido a erradicar la compasión y me he comportado de forma cruel.

—Tales son los requisitos de la autoridad y la guerra —replicó Makoto—. Es el camino por el que el destino nos guía. En el templo también nos enseñan a no matar, pero sólo los santos pueden aspirar a ello, y aun así al final de su vida. No es pecado luchar en defensa propia para vengar a tu señor, ni para conseguir la justicia y la paz.

—Eso me decía Shigeru.

Hubo un momento de silencio en el que pensé que Makoto me iba a tomar en sus brazos. Con toda honestidad, no me habría negado. Se levantó en mí el repentino anhelo de tumbarme y sentirme abrazado. Puede que yo incluso hiciera un ligero movimiento hacia él... Pero fue Makoto quien se apartó. Se puso de pie y me dijo:

—Duerme un rato. Yo montaré guardia y dentro de poco despertaré a los hombres.

Me mantuve cerca del fuego para huir de los mosquitos, pero seguían zumbando alrededor de mi cabeza. El mar continuaba con su incesante vaivén sobre la playa de guijarros. Me encontraba inquieto por los secretos que acababa de revelar, por mi propia ausencia de fe y por lo que Makoto pudiera pensar de mí a partir de entonces. Como si yo fuera un niño, me hubiera gustado que me asegurase que nada iba a cambiar. Deseaba volver junto a Kaede. Temía desaparecer en Oshima, en la guarida del dragón, y no volver a verla.

Por fin logré conciliar el sueño. Por vez primera desde la muerte de mi madre, soñé con ella de forma vivida. Se encontraba delante de mí, a la puerta de nuestra casa de Mino. Yo olía la comida que cocinaba sobre el fuego y escuchaba el golpe seco del hacha con la que mi padrastro cortaba leña. En el sueño, me invadió una oleada de alegría y de alivio al comprobar que estaban vivos. Entonces, noté un ruido a mis pies y sentí que algo empezaba a treparme por el cuerpo. Mi madre bajó la vista con ojos vacíos, sorprendidos. Quise ver qué estaba observando y seguí su mirada con la mía.

El suelo se había convertido en una negra masa de cangrejos con los caparazones arrancados. Empezó el griterío, el que yo había escuchado en otro templo, hacía ya una eternidad, cuando un hombre fue descuartizado por los Tohan. Sabía que los cangrejos iban a desgarrarme, del mismo modo en el que antes yo les había arrancado los caparazones a ellos.

Me desperté, horrorizado y empapado de sudor. Makoto se encontraba de rodillas a mi lado.

—Ha llegado un hombre —me comunicó—. Dice que sólo hablará contigo.

Un sentimiento de temor pesaba sobre mí. No quería viajar a Oshima con aquel extraño. Deseaba regresar a Maruyama de inmediato y reunirme con Kaede. Ojalá hubiese podido enviar a un emisario para llevar a cabo un cometido que, posiblemente, nunca tendría éxito. Pero cualquier otro que no fuese yo encontraría la muerte a manos de los piratas antes de tener la oportunidad de entregar mi mensaje. Una vez que había llegado tan lejos, que me habían enviado a aquel tipo para que me trasladara hasta los Terada, no podía dar marcha atrás.

El hombre estaba arrodillado a espaldas de Makoto. Bajo la oscuridad tan sólo pude ver su silueta. Se disculpó por no haber venido antes, pero la marea no era la adecuada hasta la segunda mitad de la hora del Buey y, como había luna llena, pensó que yo preferiría navegar de noche antes que esperar a la marea de media tarde. Parecía más joven que el pescador que me le había enviado y su forma de hablar era más refinada y denotaba cierta educación, por lo que no resultaba fácil situarle en la escala social.

Makoto quería enviar conmigo al menos a uno de los hombres, pero el dueño de la embarcación se negó a transportar a nadie más alegando que la barca era demasiado pequeña. Me ofrecí a entregarle unas monedas de plata antes de partir, pero el hombre soltó una carcajada y afirmó que no tenía sentido entregárselas a los piratas con tanta facilidad; las tomaría cuando regresáramos y, si no lo hiciéramos, alguien vendría a buscarlas.

—Si el señor Otori no regresa, la única recompensa que obtendrás será la hoja del sable —amenazó Makoto con tono malhumorado.

—Si muero, quienes de mí dependen merecen una compensación —replicó él—. Éstas son mis condiciones.

Me mostré de acuerdo en aceptarlas, a pesar de los recelos de Makoto. Quería partir cuanto antes, liberarme del miedo que la pesadilla me había producido.
Shun,
mi caballo, me despidió con un relincho mientras me alejaba junto al barquero. Le había encargado a Makoto que cuidase de él y no lo perdiese de vista. Llevé a
Jato
conmigo y, como de costumbre, también transportaba las armas de la Tribu ocultas bajo las ropas.

La barca estaba varada justo por encima de la marca de la marea alta. Nos acercamos en silencio. Ayudé al hombre a arrastrarla hasta el agua y entonces embarqué de un salto. Él empujó un poco más y a continuación subió a bordo y empujó con el remo desde la popa. Más tarde, sujeté el remo mientras el barquero izaba una pequeña vela cuadrada, elaborada con paja. Su color amarillento brillaba bajo la luz de la luna y los amuletos sujetos al mástil tintineaban, movidos por el viento proveniente de la costa que, junto al flujo de la marea, nos llevaría hasta la isla.

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